boto

film malade

publicado el 3 de agosto de 2007

Cantando mientras explota la bomba

El de sentarse a ver cómo pasa el cadáver de nuestro enemigo es un dicho popular poderosamente (cinemato)gráfico. Anoche pensaba en él y me imaginaba un travelling en el que la cámara registrase simultáneamente el derrotero de una procesión fúnebre y el del enconado rival del muerto siguiéndola a distancia sin poder –ni querer- ocultar un rictus de satisfacción entre sus labios. Pero también pensé en un plano fijo delante del cual pasara el cortejo y que, recién cuando este hubiera desaparecido por la izquierda del cuadro, dejara ver a un hombre sentado a horcajadas sobre una silla y con los brazos apoyados en el respaldo de la misma.

Marcos Vieytes | A Kunal Kohli, director de Fanaa, se le ha ocurrido una tercera posibilidad: plano cenital de una mujer y su hija jugando sobre el lecho congelado de un lago mientras ven pasar un cuerpo a través de la capa translúcida de hielo. Sólo que este no es ni remotamente el cadáver de un enemigo, sino el del propio padre y abuelo de las protagonistas, junto a quien habían estado conversando felizmente minutos antes.

Impactos como este abundan en las casi tres horas de este cruce entre melodrama, musical y thriller político made in Bollywood. Para alegría de los amantes del cine indio en particular y de los géneros en general (no así para los generales del buen gusto, el prestigio artístico, y el lugar común políticamente correcto), Fanaa combina los ingredientes con audacia y desmesura, tiene a un primer actor al que ya vimos en Lagaan que se luce como galán rompecorazones tanto como agente enrolado en la causa por la independencia de Cachemira, graba en la memoria una melodía silbadora tan eficaz como el sentimentalismo de telenovela que cultiva con desembozada gracia, y se vale de un producto pensado como entretenimiento masivo para hacer política en el sentido más elemental del término: devolver a la opinión pública una serie de medidas gubernamentales relacionadas con la soberanía de un país y el de una región en lucha por su autonomía.

La protagonista de Fanaa es una chica ciega que deberá debatirse entre dos amores: el que siente por un guía de turismo y el que le inspira su patria. Una de las primeras secuencias la muestra cantando el himno en dirección a la bandera tricolor de la India que flamea en lo alto, pero el sesgo fuertemente nacionalista del film no conspira contra el disfrute de la película, cuya versatilidad formal delata un espíritu lúdico que contrasta –o relativiza- todo tipo de rigideces ideológicas. Está claro que hay un punto de vista sobre el conflicto India-Cachemira y esa toma de posición es un rasgo de honestidad insoslayable, pero también es evidente que el contexto geopolítico está subordinado a categorías dramáticas cuya simplificación logra dos cosas: i) tornar accesible a todos los espectadores una realidad harto compleja y violenta pero también ii) jugar con esa realidad, especulando en el universo de la ficción con una serie de elementos y decisiones cuya puesta en práctica fuera de él sería de consecuencias trágicas para, de ese modo, relativizar su absolutismo.

La irrupción del canto y del baile incluso dentro de un contexto bélico quiebra toda pretensión naturalista y así pone en el centro de la escena el carácter representativo del espectáculo, cuya naturaleza juguetona delata la seriedad criminal del poder, su ridiculez dogmática

La presencia musical quizás sea el elemento clave que contribuye a instalar una distancia saludable entre realidad y ficción. La irrupción del canto y del baile incluso dentro de un contexto bélico quiebra toda pretensión naturalista y así pone en el centro de la escena el carácter representativo del espectáculo, cuya naturaleza juguetona delata la seriedad criminal del poder, su ridiculez dogmática, la simétrica intolerancia de los bandos en disputa. Esto sucede, incluso, a pesar de las intenciones de los realizadores. Es que el mensaje va por un lado y la expresión del mismo va por otro, más aún en una industria como la de Bollywood que está tan atenta a la plasticidad de los medios expresivos a su disposición. Si hasta el personaje del terrorista cachemiro es dueño de una ambigüedad tal que pone en duda cualquier juicio de valor negativo en su contra. No sólo porque está protagonizado por un ídolo del cine indio y actor de fuerte presencia en pantalla, sino también porque es en boca de quien se ponen los conceptos más realistas sobre el tema de las armas nucleares (sí, no se sorprendan, este es un melo que pasa de un beso a una explosión atómica).

Estructurada en dos grandes partes, con un intermedio entre ambas, toda la película funciona de modo binario. Hay dos bandos nacionales en guerra, un hombre y una mujer enamorados, una heroína y un villano, pero también idas y vueltas entre la ceguera de la protagonista y la posibilidad de recuperar la vista, entre el amor al enemigo y la conciencia del deber, entre la amistad y el amor, entre el tiempo del crecimiento en la casa paterna y la conquista de la adultez fuera de ella, entre la vida urbana y la rural, entre los roles del hombre como padre de familia sedentario o como aventurero sin lugar fijo de residencia. Todo lo cual nos hace pensar paralelamente en Hollywood y Bollywood. En la vitalidad de este último, en la decadencia repetitiva de aquel, y en los cruces posibles entre uno y otro sistema de producción. Pero sobre todo en la poca apertura que manifiestan los mecanismos de distribución cinematográfica occidentales (mayormente manejados por EE.UU.) hacia el variado, vital e imaginativo cine popular de la India. Para el que quiera comprobarlo, les recomiendo conseguir Ecklavya: The Royal Guard, Krrish, Hum Dil De Chuke Sanam o Misión en Cachemira.


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