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publicado el 18 de abril de 2005

A vueltas con el psicoanálisis

Cajas chinas, espejos infinitos, máscaras que esconden secretos, falsas apariencias, surrealismo militante. Cine apasionante y desasosegante, los filmes de Raoul Ruiz se sitúan en una línea insólita dentro del cine fantástico "de autor" europeo: aquella que une el respeto a los clásicos y la trasgresión, el juego y la solemnidad, el sueño y la razón, las verdaderas alteradas y la mentiras necesarias, la realidad y la ficción.

Juan Carlos Matilla | En este apartado dedicado a los filmes malditos no pretendemos reivindicar obras imposibles y dar credibilidad a películas indignas sino poner en su lugar a títulos que, a causa de los prejuicios de la crítica o del público amante del género fantástico, han quedado marginados a pesar de la relevancia de sus propuestas. De esta manera, por estas líneas irán desfilando filmes que, a nuestro juicio (siempre modesto, nunca dogmático), merecen una revisión. Obras maestras escondidas, filmes fallidos que tienen suficientes elementos de interés para ser rescatados, películas "menores" de grandes autores ensombrecidas y menospreciadas por el peso de sus clásicos reconocidos, y títulos que se escapan de las convenciones del género pero que son afines a su imaginería visual. Para inaugurar la sección hemos creído conveniente recuperar una película del gran director chileno Raoul Ruiz, Genealogías de un crimen (Généalogies d´un crime, 1997).

Genealogías de un crimen fue una obra recibida en todo el mundo con disparidad de opiniones desde su presentación en el festival de Berlín de 1997, donde fue galardonada con un Oso de Plata por su contribución artística. Obra imperfecta, fallida en algunos momentos pero rebosante de ingenio e interés, este inaudito thriller psicológico ocupa un lugar privilegiado entre las propuestas más arriesgadas y extravagantes del fantástico francés de las últimas décadas, donde se encuentran títulos tan atractivos y delirantes cono Irma Vep (1996), de Olivier Assayas, o Anna Oz (1996) de Eric Rochant.

Nacido en la localidad chilena de Puerto Montt en 1941, Raoul (o Raúl) Ruiz comenzó su carrera artística en diversos canales de radio y televisión de Argentina, México y Chile como guionista y realizador de series y melodramas, etapa que le marcó profundamente y cuyas huellas aún son perceptibles en su cine (como el maniqueísmo formal, el folletín, las relaciones turbulentas y la defensa de los temas más propios del material narrativo de la serie B). También inició una fructífera carrera como autor teatral, con más de treinta obras de carácter vanguardista, muy influenciadas por el surrealismo y la técnica teatral de Bertolt Brecht, que él mismo se encargó de poner en escena. Militante del partido socialista chileno, el golpe de estado del general Augusto Pinochet le obligó a exiliarse primero en Argentina y después en Francia, donde se estableció definitivamente y rodó sus películas más conocidas. Su filmografía abarca títulos de distintas nacionalidades y entre los que destacan los siguientes: Tres tristes tigres (1968), La vocation suspendue (1977), L´hipothèse du tableau volé (1978) o Le territoire (1981). En sus películas, Raoul Ruiz propone continuos juegos de espejos, elabora inquietantes imágenes oníricas y construye enigmas sobre la personalidad múltiple y donde, además, desarrolla con firmeza su personal estilo visual: bizarro, hipnótico, distante, formalista pero sugerente.

El director se divierte con Genealogías de un crimen mostrándonos a sus marionetas moverse entre las arenas movedizas del subconsciente

En la década de 1990 su cine se hace más accesible al público de toda Europa, y por primera vez consigue distribución comercial en las salas españolas, gracias a la presencia de grandes actores franceses e italianos que protagonizan sus obras, como Marcello Mastroianni, Anne Perinaud, Catherine Deneuve o Isabelle Huppert, y del apoyo de diversos productores con pedigrí entre el cine de autor europeo. Entre todos ellos destaca su colaboración con el portugués Paulo Branco, responsable de la producción de numerosos filmes de autores consagrados por la crítica mundial como Wim Wenders, Manoel de Oliveira o Alain Tanner. A este periodo pertenecen títulos como: Tres vidas y una sola muerte (Trois vies et une seule mort, 1995), extraordinario tour de force de Mastroianni que interpreta a un hombre que vive de manera simultánea cuatro vidas paralelas; Genealogías de un crimen, su obra más hermética y controvertida, un thriller que gira en torno al psicoanálisis y a la naturaleza de los impulsos homicidas, aspectos que satiriza con un sensacional uso del humor absurdo; En brazos de mi asesino (Shatteres image, 1998), fallida incursión en el cine estadounidense del que consigue salir bien parado gracias a no haber renunciado a su particular estilo a pesar de las deficiencias del guión; Le temps retrouvé (1999) y Les ames fortes (2001), adaptaciones de las obras homónimas de Marcel Proust y Jean Giono respectivamente; y la que sin duda es una de sus mejores obras: La comedia de la inocencia (Comédie de l´innocence, 2000), una inquietante reflexión sobre la monstruosidad infantil enclavada entre el género fantástico y el melodrama familiar.

A pesar de la aparente complejidad del filme, pródigo en laberintos y dualidades, el esquema argumental de Genealogías de un crimen es bastante simple y lineal. Una abogada experta en defender casos imposibles y causas perdidas, denominada Solange (interpretada por Catherine Deneuve en su característico registro gélido que, en este caso, se adapta perfectamente al tono de la película), acepta la defensa de un muchacho, René (Melvin Poupad), acusado de asesinar a su tía Jeanne, un experta psicoanalista infantil que llevaba estudiando durante quince años los instintos asesinos de su sobrino. Sólo hay un testigo del crimen, el doctor Didier George (espléndido y divertidísimo Michel Piccoli), un colega de Jeanne que lidera una misteriosa sociedad de psicoanalistas. Solange comenzará a investigar el caso mientras se va identificando con la figura de la psicoanalista fallecida y se va enamorando del muchacho acusado. Finalmente, la abogada destapará un caso de inducción al homicidio por parte del grupo de psicoanálisis que, con sus perversos y teatrales métodos, empujaron al joven a llevar a cabo el homicidio. El sacrificio de los miembros del grupo, que se suicidaran con veneno durante un macabro cocktail, no conseguirá enterrar los múltiples interrogantes que aún acechan a la protagonista, preocupada por los enigmas del subconsciente de René y por la naturaleza de sus propios instintos violentos…..

Sátira sobre la profundidad y el legado del psicoanálisis en el arte del s. XX, farsa sobre los mecanismos que articulan y rigen los thrillers (que Ruiz se encarga de desmontar uno a uno), pieza de cámara sobre el absurdo y la condición grotesca del ser humano, el director se divierte con Genealogías de un crimen mostrándonos a sus marionetas moverse entre las arenas movedizas del subconsciente, jugando con sus destinos y voluntades. A R. Ruiz le interesa aquí montar una siniestra commedia dell´arte mediante recursos expresivos desmesurados, teatrales, casi operísticos (los colores saturados y los decorados delirantes, los espacios que recuerdan escenarios de teatro, los elaborados tableaux vivants, la música que subraya continuamente el material narrado, etc.) y unirlos a su característico catálogo de motivos (enigmas, espejos, superficies cristalinas, falsas apariencias, estatuas, retratos, sombras, personajes que intercambian sus roles, etc.) y de elementos de la puesta en escena y la planificación (saltos de eje, travellings sinuosos, ángulos excesivamente enfáticos, ingeniosos cambios del punto de vista, montaje subjetivo, etc). R. Ruiz mezcla en su película una elegante gama de colores y escenarios propios de un melodrama Universal de la década de 1950, la densidad de la luz heredada del expresionismo, la atmósfera recargada y sensual del giallo y los laberintos borgianos con el tono surrealista (aquí más cerca de la ironía de Buñuel que de la delicadeza visual de Cocteau) y el distanciamiento típico del conjunto de su obra, heredado del teatro de B. Brecht, Eugène Ionesco y del collage cinematográfica de Jean-Luc Godard.

Raoul Ruiz, al igual que Brian de Palma o el mejor Darío Argento, retoma distintos motivos y elementos del cine de Alfred Hitchcock para construir el esqueleto formal del filme

Raoul Ruiz, al igual que Brian de Palma o el mejor Darío Argento, retoma distintos motivos y elementos del cine de Alfred Hitchcock para construir el esqueleto formal del filme. Esta apropiación, que por momentos se acerca al plagio más descarado sin caer en él, no es sólo una excusa argumental para levantar una historia más o menos sugerente sino que es más bien una perversión de los temas hitchcockianos clásicos, una vuelta de tuerca más al cine de pasiones e instintos, una visión sin complejos de la lección del maestro a manos del discípulo descarado e insolente. R. Ruiz rescata y a la vez satiriza distintos elementos del autor de Los pájaros (The birds, 1963) como el uso desfasado de las teorías psicoanalíticas (más cercano a Marnie, la ladrona (Marnie, 1964) que a Recuerda (Spellbound, 1945); la estilización del crimen; el tema del doble; el motivo del deseo oprimido que se libera violentamente; la fantasmagoría o la agobiante presencia de la huella de un personaje ausente (a la manera de Rebeca (Rebecca, 1940); las relaciones sexuales obsesivas y mórbidas; la abundancia de fetiches (el carmín, el cuchillo); la sana intención de manipular al público; la banda sonora (obra de su colaborador habitual, Jorge Arriagada) con evidentes ecos de Bernard Herrmann; la planificación creativa y expresiva que se basa en la insistencia en el misterio y el frenesí de los acontecimientos (basta pensar en la composición del magnífico inicio del filme, nocturno y turbador, así como de la secuencia, casi una epifanía, de la llegada de la abogada Solange a la mansión de la difunta Jeanne, rodado en un tono similar al de Rebeca y Encadenados (Notorious, 1946), etc. Todo ello está filmado con continuas ruptura de tono, giros argumentales y bastantes dosis de sinrazón. De esta manera se hace evidente el enorme distanciamiento que existe entre el material narrado y el director, que filma de forma transgresora y abrupta, y los actores, que interpretan a sus personajes con registros antinaturales: hieráticos y glaciales unos (C. Deneuve), histéricos y sobreactuados otros (M. Piccoli).

La filmografía de R. Ruiz es un claro exponente de cómo una de las constantes más comunes del cine fantástico de los últimos años (y en general, de todos los géneros), la criticada noción de postmodernidad, se puede integrar perfectamente en el relato fílmico. En resumen, por postmoderindad cinematográfica se entiende la tendencia a desarrollar un imaginario cinematográfico que parte y se nutre directamente de referencias extraídas de la misma historia del séptimo arte. Cine dentro del cine o cine que se mira a sí mismo, las múltiples citas, los continuos homenajes, el saturado collage y los plagios se erigen cono nuevas formas visuales y temáticas. El fantástico ya no se alimenta de otros ámbitos, ya no se inventa nada. Todo se recicla, se reconstruye y, en la mayoría de los casos, se imita sin gracia, sin distanciamiento. Este el principal defecto de la postmodernidad cinematográfica: la mayoría de directores se limitan a mancillar el nombre de los autores saboteados, a los que plagian e insultan en sus filmes. En cambio, existen nombres como Tim Burton, David Lynch, David Fincher, Peter Jackson y un largo etcétera (a veces, se nos olvida que en la actualidad existen un gran número de directores de género de primera fila), que demuestran cómo se puede retomar los temas, iconos, motivos y sentido de la puesta en escena de clásicos del cine como la producción de la Hammer, las cintas de Hitchcock, el cine expresionista alemán o el surrealismo de Luis Buñuel, de manera honesta, renovadora y enriquecedora. A este grupo pertenece, sin duda, el estimulante cine de R. Ruiz.


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