publicado el 11 de diciembre de 2005
Filme de texturas extrañas y sofisticadas, ‘Demonlover’ (2002) es un fascinante híbrido de thriller erótico, película de suspense y relato de intriga futurista. Dirigido por el polémico realizador francés Olivier Assayas, Demonlover es uno de los títulos más extravagantes y atractivos del último cine fantástico francés, uno de los más potentes generadores de propuestas insólitas de la actualidad. Les invitamos, con su revisión, a introducirse en el enrevesado mundo del espionaje industrial y los subterráneos del negocio del porno en Internet.
Juan Carlos Matilla | En los últimos años, muchos filmes han narrado la evolución de las relaciones humanas dentro de un contexto de avanzada tecnología. En estas obras (inspiradas en el mundo cyber, el manga y las obras de David Cronenberg y Atom Egoyan), el desarrollo de la tecnología aplicada al ámbito de las telecomunicaciones se convierte en el elemento principal de una nueva forma de contemplar la interacción entre los seres humanos que, aunque pueda resultar paradójico, acaba por alejar más a las personas en lugar de acercarlas. Dentro de esta corriente, las obras más destacadas proceden, sin lugar a dudas, de la cinematografía japonesa, y no por casualidad, ya que quizás sea la sociedad nipona la más cualificada para teorizar sobre el asunto debido a su vertiginosa y exagerada saturación tecnológica. Obras tan distintas como Avalon (2001), de Mamoru Oshii, All About Lilly Chou Chou (Riri Shushu no subete, 2001), de Shunji Iwai, Pulse (Kaïro, 2001), de Kiyoshi Kurosawa, A Snake of June (Rokugatsu no hebi, 2002), de Shinya Tsukamoto, o Peep TV Show (2004), de Yutaka Tsuchiya, insisten en la posición distanciadora del medio tecnológico (videojuegos, Internet, cámaras digitales, pantallas de gran resolución) ya que favorece la creación de espacios virtuales que acaban por sustituir a los reales y, por tanto, se acaban convirtiendo en medios de evasión, propicios a la esquizofrenia social. Cercano a todo este mundo por su fijación con la cultura asiática, estoy convencido de que Assayas tenía en mente este particular y frío universo tecnológico nipón cuando realizó Demonlover, un filme que comparte los principales motivos de las anteriores obras: conflictos de identidad, sociabilidad mediatizada por la tecnología, sexualidad singular y fijación por la imagen como única vía para el conocimiento.
La trama de Demonlover pude resultar algo críptica para el espectador despistado. El origen del guión, basado en una libre asociación de ideas que el director corrigió después para dotarlo de una cierta coherencia interna, marcó al filme con un indudable tono arbitrario y confuso que, sin llegar al sin sentido, juega continuamente con los finales abiertos y las tramas inconclusas.
Olivier Assayas es un cineasta incómodo para la mayoría de especialistas, semidesconocido por el gran público y continuamente discutido en su país. Calificado por la crítica gala como el Lars von Trier francés, siempre se le ha acusado de megalomanía, exceso de autocomplacencia, estilo discursivo, vacía complejidad conceptual y esnobismo cultural. En cambio, sus defensores ven en él una actitud poco acomodaticia ante las tendencias actuales cinematográficas, una valiente postura trasgresora en cuanto al estilo de sus filmes y una saludable postura anticonformista respecto a la industria. Apadrinado por el prestigioso festival de Cannes (donde casi siempre presenta sus obras), lo cierto es que resulta difícil posicionarse ante su obra ya que sólo se ha estrenado una película en nuestro país y el acceso a sus filmes sólo es posible mediante los DVD’s de importación o los festivales especializados (es un habitual de Sitges y hace un par de años se le dedicó una completa retrospectiva en Gijón). A pesar de estas limitaciones, lo cierto es que la obra de Assayas que conozco despierta más dudas que certezas. Su filmografía se ha movido entre las plúmbeas adaptaciones literarias (Los destinos sentimentales), aburridas revisitaciones del estilo rohmeriano (Finales de agosto, principios de septiembre), sentidos homenajes, en clave fantástica, a los seriales franceses (Irma Vep) y, finalmente (al margen de su último filme, el drama Clean), el filme que nos ocupa, una extrema propuesta de intriga dotada de una estética cyber y con un enfoque casi apocalíptico que es, de lejos, su mejor película hasta la fecha.
La trama de Demonlover puede resultar algo críptica para el espectador despistado. El origen del guión, basado en una libre asociación de ideas que el director corrigió después para dotarlo de una cierta coherencia interna, marcó al filme con un indudable tono arbitrario y confuso que, sin llegar al sin sentido, juega continuamente con los finales abiertos y las tramas inconclusas. El filme narra la peripecia de la ambiciosa Diane (interpretada por la estilizada Connie Nielsen) una alta ejecutiva de una empresa distribuidora de pornografía afincada en Francia, dirigida por el enigmático Henri Pierre Volf, que acaba de cerrar un pacto de exclusividad con la productora de anime para adultos más importante de Japón. Tras la firma del pacto, dos multinacionales especializadas en porno tientan a la empresa francesa para conseguir los derechos de distribución en la red: Demonlover (una sociedad que tiene contactos con portales ilegales donde se muestran escenas de extrema violencia) y su rival Mangatronics. A pesar de que Demonlover es la mejor situada, Diane, que en realidad es una espía industrial contratada por Mangatronics, hará todo lo posible para boicotear el acuerdo con Demonlover. Tras ser descubierta por los agentes de la empresa rival, Diane verá como todo el mundo que le rodea empieza a desmoronarse, nadie es en realidad quien parecía y el castigo que le espera por su traición será cruel e implacable (y, por supuesto, recogido por las inevitables webcams de los portales de sadismo y tortura que controla Demonlover).
Aparte de las citas continuas a la cinematografía japonesa, el filme recuerda a los paisajes mentales de David Lynch, a las tramas angustiosas y fragmentadas de Atom Egoyan, a la visión entomológica del sexo de David Cronenberg y, por citar algún paralelo en el cine francés actual, al cine de Claire Denis.
Rodada sin trípode y con una constante cámara en movimiento, la puesta en escena de Demonlover, hipnótica y envolvente, resulta del todo acertada ya que subraya el tono derivativo del argumento y puntea a la perfección los escondrijos de la oscura trama mediante el uso de elipsis, cambios de texturas, luces espectrales y un cromatismo apagado. Filmada casi en su totalidad en interiores de avanzado y aséptico diseño, y en exteriores nocturnos inundados por la lluvia, la película se sitúa en un mundo globalizado, absorbido por la codicia y la sed de poder, en el que los seres humanos esconden sus verdaderas identidades y deseos (quizás porque ya no tienen verdaderos sueños), parapetados tras una cascada de imágenes, realidades virtuales y mundos ficticios creados desde portales, webcams y cámaras digitales. Un mundo que, aunque en apariencia parezca real, está a un paso de caer en el vértigo de la ficción (idea que se recoge en el turbio final de la historia cuando Diane ha pasado a formar parte del mundo irreal al que asistía como espectadora).
Aparte de las citas continuas a la cinematografía japonesa, el filme recuerda a los paisajes mentales de David Lynch (sobre todo a los de Lost Highway y Mulholland Drive), a las tramas angustiosas y fragmentadas de Atom Egoyan (imposible no recordar a los personajes de El liquidador), a la visión entomológica del sexo de David Cronenberg (en particular de Crash, filme al de que Demonlover le debe la vida, sobre todo en su visión aséptica del futuro y en la desorientación psicosexual de los hombres que lo pueblan) y, por citar algún paralelo en el cine francés actual, al cine de Claire Denis, la única autora gala que parece compartir las inquietudes de Assayas: voluntad experimentadora, reflexión sobre el estado emocional en coma de la civilización occidental y admiración por los tratamientos desconcertantes y provocativos (basta recordar el jolgorio que provocó en su día su filme Trouble Every Day).
Además, la discontinuidad formal del filme (lleno de saltos temporales, espirales argumentales e imágenes confusas) sirve para insistir en la hipertextualidad de la vida actual.
Con una inquietante banda sonora de unos Sonic Youth en su vertiente más experimental y menos rockista, la película de Assayas es un turbio retrato de una comunidad con agorafobia, que vive encerrada en sí misma y busca cobijo en los lugares equivocados (éste es precisamente el problema de Diane, una mujer sin identidad que no sabe qué decisiones tomar, a qué puerta llamar y a quién confiar sus secretos, y esa desorientación la acaba condenando). Además, la discontinuidad formal del filme (lleno de saltos temporales, espirales argumentales e imágenes confusas) sirve para insistir en la hipertextualidad de la vida actual. Según las palabras del propio Assayas, los hombres en la actualidad "vivimos nuestras vidas saltando de una realidad a otra. Nuestros trabajos se han convertido en algo cada vez más abstracto, cada día nos aislamos más. Nunca tenemos una imagen completa de nada. Es exactamente la conexión de muchas imágenes diferentes lo que conforma nuestra experiencia diaria, las imágenes de los noticiarios de televisión, la realidad digital de los filmes e, incluso, las películas que creamos en nuestras propias mentes. ¿No será que el cine actual ha empezado a filmar nuestra experiencia del mundo?)"[1].
Demonlover no es más que la plasmación en imágenes de este interesante precepto.
Juan Carlos Matilla