boto

film malade

publicado el 1 de marzo de 2004

Una aproximación al ‘thriller’ escabroso

El filme malade que os proponemos en esta ocasión es algo peculiar ya que, en lugar de destacar un único título, hemos decidido realizar un breve repaso a las últimas tendencias del thriller estadounidense a partir del análisis de tres películas que, en su momento, sufrieron el desprecio mayoritario de la crítica. Esperemos que este breve estudio sirva para defender la valía de estas tres irregulares pero fascinantes obras y para ofrecer una panorámica general que refleje la complejidad del género policíaco de los últimos años.

Juan Carlos Matilla |

El éxito de crítica y público que obtuvieron en la década en 1990 los filmes El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs, 1990), de Jonathan Demme, y Seven (1995), de David Fincher, supuso un punto de inflexión definitivo en el desarrollo del género policíaco estadounidense. A partir de entonces, el trhiller se convirtió en un género a respetar. Tras años de rechazo y desdén, el público y la prensa comenzaron a valorar en su justa medida las aportaciones de la producción policíaca. Además, el éxito de taquilla de ambos filmes permitió que el thriller abandonase la serie B y comenzara a gozar de mayores presupuestos, actores más atractivos y campañas de publicidad más completas y ambiciosas. Por otro lado, ambas películas inauguraron un nuevo subgénero, que podríamos denominar thriller escabroso o terrorífico (muy alejado del slasher que devastó el cine estadounidense durante la década de 1980).

El silencio de los corderos y Seven señalaron que aún era posible reconducir el género de misterio hacia perspectivas malsanas, inquietantes y enfermizas, a pesar de la ola de puritanismo que invadía (e invade) a la sociedad estadounidense.

Esta nueva corriente se caracteriza por la apropiación de elementos heredados del cine de terror; un exacerbado tono naturalista; tramas dotadas de altas dosis de sadismo, refinamiento visual y sofisticada puesta en escena; fotografía cruda y marcada por los colores fríos; crímenes en fuera de campo; escenarios lúgubres habitados por pérfidos y ambiguos criminales; tramas densas y complejas, y una gran carga de fatalismo y profundidad psicológica. Ninguno de estos elementos era nuevo pero, tras años de asepsia en el género, El silencio de los corderos y Seven señalaron que aún era posible reconducir el género de misterio hacia perspectivas malsanas, inquietantes y enfermizas, a pesar de la ola de puritanismo que invadía (e invade) a la sociedad estadounidense.

La corriente del thriller escabroso ha sido muy cultivada por el reciente cine estadounidense y, aunque es cierto que ha producido obras estimables, también nos ha deparado horribles engrendos como, por citar algunos ejemplos famosos, El coleccionista de huesos (The Bone Collector, 1999), de Philip Noyce; Resurrección (Resurrection, 1999), de Russell Mulcahy, o La celda (The Cell, 2000), de Tarsem Sing. En cambio ha habido un gran número de excelentes filmes que han sido totalmente menospreciados por la crítica y parte del público, y que, en su momento fueron catalogados como meras imitaciones de los patrones narrativos de Seven y El silencio de los corderos (algo que además, desde mi punto de vista, no es nada malo porque los filmes no deben valorarse por su originalidad sino por su calidad). Desde Judex queremos conceder una segunda oportunidad crítica a estos filmes porque, si bien la mayoría no son perfectos, todos tienen los suficientes atractivos como para ser rescatados del olvido. En concreto, analizaremos brevemente tres títulos: Jennifer 8 (1992), de Bruce Robinson; Copycat (1995), de Jon Amiel, y El coleccionista de amantes (Kiss the girls, 1997), de Gary Fleder. Podríamos haber aumentado la lista con obras más recientes (todas ellas excelentes) como Asesinato... 1,2,3 (Murder by number, 2002), de Barbet Schroeder; Insomnio (Insomnia, 2002), de Christopher Nolan, o Identidad (Identity, 2003), de James Mangold, pero los títulos que hemos seleccionado dan una idea bastante clara de las constantes temáticas y estilísticas de este nuevo subgénero y de cómo se pueden pervertir las convenciones de un estilo narrativo clásico para crear obras que conjuguen riesgo y comercialidad, respeto por la tradición y voluntad rupturista.

A pesar de sus diferencias y singularidades, los tres filmes que nos ocupan presentan algunas similitudes. Las más destacables son (además de las constantes del thriller escabroso reseñadas anteriormente): la remodelación de motivos y patrones heredados de otras obras cinematográficas (aspecto que no debe confundirse con el calco ya que, en todas ellas, los modelos no se imitan sin más, sino que se transforman concienzudamente); el tratamiento heterodoxo de la estructura policíaca clásica (las tres películas se liberan en cuanto pueden de la estructura tradicional basada en la encuesta y en la acumulación de pistas y sospechosos); la renovación de los perfiles psicológicos del serial killer (sin excluir la perversión y el sadismo inherentes al personaje); la obsesión por mostrar con toda su acritud, pero sin renunciar a la sutileza, el aftermath (o descubrimiento de los cadáveres); y la adaptación de formas narrativas y visuales que huyen del academicismo y abrazan los puntos de vista subjetivos, los cambios de tono y las ingeniosas soluciones de puesta en escena.

Jennifer 8 es, a todos los niveles, la obra más conseguida de la tríada. Es una magnífica muestra de cine negro, sombrío y siniestro, perfectamente narrado en imágenes pero que goza de una cualidad de la que carecen las otras dos: un intenso romanticismo y un tono melancólico y lírico subrayado por la otoñal fotografía de Conrad L. Hall y la música de Christopher Young. En paralelo a la trama criminal, el filme narra la historia de amor de dos seres a la deriva: un detective con un pasado turbio (interpretado con brillantez por Andy García) que investiga, más por obcecación que por oficio, los crímenes sin resolver de un psicópata que asesina a mujeres ciegas, y el de una joven e ingenua invidente (Uma Thurman) que se convierte en objetivo de la mente enferma del asesino y en el objeto de deseo del detective. Observando el argumento de Jennifer 8 resulta inevitable pensar en joyas clásicas como La escalera de caracol (The Spiral Staircase, 1945), de Robert Siodmak, Sola en la oscuridad (Wait Until Dark, 1967), de Terence Young, o Terror ciego (Blind Terror, 1971), de Richard Fleischer, ya que el filme de Robinson no esconde sus referencias pero las supera ampliamente al dejar al margen la trama criminal para desarrollar un nostálgico relato sobre las segundas oportunidades, la expiación de los demonios interiores y el amor entendido como dominio y obsesión.

Jennifer 8 es, a todos los niveles, la obra más conseguida de la tríada. Es una magnífica muestra de cine negro, sombrío y siniestro, perfectamente narrado en imágenes pero que goza de una cualidad de la que carecen las otras dos: un intenso romanticismo y un tono melancólico y lírico subrayado por la otoñal fotografía de Conrad L. Hall y la música de Christopher Young.

Además de lo ya apuntado, hay que señalar que si Jennifer 8 resulta un filme brillante es sobre todo a causa de elevada estilización formal. Pocas películas del género gozan de un nivel de elegancia visual tan exquisito y delicado: los sugerentes planos que presentan al personaje de la joven ciega (filmados a contraluz); la atmósfera densa y erótica de algunas secuencias; los sombríos nocturnos filmados en el centro de invidentes semiabandonado; el magnífico uso de la luz natural en el último segmento del filme; la excelente secuencia de la fiesta en casa de los amigos del detective (cuyo suspense deriva de la fragilidad del personaje de la muchacha ciega y no a causa del asedio del asesino), etc, conforman un sugestivo compendio de hallazgos expresivos que compensan algunos errores graves de la película como las farragosas secuencias del interrogatorio con el detective de asuntos internos (un histérico John Malkovich) o la absurda presencia de un ridículo sospechoso voyeur que no aporta nada a la historia. Pequeños deslices que no ensombrecen el magnífico acabado final de la película.

Copycat es un filme absorbente y malsano que, por desgracia, no acaba de desarrollar los atractivos potenciales de su trama y de su particular enfoque criminal: la elaboración de un catálogo de los asesinos más célebres de la historia estadounidense reciente a partir de la figura de un aprendiz de serial killer (William McNamara) que decide imitar a sus maestros, instigado por otro maníaco encarcelado (Harry Connick Jr.). Esta original concepción del asesinato entendido como una didáctica otorga al filme un inesperado tono siniestro ya que el crimen es concebido aquí como algo que se expande invariablemente y que, a la vez, se puede racionalizar, exponer y enseñar. Además, en Copycat brillan otras dos excelentes ideas tanto de guión como de puesta en escena: la pervertida relación que se establece entre los dos asesinos y la psiquiatra experta en psicopatías, Helen Hudson (interpretada de manera magistral por Sigourney Weaver), y el brillante dominio del huis clos (o espacio cerrado) que demuestra el director en gran parte del metraje. Helen es, tal y como se dice en el filme, «la musa de los asesinos en serie». Es el fetiche preferido de los criminales, la presa más codiciada porque ella es la única que conoce la verdadera naturaleza de sus torturadas y caprichosas almas. Además, los informes de personalidad que elabora la doctora Hudson sobre los asesinos en serie son los que, en última instancia, los llevan a la cárcel y, por tanto, provocan el reconocimiento público de su anormalidad, algo indispensable para que un asesino pase a las posteridad. Desde el punto de vista de los intereses del criminal, ella es tan benefactora como perjudicial y eso la hace aún más atractiva.

Copycat es un filme absorbente y malsano que, por desgracia, no acaba de desarrollar los atractivos potenciales de su trama y de su particular enfoque criminal: la elaboración de un catálogo de los asesinos más célebres de la historia estadounidense reciente a partir de la figura de un aprendiz de serial killer.

El acecho al personaje de la psiquiatra es (junto a la morbosa recreación de los crímenes más célebres de psicópatas como el estrangulador de Boston, el hijo de Sam o el carnicero de Milwaukee) el elemento visual más llamativo del filme. Helen vive encerrada en un apartamento high tech, trastornada por la agorafobia y la dependencia al alcohol y las pastillas, desde que fue atacada por uno de sus ‘admiradores’. El apartamento es su particular isla desierta pero también una cárcel de fácil acceso para el nuevo asesino. La inquietante amenaza que se cierne sobre Helen es narrada de forma magistral mediante el soberbio uso de la steady cam, que recorre de forma inquietante los espacios de la casa, y el uso de una fotografía llena de contrastes, rica en luces expresivas y sombras tenues. De hecho, la atmósfera de estas secuencias recuerda a las de un gran número de gialli angustiosos como El pájaro de las plumas de cristal (L’ucello dalle piume di cristallo, 1970), de Dario Argento; El día negro (Giornata nera per l'ariete, 1971), del gran olvidado Luigi Bazzoni (cineasta a reivindicar); o La tarántula del vientre negro (La tarantola dal ventre negro, 1971), de Paolo Cavara. En todos estos títulos, el mal recorre los espacios angostos como si fuera una presencia fantasmagórica o casi abstracta, mediante el uso de travellings coreográficos y de efectos de sonido intrigantes. Copycat bebe de esta visión de lo horrible entendido como un ente ominoso que aterroriza no por su lado físico y corpóreo (que también lo tiene) sino por su vertiente indeterminada y sutil.

El problema de Copycat radica en sus balbuceantes momentos dramáticos, como el estúpido asesinato del detective que encarna Dermot Mulroney, los conflictos amorosos de su compañera, la detective Monahan (Holly Hunter), o la previsible relación de ‘hermanas’que mantiene Helen con su amigo gay ideal y sensible (como son la mayoría de los gays que aparecen en las películas americanas, que de tan mansos son una pura caricatura). Además, el filme de Joan Amiel acaba por perderse en su propia trama y, tras su primera y vibrante hora de metraje, se va deshinchando poco a poco debido a que el guión se estira demasiado y no llega a concluirse con el clímax que merecía el brillante planteamiento inicial.

[...] el de El coleccionista de amantes es uno de los retratos de criminales más originales de los últimos años. Casanova (como se hace llamar el asesino en la película) es un demente que goza de un particular don que lo hace único: una cierta dosis de ternura.

En cuanto a El coleccionista de amantes, hay que señalar que, sin duda, es la más floja de las tres obras (aunque también tenga un gran número de aciertos), debido a que es la que muestra una mayor servidumbre a las convenciones más manoseadas del género: múltiples sospechosos, confusión de pistas, evidentes perfiles psicoanalíticos, personajes esquemáticos, etc. Por contra, el mejor acierto de la película se halla precisamente donde flaqueaban las otras dos: en el dibujo de la mente del psicópata. Si el perfil del asesino de Jennifer 8 era el típico psicópata atormentado en su niñez y el de Copycat era un mero aprendiz de maníaco, el de El coleccionista de amantes es uno de los retratos de criminales más originales de los últimos años. Casanova (como se hace llamar el asesino en la película) es un demente que goza de un particular don que lo hace único: una cierta dosis de ternura. No es que sea un monstruo con matices simpáticos y seductores a la manera de un Hannibal Lecter sino que su malignidad deriva de su demencial intento de apropiarse del corazón y el alma de sus víctimas. Casanova secuestra a las mujeres de las que se enamora y las encierra luego para establecer con ellas un ambiguo juego de seducción y dominio. La muerte de las muchachas no es su objetivo final sino la apropiación absoluta de su identidad. En definitiva, el asesino es, al igual que el inmortal personaje encarnado por Terence Stamp en El coleccionista (The Collector, 1965), de William Wyler, un ser enajenado que sólo entiende el amor como posesión absoluta y que reacciona de forma violenta si no es correspondido de la misma forma.

Protagonizada por un sobrio Morgan Freeman y una ajustada Ashley Judd, la película contiene numerosos momentos escalofriantes y sugestivos como el espectacular inicio del filme en el que la voz en off de Casanova nos narra sus primeras (y terribles) correrías donjuanescas; las inquietantes secuencias ambientadas en la guarida del asesino; los tímidos y atemorizados diálogos entre las presas del singular harén; los eficaces contraluces que sitúan al asesino entre la multitud anónima, y el admirable uso del travelling en las secuencias rodadas en los frondosos bosques y en los oscuros pasadizos. Por el contrario, el filme adolece de bastantes puntos débiles como la estúpida relación que se establece entre Casanova y un segundo y poco interesante psicópata que pretende barrerle el terreno, o la falta de tensión que encontramos en la mayor parte de las secuencias ambientadas fuera del escondite del asesino.

En definitiva, estas tres películas, con sus múltiples altibajos, son un perfecto reflejo de la evolución del thriller escabroso, un subgénero que ha ido consolidándose en los últimos años y que se ha expandido más allá de las fronteras estadounidenses como demuestran filmes españoles como Los sin nombre (1999), de Jaume Balagueró, Reflejos (2001), de Miguel Ángel Vivas, o Impulsos (2001), de Miguel Alcantud; franceses como Los ríos de color púrpura (Les rivieres pourpres, 1999), de Mathieu Kassovitz, o El farmacéutico de guardia (Le pharmacien de garde, 2003), de Jean Veber; alemanes como Anatomia (Anatomie, 2000), de Stefan Ruzowitzky, o italianos como Almost Blue (2001), de Alex Infascelli. Incluso, series de TV tan exitosas como CSI han adoptado parte de los elementos más característicos del patrón narrativo iniciado en El silencio de los corderos o Seven. Posiblemente, el tiempo acabe pasando factura a todas estas obras y al igual que el giallo o el slasher, el thriller escabroso llegue a agostarse en sí mismo, pero eso no es excusa para no valorar en su justa medida los grandes hallazgos expresivos que contiene este pernicioso y sombrío híbrido entre policíaco y terror.


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