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publicado el 19 de junio de 2007

El pop-gore llegó de Hungría

Lluís Rueda | El realizador húngaro György Pàlfi parece haber asimilado con cierta naturalidad que entre la paroxística feérica del cine de Terry Gilliam y los personajes aislados, incluso algo abúlicos a los que recurre Peter Grenaway en muchos de sus filmes (Drowning Numbers, The Pillow Book), hay un equilibrio estético muy definido al que convenía sacarle un rendimiento de cierta solidez narrativa. Con Taxidermia, Pàlfi, aborda una historia coral, profundamente manierista, basada en los cuentos del escritor húngaro Lajos Party Nagi, y lo hace totalmente desprovisto de complejos morales.

Taxidermia nos propone un tríptico generacional, centrado en una familia de hijos bastardos en tres momentos clave de la historia contemporánea de Hungría, y lo hace poniendo sobre el asador toda la carne, en sentido literal. Zoofilia, bulimia compulsiva, bestialismo, automutilación y un sinfín de bofetadas visuales se dan la mano en este filme hiperbólico. La estética marcial y soviética es ensalzada como adalid de una iconografía pop situada por méritos propios entre el más exótico feísmo y lo más atribuladamente demodé. La metáfora pues, está servida; el realizador analiza en que grado la carne humana puede resultar un oprobio moral, el objeto del deseo, la auténtica cárcel amorfa o el dulce en el que caben todas las latencias de un bebé. En cada una de las historias de Taxidermia, el hombre jamás trasciende a su mortaja humana, de tal manera que a la oscuridad interior va pareja a la del individuo y, por omisión, a la del sistema que gobierna sus días.

Esta idiosincrasia política y social del filme siempre está ligada a cierta poética decadente y, a manera de tópico manido, es asociada por Pàlfi a las carencias comunicativas de las gentes del este de Europa. La primera historia de Taxidermia propone un juego de contraste entre los deseos reprimidos de un soldado del ejército húngaro y el mundo de la imaginación infantil ribeteado de carencias maternas. A la postre, de esta mezcla entre los paraísos perdidos y anhelos adultos emulsionan psicopáticos destellos de deseo carnal. Menos poderosa, pero más contundente, resulta la segunda historia, en ella György Pàlfi centra su mirada en un campeón del “comer compulsivamente” que por avatares del destino nació con un apéndice en su trasero (¿una señal de su sesgo porcino?). En este segmento, los diálogos y la dramaturgia de la historia se intercalan con interminables caudales de vómito (ya disculparán la sinceridad). Igual de ardua, aunque estéticamente más aséptica, resulta la última y más brillante historia: la de un taxidermista reconvertido en artista de lo macabro gracias a un complejo proceso mecánico-quirúrgico. El escuálido último vástago de esta saga de húngaros, es precisamente hijo del viejo campeón de engullir: casi un monstruo de feria que malvive como la vieja estrella de un dudoso star-system rodeado de gigantescos gatos hambrientos.

Predomina la crítica a la censura, a la libertad de expresión dictada desde la represión del infante, hasta su educación militar y la imposibilidad de cambiar de oficio y vida. Esas tres maneras de represión son parte del filme y acaso, la única manera de superar esa inercia terrorífica, de sentirse diferente al resto, se encuentra en esa manera de expansionar el cuerpo o de mutilarlo hasta convertirlo en una obra de arte abstracta y repulsiva

Cada uno de estos pasajes expuestos con escatológica contundencia por György Pàlfi se dirían dignos de ser incluidos en algún apartado de los postulados de la ‘nueva carne’, pero al igual que en la obra de David Cronenberg esa máscara o disfraz que es la carne en sintonía con el deseo, la aceptación, la vejez y la enfermedad, siempre esconde una metáfora que va más allá: en este caso predomina la crítica a la censura, a la libertad de expresión dictada desde la represión del infante, hasta su educación militar y la imposibilidad de cambiar de oficio y vida. Esas tres maneras de represión son parte del filme y acaso, la única manera de superar esa inercia terrorífica, de sentirse diferente al resto, se encuentra en esa manera de expansionar el cuerpo o de mutilarlo hasta convertirlo en una obra de arte abstracta y repulsiva

Cuando los inventos del tebeo se funden con la imaginación meticulosa de un taxidermista pueden resultar ideas tan ‘sadianas’ como la que nos muestra Pàlfi. Taxidermia es un filme con excéntricas y vacías lagunas que por suerte no desmerecen un conjunto provocador y, francamente, tan divertido y freak como un espectáculo del circo de Jim Rose. Acaso el único inconveniente es que tanto espectáculo de barracón no nos deje ver su ácida mirada al pasado.


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