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publicado el 10 de noviembre de 2009

Más allá de la muerte, el horror

Figura imprescindible y nunca suficientemente reivindicada del cine mexicano, Fernando Méndez (1908–1966) fue el primer cineasta de su generación en abordar con convicción el cine de terror, consiguiendo un notable éxito crítico-comercial con El vampiro (1957). Pocos meses atrás había firmado la primera producción que mezclaba sin prejuicios la lucha libre y el horror, Ladrón de cadáveres (1957), y antes de su prematura muerte firmaría la continuación de su mayor éxito, El ataúd del vampiro (1958), y Los diablos del terror y El grito de la muerte, de 1959, dos curiosas aproximaciones al género en clave de western. Misterios de ultratumba es uno de sus filmes más interesantes: el realizador otorga una unidad visual y dramática fascinante al delirante guión de Ramón Obón y sortea, con aparente facilidad, los elementos más potencialmente ridículos de una trama en la que tienen cabida fenómenos paranormales, muertos vivientes, un asesino con el rostro deformado y referencias al mito de la bella y la bestia.

Pau Roig | Ya desde los mismos títulos de crédito, la película atrapa por completo el interés de los espectadores: Méndez filma estilizados travellings por las estancias ahora sucias y abandonadas de lo que un día fue el Asilo y Sanatorio de Las Mercedes mientras una voz en off nos invita a introducirnos en el más allá: “Desde tiempo inmemorial, la humanidad ha venido inquietándose por una pregunta cuya respuesta no se conoce aún: ¿qué hay más allá de la muerte? Hace mucho tiempo, en este lugar ahora convertido en ruinas habitaba un hombre de ciencia que pudo empero conocer la escalofriante respuesta”. El filme nos sitúa seguidamente en el lecho de muerte de uno de los médicos del asilo, el Dr. Jacinto Aldama (Antonio Raxel, 1922–1999); a su lado, el Dr. Mazali (Rafael Bertrand), le recuerda la sagrada promesa que hicieron un año atrás y cuyo incumplimiento impediría el descanso eterno del fallecido: el primero de los dos hombres de ciencia que muera debe buscar el camino para que el que siga vivo pueda ir y regresar del otro mundo sin morir. La obsesión de Mazali por conocer que hay en el más allá es vista con preocupación por el tercer médico del asilo, el Dr. González (Luis Aragón), que opina que el hombre no debe inmiscuirse en los asuntos de Dios. “Para la ciencia lo imposible siempre está dentro del campo de lo posible”, le espetará Mazari, mostrado en todo momento como un ser arrogante y orgulloso, demasiado seguro de sí mismo. Poco después del entierro de Aldama, los dos médicos participan en una sesión de espiritismo: a través de una médium, el fallecido advertirá a su colega del precio horrible, terriblemente espantoso que deberá pagar en su cometido y le advertirá de la fecha definitiva: el 15 de noviembre a las nueve de la noche “una puerta habrá de cerrarse”. A partir de este momento, un encadenamiento de sucesos llevarán a Mazali a conseguir su objetivo.

Una imposible serie de coincidencias que Méndez y el guionista Ramon Obón [1] presentan de manera abiertamente fantástica, sin lugar para la ambigüedad (aunque sí, y mucho, para la sutileza): la aparición del espectro de Aldama durante la sesión de espiritismo y la visita que poco después hace a su hija Patricia (Mapita Cortés, 1939–2006), a la que hace más de veinte años que no ha visto, así lo confirman; la mujer es la única que verá al difunto como una persona de carne y hueso, aunque no podrá evitar desmayarse cuando, ya en el asilo, contemple un retrato de él. Patricia será la primera pieza de un puzle inexorable orquestado por el propio fallecido para cumplir su promesa: tras visitar el asilo para conocer más detalles de la vida del médico, la mujer accederá a trabajar de enfermera durante un tiempo y pronto despertará la pasión amorosa del propio Mazali y de otro médico joven, el Dr. Eduardo Jiménez (Gastón Santos, nacido en 1931). El primero, demasiado ocupado por su trabajo, nunca había estado enamorado y el despertar de la pasión le llevará a dudar de la necesidad de proseguir su peligroso convenio con Aldama; el segundo ha soñado a menudo con Patricia sin conocerla ni haberla vista nunca, igual que ella: su unión, planteada también como una sucesión de extrañas casualidades, es inevitable y quizá por ello el realizador mexicano filma su primer encuentro de manera original y extraña, aunque profundamente coherente con el tono y el estilo del filme: después de la sesión de espiritismo celebrada en Las Mercedes introduce un plano general de un café concierto en el que Patricia baila junto con otras coristas en un estrafalario escenario en el que se sitúan también las mesas con los asistentes al espectáculo. La primera sensación al ver la imagen es de desconcierto por la atmosfera irreal del local, por la extraña disposición de los elementos escenográficos y por la ausencia de paredes u otros límites espaciales, como si de repente la acción se hubiera trasladado a otro mundo, a otra dimensión. Abundan a lo largo del filme detalles de planificación y puesta en escena que refuerzan la presencia de elementos digamos sobrenaturales en la realidad cotidiana de los personajes, aunque nunca sean percibidos como tales por ellos: Mazali sentirá un escalofrío cuando el fantasma de Jacinto Aldama pase junto a él una noche en el patio del asilo; Patricia ahogará un grito de terror tras ver una misteriosa sombra proyectada sobre su maleta poco después de llegar a Las Mercedes, sola en una amplia sala de estar. El trabajo de dirección de Méndez pone especial énfasis también en la imposibilidad de cambiar el curso de unos acontecimientos planeados de antemano: Mazali nada podrá hacer para detener el amor de Eduardo y Patricia porque es fruto de un destino inamovible, de unos designios de ecos cristianos que se sitúan muy por encima de la voluntad de cualquier ser mortal.

El guión de Ramón Obón, rico en detalles y con una prodigiosa utilización de las acciones paralelas, de inmediato pone en juego otro suceso, otra coincidencia si se prefiere, que resultará fatal para el desarrollo de la trama: los arrogantes intentos de Mazali para tratar una gitana loca internada en el asilo (Carolina Barret) mediante la dulce melodía de una caja de música fracasarán estrepitosamente cuando, en un descuido imperdonable, la mujer agreda brutalmente a uno de los guardias lanzándole ácido sobre el rostro. El herido, Elmer (Carlos Ancira, 1939–1987), será operado de urgencia por Mazali y González pero los médicos poco más podrán hacer que salvarle la vida. “Es preferible morir a tener esta horrible cara”, exclamará el guardia una vez retiradas las vendas que cubrían su rostro en una escena filmada de manera prodigiosa por Méndez: muestra un plano en escorzo del Dr. González y la expresión de horror que apenas puede disimular al ver el rostro desfigurado del guardia; Elmer se levanta de manera precipitada de la camilla en la que está postrado y oímos en off el terrible grito de terror que sale de su boca instantes antes de que un espejo se estrelle en mil pedazos sobre el suelo. Cubriéndose la cara con las manos, el guardia saldrá corriendo del asilo en una escena que remite inequívocamente a títulos clásicos del cine de género estadounidense: no estamos muy lejos de El fantasma de la ópera (Phantom of the opera, Arthur Lubin, 1943), aunque el referente inmediato del director bien pudiera ser The face behind the mask (Robert Florey, 1941), o incluso determinados estilemas y recursos del cine negro (la oscura fatalidad que envuelve de manera progresiva a los personajes y los escenarios puede contemplarse casi como un personaje más). Elmer se refugiará en su casa pero pronto planeará su venganza, momento oportunamente subrayado por Méndez con un primer plano de unos sospechosos guantes negros que el personaje se pone de manera precipitada antes de salir de nuevo a la calle. De noche en el asilo, el guardia conseguirá estrangular a la gitana en el despacho de Mazali, al que ésta había entrado en busca de la caja de música tras escapar de su celda. “Una puerta habrá de cerrarse” había dicho el espíritu de Aldama y así ocurrirá: Elmer escapará sin ser visto y la gitana morirá a brazos de Mazali segundos después de que las puertas de su despacho se cierren por arte de magia sin que el resto de médicos y guardias puedan acceder al interior. Son las nueve en punto de la noche del 15 de noviembre y las palabras de Aldama se han cumplido al pie de la letra. Mazali será condenado a muerte por el asesinato de la mujer: los jueces y sus propios compañeros no podrán creen que la puerta de su despacho se cerrara sola. “Dejemos que la justicia hable” dirá el Dr. González a Mazali y Méndez, en otra inequívoca muestra de su prodigio dominio del espacio y el tiempo cinematográfico, corta a un inquietante primer plano de la soga de un patíbulo.

Pero no será el único fenómeno sobrenatural que intervendrá en cumplimiento de la promesa de su colega desaparecido: tras haber escrito una carta en la que se confesa responsable del asesinato de la gitana, Elmer morirá de un infarto antes de entregarla a la policía y un viento frío y repentino se llevará el sobre calle abajo… La ejecución se hará efectiva en un patíbulo fantasmagórico, mostrado en un sugerente plano general en contraluz que deja entrever poco más que su silueta, y en el mismo momento en el que la soga rompa el cuello de Mazali en el patíbulo –“Quiero el asesino” serán sus últimas palabras– Elmer volverá a la vida en el cementerio en el que ha sido enterrado envuelto en una especie de sudario, sin ataúd. Méndez muestra la resurrección del personaje en apenas dos planos, consiguiendo la máxima expresividad y dramatismo con la más absoluta sencillez: un plano general muestra a Elmer de espaldas a la cámara y llevándose las manos a la cabeza horrorizado al constatar que se encuentra en un cementerio, momento rematado por el sonido de un trueno y un relámpago que desgarra el cielo. La atmósfera, el tono, incluso el estilo de esta escena cortísima consigue transmitir una sensación de desasosiego y fatalismo inequívocamente sobrenatural pese a que no interviene en ella ningún elemento mágico o fantástico. Lleno de barro y de tierra, el guardia revivido se dirige tambaleante hacia el sanatorio sin ser visto. El sonido de una complicada pieza de violín que sólo Mazali podía interpretar (y que ya había interpretado para Patricia en un intento tan pretencioso como vacuo de demostrarle su amor) sobrecogerán a los presentes en el velatorio del médico; el Dr. González pronto constatará que se trata del espíritu del propio Mazali, vivo dentro del cuerpo desfigurado de Elmer: “Jacinto Aldama cumplió su promesa”, dirá el revivido sobre su experiencia en el otro mundo, “Mi espíritu lo sabe, mi cerebro no puede interpretarlo con palabras aún porque llevo el espanto de la muerte entre mis carnes”. Ignora que el fantasma / espíritu del médico aún tiene un as en la manga: la carta inculpatoria del guardia, que aparecerá misteriosamente detrás del retrato de Mazali que preside el velatorio. Incapaz de creer en la reencarnación y aún menos en la resurrección de los muertos, Eduardo acusará a Elmer del asesinato de la gitana; acorralado, éste tratará de huir no sin antes llevarse consigo a Patricia: “No hagas caso de mi rostro, la verdadera belleza se encuentra en el alma” le dirá instantes antes de morir abrasado por un fuego provocado por Jiménez y antes los gritos de horror del resto de internos del asilo, presos de un repentino ataque de histeria colectivo.

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  • [1]. Figura indispensable del cine mexicano de los años cincuenta y sesenta, Ramón Obón (1918–1965) participó en más de una cincuentena de largometrajes entre los que se cuentan algunos de los títulos más destacados del cine de terror mexicano: no sólo sus cuatro colaboraciones con Fernando Méndez –El vampiro, El ataúd del vampiro, Misterios de ultratumba y El grito de la muerte¬– sino también El pantano de las ánimas (Rafael Baledón, 1957), El jinete sin cabeza, La marca de Satanás y La cabeza de Pancho Villa, firmadas por Chano Urueta en 1957, y La loba (Rafael Baledón, 1965). Precisamente en 1965, año de su prematura muerte, firmó su única película como director, Cien gritos de terror.

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    FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:

    México, 1959. 84 minutos. B/N. Director: Fernando Méndez Producción: Alfredo Ripstein Jr., para Alameda Films / César Santos Galindo Guión: Ramon Obón Fotografía: Victor Herrera Música: Gustavo César Carrión Diseño de producción: Gunther Gerszo Montaje: Charles Kimball Intérpretes: Gastón Santos (Dr. Eduardo Jiménez), Rafael Bertrand (Dr. Mazali), Mapita Cortés (Patricia Aldama), Carlos Ancira (Elmer), Carolina Barret (La gitana), Luis Aragón (Dr. González), Beatriz Aguirre (Rosario), Antonio Raxel (Dr. Jacinto Aldama).


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