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publicado el 11 de septiembre de 2005

Ampliación del campo de batalla

Juan Carlos Matilla | La historia del moderno género de horror tiene episodios del todo inesperados. Acostumbrados a las modas miméticas, la servidumbre a los gustos adolescentes y a los triunfos coyunturales y esporádicos, casi nadie podría esperar la resurrección de uno de las últimos clásicos del género, George A. Romero, quien dos décadas después de filmar su última entrega de muertos vivientes -la fallida El día de los muertos (Day of the Dead, 1985), regresa al cine de gran producción con un nuevo episodio de su celebérrima franquicia, una obra que, no nos engañemos, no existiría sin los exitosos filmes de zombis de los últimos años, una inesperada tendencia del actual cine de horror que ha dado una nueva vida a un género que llevaba años perdido en el oscuro mundo de la serie Z y el catálogo de videoclub. Habrá quien observe a esta fascinante (aunque irregular) La tierra de los muertos vivientes (Land of the Dead, 2005), como una obra oportunista y carente de interés, y seguro que no le faltaran acertados argumentos, pero más de allá de las razones de cada cual, lo cierto es que el regreso de Romero no deja de ser un acontecimiento para todos los que hemos admirado en alguna ocasión su obra.

El último filme de Romero supone una continuación natural de la saga de muertos vivientes y retoma algunos de los motivos ya anunciados en la anterior entrega, El día de los muertos (un filme al que La tierra de los muertos vivientes supera ampliamente pero, por desgracia, se queda muy alejado de las dos primeras partes de la saga). En concreto, continúa las referencias que aquélla contenía acerca de la reorganización de la sociedad tras la irrupción del Apocalipsis, la capacidad de razonamiento de los muertos vivientes (e incluso, de revelar una mayor humanidad que los propios vivos, una estremecedora idea que Romero lleva hasta las últimas consecuencia en su nueva obra) y, por último, la amarga descripción de los comportamiento egoístas y brutales del ser humano que se enfrentan a su propia desaparición. A todo esto, Romero suma una visión del revenant más apocalíptica que nunca y con una capacidad de turbación más seca y sucinta que las últimas y más exitosas obras de muertos vivientes: La tierra de los muertos vivientes está muy alejada de los desvaríos videocliperos de la saga de Resident Evil, de las proclamas neohippies como 28 días después (28 Days Later, 2002), de Danny Boyle, de los tratamientos europeos más realistas (la obra de Andrew Parkinson o la magnífica Les revenenats, 2004, de Robin Campillo) o, incluso, de las acertadas actualizaciones como la soberbia Amanecer de los muertos (Dawn of the Dead, 2004), de Zach Snyder.

Aunque, si en la evolución de la figura del muerto viviente, Romero muestra una incuestionable coherencia con el resto de su obra, en el ámbito de la puesta en escena más que de una evolución deberíamos hablar de una suspensión. Y es que, no nos engañemos, La tierra de los muertos vivientes es un filme completamente anacrónico. Sus formas visuales, el lento desarrollo narrativo, las enfermizas escenas de gore, el nihilismo de sus diálogos y la seca descripción de ambientes y personajes nos retrotraen a una época (la década de 1970 y la serie B splatter de la de 1980) que fascinará y llenará de nostalgia a una parte de la audiencia (entre la que me encuentro) pero me temo que desconcertará a la mayoría (sobre todo a la más joven, incapaz de reconocer la herencia gore de aquellos años). Así, el filme se mueve entre los ya lejanos thrillers políticos de serie B de John Carpenter (1997: rescate en Nueva York o Están vivos) y los desmelenes gore de Lucio Fulci (Nueva York bajo el terror de los zombis o El más allá), una combinación cuya capacidad de irritación dependerá del grado de nostalgia de cada cual. Pero, en mi opinión, este anacronismo no debería confundirse con la autocomplacencia ya que Romero nunca cae en la mera reproducción de los lugares comunes de su filmografía sino que la naturaleza autorreferencial y subversiva de su cine no casa con las actuales formas visuales por lo tanto, al igual que Carpenter o Tobe Hooper, Romero prefiere permanecer al margen de la evolución del género con todo lo que conlleva: adquirir un aislamiento forzado y una gran sensación de extrañamiento.

La tierra de los muertos vivientes vuelve a demostrar que Romero es un acertado retratista del horror extremo, cuya obra acaba siendo un lúgubre (pero brillante) dechado de violencia, insania y muerte, temas universales que son reflejados sin sensacionalismos de ningún tipo y siempre bajo la seca y áspera mirada de un creador que observa inmisericorde la metamorfosis apocalíptica de la sociedad contemporánea

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El problema es que este inmovilismo estético también reproduce algunos de los errores habituales del cine de Romero, lo que impide que hablemos de La tierra de los muertos vivientes como una obra plenamente conseguida, aunque sí llena de atractivo. Me refiero a su molesta tendencia a la reiteración, a la ausencia de densidad dramática en algunos pasajes y a un abuso de efectos de montaje que buscan más el mero sobresalto que la más profunda inquietud. Estos defectos siempre han ensombrecido la plena corrección de algunos de sus filmes (más devastadores en la anterior entrega de la saga que en la actual), razones por la que su obra nunca ha sido del todo bien considerada en algunos círculos.

Pero, al margen de estas breves consideraciones negativas (que, insisto, no consiguen enturbiar en exceso la satisfacción que produce la visión del filme), La tierra de los muertos vivientes vuelve a demostrar que Romero es un acertado retratista del horror extremo, cuya obra acaba siendo un lúgubre (pero brillante) dechado de violencia, insania y muerte, temas universales que son reflejados sin sensacionalismos de ningún tipo y siempre bajo la seca y áspera mirada de un creador que observa inmisericorde la metamorfosis apocalíptica de la sociedad contemporánea. Así, la puesta en escena (casi una puesta en abismo) del filme refleja toda la angustia y la sordidez del universo romeriano a partir de la presencia de una serie de mecanismos dramáticos y visuales recurrentes en su obra: los ambientes claustrofóbicos y ruinosos, los encuadres desasosegantes, la exasperante dilatación del tempo narrativo, la espacios inertes vistos como una proyección la vacuidad del alma humana, la extrema nocturnidad del relato, la ausencia de luz y/o esperanza en las acciones de los personajes, el elevado dramatismo de sus vivencias (a retener esa secuencia en la que un miembro del cuerpo de seguridad que se dedica a exterminar zombis, es mordido por uno de ellos y preso de la desesperación y el pánico más atroz, se dispara un tiro a bocajarro ante sus propios compañeros), la delectación por las escenas más gore y virulentas, el para nada sutil sentido del humor negro y, por último, esa capacidad de Romero por trufar sus historias de sensacionales fugas de lirismo oscuro como el bello travelling que abre el filme, en el que se muestra a una serie de zombis vagando al anochecer por un parque e intentando repetir los actos que realizaban en vida (un alucinando movimiento de cámara que utiliza la epifanía como siniestra arma narrativa), los recurrentes planos aéreos y planos cenitales que muestran a las hordas de muertos vivientes recorriendo las calles de la ciudad (una suerte de plaga mórbida que contiene más de un paralelismo con nuestro propio comportamiento como seres sociales) o los inquietantes planos picados que muestran a los zombis saliendo de las aguas del río (una imagen de carácter apocalíptico y surreal muy característico del cine del creador de Martin). Motivos que justifican plenamente la existencia y calidad de esta nueva obra de Romero, un verdadero filme-isla dentro del panorama actual del cine de horror estadounidense, un ámbito poco dado a la reflexión y al discurso de autor.


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