(Shinji Mikami): —recuerda haber crecido en la prefectura de Yamaguchi, a la sombra de Hiroshima, la muerte de sus vecinos en los hospitales del ejército en Iwakuni, el medio millón de conmemorativas grullas de papel cada septiembre— establece la lógica onírica como un posible análogo a la lógica del videojuego; tal como Delvaux o Magritte desarrollaron su estética a partir de los retorcidos mapas de imágenes generados por los primeros avances del psicoanálisis, así asienta The Evil Within sus planos en sí mismo, en su propia narrativa de nebulosa cuajada por asociación libre, onda excéntrica —interiores y exteriores en los que la negrura llega a brillar por paradoja, cuerpos heridos como edificios en ruinas, pilares de sustentación carcomidos por los flujos gástricos y la sangre, siempre la sangre, campos de sangre sobre los que incide la luz dorada de la falsa bondad del protagonista, el cuchillo clavado en la tierra, rodeado de espinas áureas, el filo oxidado, la cabeza del durmiente encerrada en una caja fuerte asegurada con alambre de espino…—, así recuerda Mikami: explorar el miedo es exactamente lo mismo que explorar el amor, la moral o la ideología —abismos sin argumento, que en ocasiones sólo pueden descenderse en sueños—; la arquitectura de los espíritus de la noche se replica en un clavo introducido en la nuca del durmiente. Otro en la sien izquierda. Otro en la frente, como un beso.
Sueña, mi niño. ¿Por qué luchas?
Ríos lunares desembocan en los desagües químicos del sueño, en el irritado bulbo raquídeo del durmiente.
Estatuas huecas, dejadas de cualquier manera en las hornacinas practicadas en las paredes del corredor que es la espina dorsal acostada del durmiente —dentro de las cuales, lo sabemos, hay escondidas llaves que abren taquillas no tan públicas en el vestíbulo de ese espacio de tránsito al que llamamos inconsciente colectivo—, contemplan el avance a trompicones, sin destino alguno, de sus impulsos a la aventura.
Las raíces ingrávidas de la experiencia consciente del durmiente modifican de continuo el entorno del sueño, hinchan paredes, levantan el pavimento, se enredan en barandas y mobiliario urbano, secan charcos y dan cobijo a infecciones por hongos y a parásitos neurológicos que, en otras circunstancias —en otros lugares—, serían considerados germen de enfermedad mental.
El juego al que el durmiente, aquí, se abandona, no es peligroso pero sí definitorio; de él mismo tanto como de su sueño.
(Sebastian Castellanos): —se sabe deuteragonista, siempre inferior al durmiente y siempre a rebufo de su celda de castigo, en la hechura espantosa del Lugar Seguro al que le conducen los espejos desperdigados por el sueño, donde puede guardar partida y aumentar sus habilidades, donde recibe la terapia electroconvulsiva que le mantiene despierto donde nada debería estarlo, borracho, en la doblez del cautiverio— persigue sin quererlo al encapuchado que le arrastrase a La Maldad Interior; ahora descubrimos que ese arconte absoluto del juego se llama Ruvik, el gran hacedor y desplazador del cubo-sueño simulado, aunque ya detentábamos fundadas sospechas de que quien se oculta bajo la capucha es el mismísimo Shinji Mikami, jugando a proyectarse en la historia que propone y fagocitar la experiencia de inmersión, desde la más agresiva noción de autor —¿y en qué otro medio, en qué otro arte, preguntamos, podría un autor permitirse servir de antagonista y agente activo de la frustración de su público, del desafío a su audiencia?—; Sebastian persigue, por supuesto, pero sin guía, sin objetivo, nunca la libertad de nadie había sido tan coartada como lo está siendo la de la Marioneta Castellanos, movido por su creador igual que por su conductor, movido por un abstracto sistema nervioso periférico compuesto de personas de carne y hueso —fíjate, niño, mi niño, qué rodillas y codos tan raspados… Antes de casarse con ellas, antes siquiera de conocerlas, mi niño ya soñó que se follaba a sus parejas… Sueña, mi niño… ¿Por qué juegas?… Entre la neurosis de las edificaciones, al fondo un horizonte de perreras y parques y cementerios despojados de sus respectivas condiciones sagradas por línea tras línea de código informático, entre plazas y mercados que van a ser modificados para entrañarse en las conversiones del software hacia otro hardware que las albergue, a resguardo de las crestas rocosas de píxel que estrangulan lo real…—, está alojado en la glándula pineal de su Némesis.
