En la Nueva Inglaterra más puritana la celebración de la Navidad fue considerada una ofensa criminal hasta finales del siglo XVII, hasta el punto que una persona sorprendida celebrando las fiestas navideñas podía terminar en el poste de flagelación. Incluso en fechas tan recientes como 1870, las fábricas de Boston vigilaban que sus obreros no se retrasaran el día de Navidad y los colegios castigaban a los estudiantes que no se presentaran ese día. Hay varias razones que explican esta aparente contradicción, que asimila la celebración del nacimiento de Jesucristo con prácticas paganas e incluso diabólicas. En primer lugar, la Navidad es un eco de las tradiciones precristianas que celebraban el solsticio de invierno, comúnmente asociado a dioses solares de origen oriental, como Apolo o el dios persa Mitra. Era costumbre en Siria y Egipto que en la medianoche del 25 de diciembre los celebrantes salieran a la calle y a los campos gritando “La Virgen ha parido”, en alusión a la diosa Celeste, y en ocasiones portaban la imagen de un niño en representación del sol invicto. Cuando los judíos afincados en Roma empezaron a convertirse al Cristianismo se encontraron con que la Iglesia no había establecido fecha para el nacimiento de Jesús, por lo que celebraban la fiesta del niño sol como si del nacimiento de Cristo se tratara. La Navidad acabó mezclando el culto solar con el culto cristiano hasta el punto que el teólogo San Agustín pidió abiertamente a los creyentes que “no adoraran al sol, sino al creador del sol”. De Mitra y las religiones orientales se tomó la fecha, los pastorcillos e incluso la iconografía típica de los Reyes Magos.
Una hoguera en la intimidad
Mitra no era el único culto que celebraba el solsticio invernal, si el cristianismo quería prosperar debía asimilar también las tradiciones paganas europeas, más humildes que los fastos orientales pero mucho más tenaces, ya que en muchos casos tenían lugar en la intimidad del hogar. Es el caso del leño de Pascua, una versión reducida de la hoguera del solsticio de verano que se quemaba en casa y en familia. Parece que el leño tenía algo que ver con la fertilidad, en Westfalia, por ejemplo, se usaban las cenizas para fertilizar los campos y las mismas referencias al abono y a la riqueza parecen estar detrás del ritual navideño del tió catalán, en el que los niños pegan a un leño esperando que éste cague regalos; en Inglaterra se decía que el leño preservaba las casas de incendios y robos. Tampoco es muy difícil de rastrear el origen del árbol de Navidad en los cultos a los árboles de los pueblos europeos. Tanto sincretismo no entusiasmaba demasiado a los más ortodoxos. Para un espíritu protestante del siglo XVII o XVIII, la Navidad era una mixtura infernal de fastuosos elementos orientales, oscuros ritos paganos y excesos difícilmente soportable. Falsificaciones diabólicas de una fe verdadera, lóbrega y solemnemente aburrida.