publicado el 4 de mayo de 2010
¿Qué ha ocurrido con el cine de Tim Burton? Tras ser uno de los indiscutibles cineastas de referencia en el ámbito del género fantástico, la pésima recepción general de sus últimas producciones parece haberle condenado a un papel secundario dentro del panorama cinematográfico actual. ¿Ya ha dejado de ser un cineasta innovador y fundamental? El estreno de la maltratada Alicia en el país de las maravillas (2010), un filme más rico y complejo de lo que pueda aparentar a priori, puede servir de excusa para analizar con atención las causas de la caída en desgracia de la obra de tan insigne autor.
Juan Carlos Matilla | Desde hace casi una década, se vienen repitiendo las voces de alarma respecto al devenir del cine del autor nacido en Burbank. Desde El planeta de los simios hasta esta nueva versión del mito de Alicia (salvo dos excepciones como Big Fish y La novia cadáver, obras mejor recibidas en general aunque no gocen del quórum crítico de otra cimas de su cine), se ha producido un progresivo desinterés hacia su obra, a causa de una presunta estandarización y posterior aburguesamiento de su fórmula artística. De hecho, esta Alicia en el país de las maravillas ha supuesto la culminación de esta corriente de opinión debido al soberano castigo (a mi juicio, bastante exagerado) que ha cosechado. Espero que las siguientes líneas sirvan para defender la valía de la última aportación de Burton, una obra atractiva e irregular que espero que, en un futuro, sea observada con ojos más cómplices y menos vehementes.
Además, el objetivo de este estudio será esclarecer, de forma humilde y sin la intención de establecer dogmas inquebrantables, cuáles son las verdaderas razones de este presunto agotamiento del cine de Burton e indagar en los motivos principales de su última producción para así aportar hipótesis sobre las auténticas causas de la evolución que ha sufrido su filmografía hacia formatos cada vez más insípidos y acomodaticios, una consideración muy extendida que, en gran parte, considero injusta. Para ello, me gustaría reflexionar sobre los auténticos valores del cine anterior y presente del creador de Eduardo Manostijeras, analizar las principales críticas que ha recibido por parte de la prensa especializada y exponer las virtudes (también los defectos) de Alicia en el país de las maravillas, un filme que puede verse como un magnífico ejemplo de cierto estado de la conciencia artística burtoniana, a medio camino entre la recuperación del tono del pasado y la afirmación de que nos encontramos ante un Burton muy diferente al que adoramos en sus inicios como director.
1. Un autor sometido al debate de la innovación
Para empezar, me gustaría describir cuál es, para mí, la verdadera impronta del cine de Burton. Según mi opinión, y sin ánimo de irritar la sensibilidad de nadie, este director nunca ha sido un gran creador de formas narrativas, entendido este concepto desde un punto de vista vanguardista y no convencional, término este último del que, sin duda, el cine del creador de Ed Wood no adolece. De hecho, el valor de su cine no radica tanto en el descubrimiento de recursos visuales innovadores (a la manera de grandes maestros de la gramática de la imagen como por ejemplo Hitchcock, DePalma o Shyamalan), sino en la forma de encarar y retomar la estética del cine clásico para establecer un discurso formal melancólico y manierista que rinda homenaje al cine pretérito (de la producción de la Universal y la Hammer hasta los clásicos de la animación y la soap opera además de la serie B) a la vez que sirve de lienzo para desarrollar unas pulsiones estéticas propias que, si bien no pueden catalogarse de radicales, sí que son absolutamente personales. Con esto no quiero decir que su cine no sea narrativamente rico (que lo es) sino que no posee una vocación rompedora sino de reformulación, como la de un exégeta que comenta y enriquece aciertos formales del pasado en lugar de crear unos verdaderamente nuevos. Pese a todo, resulta obvio que su obra muestra una marca personal indeleble pero, en mi opinión, ésta afecta sólo al ámbito conceptual y artístico (que ya es mucho, no me malinterpreten) y no al puramente narrativo.
Dibujante y animador antes que cineasta reconocido, resulta evidente que parte del sello característico del cine de Burton radica en su mundo iconográfico, desarrollado desde sus primeros cortos, sobre todo en el campo del diseño de producción. Sus bocetos, a la vez macabros e infantiles, monstruosos y encantadores, virulentos y sedosos, han conformado desde entonces el universo burtoniano, amplificado por las melodías evocadoras de Danny Elfman y los admirables trabajos fotográficos basados en el contraste entre tratamientos expresionistas y otros abiertamente camp. A este conglomerado estilístico, el director nacido en Burbank le sumó una ingente cantidad de guiños y citas al cine clásico -el que él amó en su infancia-, para celebrar tanto su vigencia en el ideario común de los espectadores como para apuntar su relativo agotamiento a la hora de emprender las nuevas formas del cine moderno. Por tanto, en este aspecto, habría que plantearnos algunas preguntas: ¿es Burton un cineasta esencialmente moderno?, ¿su cine tiene cabida en el paisaje cinematográfico actual o su impronta hace tiempo que se esfumó?, ¿si afirmo que su cine no posee un arrojo narrativo evidente, se basa en triunfos del pasado y su universo iconográfico se puede reducir al ámbito del diseño y la ilustración, podemos decir entonces que es un autor moderno? Pues, en mi opinión, y aunque parezca contradictorio, desde luego que sí y la razón se debe a su sentido, personal y valiente enfoque de lo fantástico, el verdadero elemento innovador de su filmografía.
Para Burton, la fantasía es un concepto ontológico, propio del análisis de lo que concebimos como realidad y que forma parte de la misma esencia de lo que nos envuelve. A diferencia del uso habitual de lo fantástico en la mayor parte de las filmografías mundiales, en el cine del creador de Eduardo Manostijeras lo ilusorio no supone ni una válvula de escape de lo que entendemos como real, ni un recurso exótico o siniestro, ni un motivo para indagar en realidades paralelas, ni un trampa o herramienta de la mente, ni una metáfora del subconsciente. Para él, la fantasía conforma la propia realidad, pertenece a ella de forma natural y contribuye a definir una auténtica relación entre el individuo y su entorno, más cerca de lo espiritual que de lo puramente material. Por tanto, no es una excusa argumental, ni un escenario de pura imaginación ni un motivo de fuga, sino un concepto casi alquímico (por lo que tiene de oculto y arcano) al que solo unos privilegiados (los héroes de sus narraciones) han accedido: descubrir que la fantasía en un vehículo tan válido como cualquier otro para aprehender el sentido último de lo que entendemos como real. Por eso, en su cine, lo fantástico posee esa corporeidad y naturalidad tan características a pesar de su excentricidad, porque, de hecho, este concepto existe en cualquier dimensión física, ocupa un espacio en nuestro entorno y se desarrolla en él, a nuestro lado, acompañándonos a lo largo de toda nuestra vida. Si bien es cierto que muchos cineastas se han acercado a la fantasía desde perspectivas más o menos similares (desde los autores surrealistas clásicos hasta los experimentos más radicales de autores como, por ejemplo, Andrei Tarkovski, David Lynch o Jan Svankmajer), en mi opinión ninguno de ellos lo ha hecho (por lo menos, con tanta determinación e intensidad) desde el otro gran acierto innovador del cine de Burton: la plena celebración sin obstáculos morales de la locura, lo extraño, lo extravagante y lo insólito.
En este punto, no me refiero tanto a la consabida visión positiva y protectora de ciertos héroes ante lo monstruoso o lo diferente, tan habitual en muchas narraciones fantásticas e infantiles (y que, en el fondo, no encierra más que un hipócrita intención de domesticación, disfrazada de abertura de miras, de lo que puede suponer una amenaza para el establishment) sino a la visión, en verdad, desprejuiciada, libérrima y poco acomodaticia de la singularidad contemplada como medio de vida y de la enajenación vista como camino de perfección personal. En el cine de Burton, lo diferente se convierte en un motivo agitador de las conciencias públicas y privadas, no en un mero recurso pueril, y este componente revolucionario radica en que los personajes que encarnan la locura y lo extraño en su cine (seres artificiales, directores travestidos, superhéroes góticos, ancianos fabuladores o niños que quieren ser como Vincent Price) viven su condición de outsiders con total descaro, sin rendir cuentas a nadie, con la peligrosa inconsciencia de quienes no se saben un peligro aunque, en realidad, lo son por su inocencia y sinceridad aplastantes, condiciones que se dan de bruces con el conflicto de apariencias que encierra la sociedad corriente, poco dada a aceptar estas actitudes sin desvirtuarlas o, lo que es peor, destruirlas. En resumen, de este enfrentamiento entre lo extraño y lo convencional, surge la luminosa y ácrata defensa de la locura del cine burtoniano (alejada de correcciones políticas, forzadas irreverencias y vacuos exhibicionismos), uno de los puntos más revolucionarios de su estilo que nunca ha sido lo suficientemente revindicado.
2. Sobre el presunto agotamiento de su fórmula
Una vez definido lo que, en mi opinión, es el sello de Burton, habría qué analizar el verdadero quid de la cuestión. Desde la última década, han sido muchas las voces que han denunciado el anquilosamiento de su fórmula, la domesticación de su ideario y la falta de agallas conceptuales que asolan su producción reciente. ¿Qué hay de cierto en todo ello? ¿Es tan grave la situación de su cine actual o, como ocurre en muchos casos, la magnitud de la tragedia no es tanta? Para analizarlo, y sin ánimo de ser exhaustivo, echemos un vistazo a lo que se ha publicado recientemente a raíz del estreno de Alicia en el país de las maravillas. El crítico de cine Jordi Costa suscribe lo siguiente: “Llegó el día en que Burton se convirtió en alguien parecido a aquellos personajes de protagonizaban La clase muerta, el montaje teatral de Tadeusz Kantor: un adulto que arrastra el cadáver de su infancia, colgado del cuelo. Le pasó lo peor que le podía pasar a un niño: crecer, integrarse, hacer lo que los adultos consideran que tiene que hacer un niño. Hace años que trabaja aplicando un barniz de rareza e impostada excentricidad a todo lo que los adultos le ofrecen para que pinte” (1). Por su parte, el especialista Carlos Losilla sostiene: “En un determinado y reciente momento de su carrera, con Charlie y la fábrica de chocolate (2005) y Sweeney Todd (2007), Burton esclerotiza su estilo en una marca de fábrica que anula cualquier posibilidad de matiz en su disposición estética, como si sus personajes se solidificaran en una serie de imágenes pétreas, sin ningún tipo de fluidez” (2). Finalmente, Roberto Cueto insiste en lo expuesto por los dos anteriores críticos de la siguiente manera: “En cierta manera, la película (Alicia en el país de las maravillas) podría disfrutarse entendiendo a Burton como un ilustrador antes de cómo un intérprete de Carroll. Al fin y al cabo, el buen ilustrador no aspira a narrar con sus dibujos ni a matizar nada de lo que nos dice el escritor, ya que su labor consiste en traducir a superficies de rotunda materialidad el nivel semántico del texto” (3).
Todas estas aseveraciones, y algunas más aquí no reseñadas, señalan tres males del cine reciente de Burton: su condición de mero y vacuo ilustrador de obras ajenas, la ausencia de proyectos en verdad personales y escritos por él mismo y su falta de arrojo conceptual. Los tres juicios son en parte acertados aunque creo que sería adecuado relativizarlos para, desde mi punto de vista, desvelar cuál es la verdadera causa de su estancamiento (criterio que comparto con bastantes reparos aunque no desde posiciones tan vehementes). Acerca de su condición de trivial ilustrador, habría que decir que en el fondo éste siempre ha sido el modus operandi habitual del autor de Bitelchús. La mayor parte de su carrera ha transitado por fuentes foráneas a las que ha confrontado su propio mundo interior pero no como un adaptador común (que manipula, corrige y suprime lo que no le interesa) sino como un comentarista que, a partir del enfrentamiento entre los motivos ajenos y su propia capacidad iconográfica, insuflaba una nueva vida a materiales muy conocidos sin pervertirlos en demasía a través de la creación de un marco que potenciara aspectos ocultos o poco transitados en otras adaptaciones (véase la amoral oscuridad de su saga de Batman o el irónico debate entre ciencia e ilusión de Sleepy Hollow). Ésta ha sido siempre su principal herramienta de trabajo, algo que todavía sigue practicando aunque quizás sin la misma fuerza o talento.
Respecto a la necesidad de retomar proyectos más personales, nacidos directamente de su ingenio, habría qué señalar que, en el cine de Burton, la personalidad nunca la ha marcado el concepto de autoría total de una obra. De hecho, en su filmografía se suceden las obras personales fallidas y acertadas y los encargos exitosos y fracasados. No cabe duda de que la mejor película de su carrera, Eduardo Manostijeras, es un proyecto propio además de ser un dechado de imaginación, originalidad, encanto y pasión, pero no es menos cierto que las otras dos obras maestras de su cine (según mi parecer), Ed Wood y Big Fish, son encargos que nunca surgieron de su propia voluntad. Asimismo, otros filmes como Batman y Sleepy Hollow también respondieron a sendos compromisos adquiridos por el cineasta con la gran industria y ambas son obras fabulosas, siniestras y a la vez estilizadas, mientras que títulos presuntamente más personales como Bitelchús o Mars Attack!, son, en mi opinión (y que nadie se ofenda porque soy consciente de que tienen numerosos fans), filmes muy irregulares, autocomplacientes y excesivos, poco representativos de las verdaderas virtudes de su estilo. Por tanto, el hecho de que en los últimos años Burton haya encadenado los encargos (algo que en parte no es cierto, ya que está ahí La novia cadáver para disentir este juicio) no es una condición extraña en su cine, sino, de hecho, es el medio natural en el que el cineasta ha desarrollado toda su carrera.
Finalmente, la falta de atrevimiento relacionada con una presunta infantilización de su mundo creo que también es una crítica muy poco ajustada porque, de hecho, considero que, en los últimos años, el creador de Frankenweenie sí que ha tomado unos ciertos riesgos, aunque quizás algo tímidos. Para mí, éstos han sido asumir una narración más propia de Steven Spielberg que de su propio cine en Big Fish (la última gran obra maestra de su cine además de la última vez que percibimos al verdadero Burton tras sus imágenes), aceptar un proyecto a todas luces muy alejado de su mundo a pesar de su presunto goticismo como fue el turbio y violento musical teatral Sweeney Todd (que, a pesar de algunos aciertos, demostró la incapacidad de su creador para afrontar con soltura el género musical, sobre todo cuando no hay un trabajo de animación que lo sostenga) y asumir adaptaciones muy obvias de autores calificados de antemano como maestros por necesidad burtonianos, como el Roald Dahl de Charlie y la fábrica de chocolate y el Lewis Carroll de Alicia en el país de las maravillas, una decisión arriesgada porque siempre suele decepcionar a todos aquellos que sueñan con unir los mundos de su autores favoritos ya que estas obras nunca pueden contentar las aspiraciones de todos y corren el peligro de resultar redundantes y grandilocuentes.
Así que, si sostengo que el cine de Burton está siguiendo los cauces habituales en su filmografía, ¿dónde está entonces el problema en su producción reciente? ¿Cuál es la razón de que el esplendor de antaño haya palidecido en los últimos años? Pues la razón es la pérdida de la emoción, la ausencia del candor e inocencia que exhalaban sus primeros títulos a favor de una mayor conciencia del artista como cineasta y del triunfo de la firma de estilo sobre la persona. Me explico. En su primera época, Burton utilizaba el cine no sólo como medio artístico sino como una forma de entender y enfrentarse al mundo que lo rodeaba. Si rastreamos en su biografía de personaje taciturno, solitario, de escasas habilidades sociales y escondido en su propio refugio de fantasía, advertimos que sus primeras obras mostraban no sólo un estilo concreto sino toda una declaración de intenciones sobre cómo el artista se mostraba hacia el mundo. En aquella época, las imágenes eran una proyección de su propio interior, eran su sentida y emotiva tarjeta de presentación ante los demás. Hoy en día, la vida en sus películas ha dejado paso al propio cine. Consciente de la firme consolidación de su propio sello de estilo, Burton se ha ido escondiendo tras él, ha perdido la candidez del principio y se ha vuelto más esclavo de sus propias narraciones. Ahora, en lugar de mostrarnos su biografía, nos enseña su filmografía, su cine ha pasado a nutrirse del mismo medio que lo ampara, su paisaje artístico ya no es el reflejo de nuestro entorno sino el escenario de sus gestas pasadas. Y es que, al igual que les ha pasado a otros directores manieristas de marcada personalidad visual (de Almodóvar a Greenaway pasando por Wenders, Egoyan, Gilliam, Medem y un largo etcétera), su cine ha pasado de ser el reflejo de cómo entendían el mundo sus autores a ser recreaciones de la visión que poseen de su propio arte. O sea, ellos se han colocado como centro de sus objetivos artísticos y ahí está el error porque han perdido el idealismo de épocas pretéritas; por eso, aunque la forma de sus filmes sea muy similar, ya no comunican ideas tan apasionadas y no nos emocionan de la misma manera.
3. El mito de Alicia como estímulo expresivo
Ante todo lo expuesto, habría que analizar hasta qué punto Alicia en el país de las maravillas puede suponer una confirmación de que el cine de Burton ha evolucionado hacia un punto de no retorno o permite que soñemos con una cierta recuperación del cineasta de antaño. Pues bien, en mi opinión, se dan ambas cosas (aunque quizás gane por poco la segunda). Por un lado, el hecho de que el director de Ed Wood haya tomado el clásico texto de Lewis Carroll no deja de subrayar el mencionado hecho de que su sello personal ha pasado a ocupar el centro de sus intenciones artísticas. Desde que se dio a conocer en el mundo del cine, siempre se dijo hasta la saciedad que Burton sería el cineasta ideal para llevar el personaje de Alicia a la gran pantalla debido a que sus mundos coincidían y que, sin duda, la obra de Carroll era una de sus fuentes más claras. También se dijo lo mismo de Roald Dahl y Charlie y la fábrica de chocolate, y aquel proyecto se saldó con un fracaso absoluto. En mi opinión, el problema de estos proyectos es que no responden más que a unos loables (aunque algo vanidosos) experimentos de Burton de ver cómo contentar a estas voces mientras acomoda su universo al de sus presuntos maestros. Por tanto, nos encontramos de nuevo ante un cineasta que, a priori, parece ceder a unos estímulos creativos alimentados por un afán metalingüístico y distanciado, muy alejado de un verdadero y sincero compromiso con el material que maneja. Una vez más, la persona se camufla detrás del artista y hace lo que su audiencia espera de él.
De todas maneras, su visión de Alicia en el país de las maravillas no incurre en los mismos errores que su horrible adaptación de Dahl (formas histriónicas, escaso desarrollo del potencial dramático y un molesto regodeo estético) y, por fortuna, es una película mucho más disfrutable debido a la recuperación, tras varios títulos dubitativos, de la noción de fantasía que he expuesto en el primer apartado del estudio. En este filme, volvemos a recuperar uno de esos prototípicos personajes burtonianos que descubren la importancia de lo ilusorio para aprehender la verdadera naturaleza de la realidad. Además, el hecho de que, en el filme, el personaje de Alicia inicie su periplo en el mundo irreal sin recordar su anterior visita en su infancia y contemple los alucinados episodios que vivirá en él con una mezcla de escepticismo y desinterés hasta que descubra que son reales y que suponen una experiencia y no una ilusión, es un gran acierto del guión (aunque no original, ya que es casi idéntico al utilizado en Oz, un mundo fantástico de Walter Murch) porque aleja el rol de Alicia de la tradición literaria y de las previas adaptaciones y lo empareja a otros memorables héroes del cine de Burton como Kim Boggs (Winona Ryder en Eduardo Manostijeras), Ichabod Crane (Johnny Depp en Sleepy Hollow) o Will Bloom (Billy Crudup en Big Fish), todos ellos personajes que también emprenden en sus respectivas narraciones unos hermosos y melancólicos viajes desde la desconfianza ante lo insólito hasta su plena aceptación. Además, en este nuevo filme, la transición del personaje de Alicia desde el materialismo hacia la adopción del idealismo le permitirá asumir su propia madurez e independencia, una novedad introducida por Burton respecto al original literario que, pesar de que su evidente interés, ha sido motivo de jocosas burlas por parte de numerosos especialistas (a destacar la divertida sentencia de Jordi Costa en el articulo antes citado, que definía el filme a partir de este motivo como “un manual onírico para la autoafirmación de la joven empresaria”, un juicio demasiado severo según mi punto de vista aunque de brillante mordacidad).
Aunque, si bien es cierto que esta visión del mito de Alicia como una metáfora del tránsito hacia la emancipación del personaje pueda parecer, en principio, una traición al original de Carroll, la verdad es que el espíritu iconoclasta y cáustico de la obra original está presente en el otro gran hallazgo del filme: la figura del Sombrerero Loco, que además, permite a Burton recuperar otro de sus personajes favoritos: el enajenado que disfruta de su disfunción con libertad e insolencia. Sin duda, el personaje que encarna Johnny Depp pertenece a la gran familia de perturbados rebeldes burtonianos conscientes de serlo como Bitelchús (Michael Keaton en el filme homónimo), el tándem Batman-The Joker (de nuevo Keaton y Jack Nicholson en Batman), la familia formada por el inventor y Eduardo (Vincent Price y el propio Depp en Eduardo Manostijeras), el voluntarioso y trastornado Ed Wood (de nuevo Depp en el filme del mismo nombre) o el maravilloso fabulador Edward Bloom (Ewan McGregor y Albert Finney en Big Fish), entre otros. Respecto a esta galería, el personaje del Sombrerero Loco ofrece una faz aún más desequilibrada y exhibicionista (aunque sin caer en el insufrible amaneramiento marciano del Willy Wonka de Charlie y la fábrica de chocolate) pero, además, Burton lo desarrolla desde un enfoque melancólico porque, al igual que sucede en el caso de Alicia, este héroe también experimenta una transformación. Al principio de la narración, el Sombrerero Loco es un hombre apesadumbrado, afligido, asolado por una locura que no acaba de asumir y, gracias al proceso de emancipación de Alicia que le servirá de espejo, finalmente alcanzará la plena autoafirmación de su propia singularidad, aunque ésta sea la propia de un demente (de ahí la presencia de la tan criticada secuencia de la deliranza, recurso algo explícito aunque efectivo).
Pero, además, si considero que Alicia en el país de las maravillas es un filme que merece una mayor atención y cariño no es sólo porque recupera los dos motivos conceptuales más importantes del cine de Burton (que también) sino porque además hace gala de algunos de los momentos de puesta en escena más hermosos de su último cine. En concreto, todo la primera parte, repleta de mágicos momentos: el contraplano que precede a la caída de Alicia en la madriguera, los picados y travellings circulares que acompañan la divertida secuencia de la poción reductora y el pastel aumentativo, las atmósferas siniestras y lúgubres que preceden la llegada de Alicia al palacio de la Reina Roja, el acertado uso de la animación digital (especialmente brillante en los momentos protagonizados por el gato de Cheshire), los herrumbrosos y decrépitos escenarios que apuntan la idea de un mundo a la espera de ser revitalizado por la mirada crédula de la joven Alicia, el continuo juego con la mirada de los personajes y con el hecho de que muchos de los personajes presenten los ojos dañados (motivos que apuntan, en sotto voce, que el verdadero tema de la película es la percepción, saber mirar no tanto con los ojos sino con nuestros sueños para advertir que son verdaderos), etc. Todo ello, insiste en la idea de un cierto descenso a los infiernos por parte de la joven, de una cierta pérdida de la gracia que recuerda (por su suntuosidad, oscuridad y riqueza expresiva, además de por los palos recibidos por la crítica) al protagonizado por el personaje de Susie Salmon en la reciente y estimable The Lovely Bones, de Peter Jackson, un filme que también se nutre de ciertos motivos similares a los del mito de Alicia para conformar un discurso metalingüístico y autorreferencial sobre, en este caso, el cine del director neozelandés.
Sin embargo, no podemos obviar los errores que comete la película y que hace que, a pesar de sus dianas formales, no consiga ser el brillante filme que debiera. Me refiero a lastres como la acumulación narrativa que, a partir de la mitad del metraje, comienza a asomar (los episodios se suceden de forma precipitada, sin transiciones coherentes y de forma harto atropellada), la presencia de ciertas concesiones al espectáculo de trazo grueso (el clímax final no está al altura del conjunto ya que la pomposidad y falsa épica que adolece no casa con el tono sombrío e íntimo del resto del relato) y, sobre todo, la falta de emoción, principal defecto que sufre la última producción de Burton, como ya he referido anteriormente. Aquí la sensibilidad se sustituye por la ironía, algo perceptible en la forma cómo retrata el director los mundos antagónicos de la Reina Roja y la Reina Blanca, salvaje pero ameno el primero, justo pero aséptico el segundo, una diatriba en la que sin duda gana el territorio de la primera monarca, más afín a los mundos crueles pero afables de los filmes burtonianos. En resumen y pese a estos defectos, en mi opinión el mito de Alicia le ha servido al director de El planeta de los simios como un estímulo para recuperar algunas de las viejas esencias de su cine aunque, por desgracia, también puede ser una muestra de la deriva autocomplaciente que ha tomado su cine. Sobre si dominará más una tendencia u otra en el futuro, no podemos vaticinar nada pero, por lo menos, podemos fantasear con una próxima obra que corrija los errores de esta Alicia en el país de las maravillas, amplifique sus variados aciertos y nos permita admirar algo del auténtico Burton, aquel que no se parapetaba tras su propia estela de artista admirado.