publicado el 17 de febrero de 2010
Lluís Rueda | Si nos remontamos a la época en que Carl Laemmle Sr. puso en marcha 'Universal Pictures', una compañía modesta dispuesta a competir con las grandes majors de la época con mucho oficio e inventiva, nos damos de bruces con una de las épocas más maravillosas de la historia del cine de terror, del fantástico si nos atenemos a la naturaleza ecléctica de algunas de las propuestas. Entre las décadas de 1930/ 40 cineastas como Paul Leni, Tod Browning, James Whale, Edgar G. Ullmer, Karl Freund, George Waggener y un largo etcétera, profesionales en su mayoría de origen centroeuropeo, se encargarían de poner las bases de una incipiente cultura de estudio que en el ámbito del bajo presupuesto llevaría a la gran pantalla los más conocidos clásicos de la literatura de horror con resultados extraordinarios. Universal Pictures forma parte de nuestra memoria colectiva gracias a films como El fantasma de la Ópera (The Phamtom of the Opera, 1925) de Rupert Julian, El hombre que ríe (The Man Who Laughs, 1928) de Paul Leni, Drácula (Id; 1931) de Tod Browning, Frankenstein (Dr. Frankenstein, 1931) de James Whale o La Momia (The Mummy, 1932) de Karl Freund entre muchos e imprescindibles títulos. La mayoría de estas películas estaban precedidas de una obra literaria o adaptación teatral de éxito que servían de inspiración para libretos libérrimos que se adaptaban a los presupuestos y precipitaban en sagaces puestas en escena.
Pero el caso de un filme como el Hombre Lobo (1941) de George Waggener fue, quizá por ausencia de una obra que concentrara la iconografía necesaria para desarrollar el mito en su traslación a la gran pantalla, casi un producto ideado en su totalidad por el guionista Curt Siodmak. Algo muy parecido podríamos decir de la imagen del monstruo, una extraordinaria invención del gran maquillador Jack Pierce. El mito de la licantropía, arraigado a la cultura clásica y las leyendas de los bersekers en el Europa del norte, apenas hallaba un referente de peso en la literatura y siempre procuraba reformulaciones tan dispares que nos llevarían desde relatos como 'Olalla' de Robert L. Stevenson a obras de sesgo licantrópico, pero de moderna idiosincrasia, como 'El Extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde' ('Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde', 1886) del propio Stevenson. De esta última obra literaria cabe decir que inspiraría notablemente la primera incursión de la Universal en el tema licantrópico: El lobo humano (1935) dirigida por Stuart Walker y mucho más interesante y reivindicable que la posterior El hombre Lobo (1941), férreo punto de partida del remake de Joe Johnston que nos ocupa.
Con estos mimbres, y prácticamente obviando toda la evolución de los licántropos en el cine, la Universal se ha propuesto llevar al hombre lobo a la gran pantalla siguiendo el esquema que le diera réditos con La Momia (The Mummy, 1999) y se emponzoñara como modelo con el deleznable cóctel de monstruos Van Helsing (Id; 2004), ambas de Stephen Sommers . El Hombre lobo (2009) de Joe Jonhston es, instalado en esa rutina temeraria de la productora, un impúdico ejercicio demodé que obvia las etapas de reformulación concentradas en la década de 1980 y se aferra a la esencia del filme de Waggener con innecesaria fidelidad. Jonhston obvia el legado renovador de John Landis, Joe Dante, Neil Jordan o Michael Wadleigh, especialmente de estos últimos dos, con filmes extraordinarios como En compañía de lobos (The Company of Wolves,1984) y Lobos Humanos (Wolfen, 1981), para desarrollar un material monocorde, caduco e intrascendente -legado directamente de la muy sobrevalorada El hombre lobo (1941).
El hombre lobo (2009) es un filme fallido, en ocasiones grotesco y formulario, que carga las tintas en el esquema ideado por el alquimista Curt Siodmak y no participa de una necesaria reinterpretación, renovación o riesgo. Vaya un ejemplo: vista la endeblez del material de partida bien podrían los responsables del guión haber explorado otras vías de interés como la novela de Guy Endore 'El Hombre lobo de París', material base de la inmarcesible La Maldición del hombre lobo (The Curse of Werewolf, 1961) de Terence Fisher. Es bien curioso como un filme que cuida sobremanera su ambientación, con intérpretes de entidad y un diseño de producción estimable, puede irse al traste por una mentalidad conservadora que ha precipitado en un guión desastroso, ineficaz y de una inocencia casi extravagante.
No es un mal planteamiento el llevar la licantropía al terreno de la maldición familiar, ni ahondar en el conflicto de una saga maldita, pero a mi juicio la exploración de ese universo irrespirable, insano, que en ocasiones apunta a instantes que podrían evocar a 'La caída de la casa Usher' de Poe o al relato 'Olalla' de Stevenson es absolutamente redundante, sobredialogado, de un tono folletinesco que podría encajar con mayor acierto en el grueso de melodramas de baja estofa que la propia Universal elaboraba en los tiempos de Carl Laemmle. Con cierto tufillo al Drácula de Bram Stoker (1992) de Francis Ford Coppola, de la que toma prestada un halo romántico muy artificioso amén de lastrado por una indefinición estilística vergonzante, Joe Johnston nos propone un blockbuster ensimismado en efectismos, flashbaks fangosos y situaciones delirantes como la secuencia de la taberna donde hasta el apuntador conoce la mecánica del libreto de Curt Siodmak; balas de plata, luna llena, pentágonos, gitanos... Y eso que no hablamos de una élite de rosacruces victorianos, expertos en leyendas del este o esoteristas viajados, sino de paletos protestantes.
Tan mimético es el filme con su referente de 1941 que incluso Benicio del Toro, un actor capaz y con recursos cae en una suerte de átona inmovilidad facial que nos evoca a aquel Lon Chaney Jr. limitado y con sobrepeso. Si bien podemos celebrar los intentos por dotar al relato de cierto espíritu pulp, como esa aparición del Inspector Aberline, razonablemente acertada, hemos de entender que aquello que podría haber sido un jugoso fresco detectivesco con la idea de Jack el Destripador de fondo, queda apenas en un apunte banal y gratuito. Lo mismo podríamos decir de las exóticas referencias a la India colonial y sus misterios, interesantes quiebros de guión que recorren el film para no aportar absolutamente nada. En ese punto no hubiera estado mal recurrir a ideas prestadas de The Reptile (1966) de John Gilling o, ¿por qué no?, de La bestia y la espada mágica (1983) de Paul Naschy: toda una lección de como trasladar al hombre lobo a un paisaje en el que su poder de seducción podría amplificarse. El filme de Johnston apunta una idea sobre el origen de la licantropía en la India que podría haber dotado al filme de mayores hechuras. Este Hombre lobo (2009) es un producto enquistado en origen que prorroga el conflicto al fuera de campo de una manera que ya no acostumbra el cine del siglo XXI y, en ese sentido, el subrayado de un material ya interiorizado por el espectador en la memoria colectiva resulta insuficiente, parco y pueril.
Con todo, cabe señalar que el filme carga las tintas con voluntad a la hora de potenciar la violencia en los ataques de la bestia, cosa de agradecer, e incluso cuaja alguna secuencia de mérito, como aquella en que la bestia ataca el poblado de los gitanos y un resuelto Lawrence Talbot (Benicio del Toro) intenta abatirla en una frenética persecución por el páramo brumoso que le lleva hasta una suerte de druídico emplazamiento. Son instantes que nos hacen confabular con una medianía que nunca levanta el vuelo, con un filme que se encharca en un segundo acto desastroso y un tramo final delirante, totalmente inapropiado. Cuanto provecho, reitero, podrían haber sacado los guionistas Andrew Kevin Walker y David Self al apunte del pasado del personaje interpretado por Anthony Hopkins en su periplo colonial por la India... Una lástima, se le ocurren a uno mil argumentos para liberar al filme de su parálisis congénita, una maldición más feroz que la del lobo y enquistada en un paisaje sugerente aunque totalmente desaprovechado. Ni tan siquiera el ripperiano callejero de Londres luce como elemento sugestivo en este remake ramplón, apresurado, quizá hecho trizas en una angosta sala de montaje, a saber. Menos mal que siempre nos queda Rick Baker y su labor de efectos especiales para recrearnos la vista: como poco es lo único que nos evoca con sugestiva luminosidad al gran Jack Pierce. Habrá que esperar quién es el siguiente monstruo que domestica esta fábrica de sueños venida a menos. ¡Qué cosas!, cuando no funciona nada hasta el capaz Danny Elfman parece un principiante: la banda sonora de la película se diría un refrito que envenena la sangre de glucosa.