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publicado el 5 de marzo de 2010

Elogio de la insipidez

Pau Roig | Tras firmar uno de los más penosos remakes de películas de terror clásicas y no tan clásicas de los últimos veinte o treinta años –Una noche para morir (Prom night, 2008), a partir del filme homónimo dirigido por Paul Lynch en 1980–, Nelson McCormick y J. S. Cardone vuelven a la carga con una nueva versión de un perverso psycho-thriller de idéntico título firmado por Joseph Ruben en 1987: pese a las notables diferencias que existen entre los dos filmes recreados, la insipidez y el aburrimiento son, otra vez, protagonistas casi únicos de una función diseñada dentro de los más intolerables márgenes de la corrección política imperante.

Versionar la película de Lynch, un torpe slasher surgido a imitación de La noche de Halloween (Halloween, John Carpenter, 1978) aunque con ecos de Fiebre del sábado noche (Saturday night fever, John Badham, 1979), era una tarea quizá no suicida pero sí carente de sentido, y aunque otro director menos incompetente se hubiera hecho cargo del remake los resultados seguramente no hubieran diferido demasiado; algo similar, pero igual de bochornoso, ocurría con la nueva versión de Inocentada sangrienta (April fool’s day, Fred Walton, 1986) firmada por los afamados realizadores independientes The Butcher Brothers (seudónimo de Mitchell Altieri y Phil Flores). Ambos títulos, también el que ahora nos ocupa, muestran con diáfana claridad la triste evolución experimentada por el subgénero desde finales de la década de 1980: de un cine grosero y efectista dirigido a un público adolescente ávido de sangre y sexo –las secuelas de la película de Carpenter y la interminable serie iniciada por Viernes 13 (Friday the 13th, Sean S. Cunningham, 1980), entre muchos otros títulos– se pasó de manera progresiva al humor más grueso que negro y a la autoparodia (asumida o no), para acabar derivando después hacia los terrenos del pastiche presuntamente revisionista que trataba de ocultar su total falta de originalidad y su hipocresía en la cinefilia: ahí están la espantosa franquicia Scream (Vigila quien llama) (Scream, Wes Craven, 1996) y sus numerosas copias, derivaciones e imitaciones, incluida una cuarta entrega que parece está por venir, para corroborarlo. Y llegamos al presente: los slashers vistos en la primera década del siglo XXI, es cierto, prescinden de las generalmente terribles notas autoparódicas que se habían adueñado del horror procedente de Estados Unidos, pero renuncian también a sus principales señas de identidad –léase erotismo gratuito y profusión de efectos especiales de maquillaje– en busca de minimizar los tan temidos problemas con la censura. Con algunas pocas excepciones como San Valentín sangriento 3D (My bloody Valentine, Patrick Lussier, 2009) la suavización, incluso omisión de los contenidos más escabrosos y polémicos –el filme original obtuvo la R de Restringido por parte de la censura, mientras que el que ahora nos ocupa ha obtenido la calificación PG-13, ¡casi para todos los públicos!– va de la mano de una realización de absurdas reminiscencias televisivas, tan plana y falta de nervio como la mayoría de las historias revisadas (hecho acentuado por el concurso cómplice de actores más conocidos por sus papeles en series de televisión que por su presencia en la gran pantalla).

El padrastro (The stepfather, 1987) no era una película gráfica ni muy violenta, pero sí políticamente incorrecta, y quizá el mejor título de un realizador impersonal capaz de dirigir casi cualquier cosa, de La gran huida (Dreamscape, 1984) a Durmiendo con su enemigo (Sleeping with the enemy, 1991), de El buen hijo (The good son, 1993) a Misteriosa obsesión (The forgotten, 2004). Junto con un trabajo de puesta en escena de una bien medida frialdad y un desarrollo implacable, el principal mérito de la producción radicaba tanto en el guión del escritor Donald E. Westlake como en la excelente interpretación de Terry O’Quinn [1]: el padrastro del título es probablemente uno de los sociópatas más interesantes y bien trabajados del cine de horror estadounidense de esa década, un hombre introvertido pero bien educado obsesionado con la idea de crear una familia perfecta. Con este objetivo, seduce a mujeres de mediana edad viudas o divorciadas y con hijos para introducirse progresivamente en sus vidas y acabar casándose con ellas, asesinándolas más tarde o más temprano –generalmente en base a su mal comportamiento, a su “imperfección”– para volver a empezar otra vez el mismo proceso. Diáfana y sangrante representación de los más reaccionarios ideales republicanos norteamericanos (la unidad familiar, el respeto a la tradición, la homogeneidad de pensamiento, el culto religioso), el personaje acababa situándose, gracias a la riqueza de matices interpretativos de O’Quinn, muy por encima de una trama un tanto mecánica centrada en las investigaciones de la hija de la nueva esposa de Jerry Blake sobre el oscuro pasado de su “encantador” nuevo padre. Por desgracia, el cambio del sexo del personaje –el protagonista es ahora un adolescente problemático (Penn Badgley), de vuelta a casa tras pasar un año en una escuela militar– no es el único propuesto por McCormick y Cardone, obstinados como en su anterior colaboración en banalizar y diluir al máximo los contenidos tanto implícitos como explícitos susceptibles de crear algún tipo de tensión o de polémica, un hecho que no resultaría tan terrible si no fuera por la supresión total del soterrado pero estimulante humor negro del filme original (al fin y al cabo una sarcástica aproximación a la vida gris de la clase media norteamericana) y por la falta de sutileza de la que hacen gala: realizador y guionista no muestran el menor interés en mostrar las múltiples caras de un personaje a la vez repulsivo y fascinante, encantador y sádico (incluida una bastante evidente pulsión homosexual), convirtiéndolo con la inestimable colaboración de un Dylan Walsh que se limita a poner cara de enfadado todo el rato en un monigote deprimente incapaz de generar ninguna emoción en los espectadores que no sea la compasión o la pena. Las recurrentes y molestas canciones pop que llenan buena parte de la descafeinada banda sonora y la presencia de Amber Heard luciendo palmito (se pasa más de medio metraje paseándose en biquini pero sin enseñar ni un centímetro más de piel de la cuenta), acaban por situar la producción más cerca de algunas series televisivas para adolescentes de cerebro adormilado populares años atrás –Sensación de vivir (Beverly Hills, 90210, 1990-2000)– que del género en el que pretende enmarcarse.

  • [1]. En el primer plano de la actualidad por su destacado protagonismo en la serie Perdidos (Lost, 2004-2010), Terry O’Quinn volvería a interpretar al sociópata Jerry Blake en la mediocre El padrastro 2 (Stepfather 2, Jeff Burr, 1989) pero no en una tercera entrega infumable realizada directamente para el mercado de la televisión por cable, El padrastro 3 (Guy Magar, 1992), sustituido por el mucho menos convincente Robert Wightman.

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