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publicado el 3 de noviembre de 2010

Preguntas sin respuesta

Pau Roig | Con un coste aproximado de 11.000 dólares y una abrumadora campaña publicitaria que multiplicaba su presupuesto al infinito, Paranormal activity (Id., Oren Peli, 2007) recaudó más de 100 millones de dólares en todo el mundo, conformando un fenómeno social quizá demasiado parecido al de El proyecto de la bruja de Blair (The Blair witch project, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, 1999) y despertando de nuevo el interés de los grandes estudios por el terror y el formato del falso documental. Paramount ha invertido casi tres millones en la producción de una secuela que ha estado sumida en un absoluto secretismo hasta el día de su estreno, oculta tras una de las campañas publicitarias más tramposas que se recuerdan y motivo de especulaciones interesadas y falsas polémicas que no se traducen de ninguna manera en la gran (¿pequeña?) pantalla.

Paranormal activity 2 parece haber sido construida expresamente para todos aquellos que consideraron que la peliculita de Oren Peli era una monumental tomadura de pelo disfrazada de brillante operación comercial, ya que prácticamente no cambia ni una coma de su estilo y de su desarrollo y lo que es peor, habilita de manera previsible la realización de nuevas secuelas y precuelas con guiños y referencias (el hecho que la acción empiece dos meses antes del inicio del filme original, la presencia anecdótica de sus dos protagonistas, vagas referencias a hechos misteriosos ocurridos años atrás en relación con un tablero de ouija), pero sin desvelar prácticamente nada de su (teórica) trama de espíritus malignos y fenómenos sobrenaturales. Nada que reprochar a nivel comercial, pues, al endeble guión de Michael R. Perry, Christopher Landon y Tom Pabst, un desangelado calco del título precedente que vende como aportaciones originales dos “novedades” que no deberían poder calificarse como tales: el aumento de personajes (de un matrimonio sin hijos pasamos a una familia formada por cuatro miembros, cinco contando el perro) no sirve para una mayor profundización en su psicología ni en las relaciones que se establecen entre ellos, ni la duplicación de los puntos de vista (a las filmaciones caseras de vídeo se le añaden aquí los planos filmados por las cámaras de seguridad instaladas en la casa) sirve para la creación de un mayor clima de inquietud o tensión. El resto, o sea todo, es exactamente igual que en la película de Oren Peli, pero carece por completo de su capacidad de sorpresa y de su (discutible) intensidad terrorífica: ¿por qué el director Tod Williams se empeña entonces en introducir sustos tontos uno tras otro en los interminables planos generales fijos que se van alternando de manera tan arbitraria como mecánica? ¿Genera algún tipo de terror estar contemplando durante la primera mitad del metraje paellas que se caen al suelo, puertas que se abren y se cierran solas, un perro que se comporta de manera misteriosa y un niño de un año que de vez en cuando se pone a llorar sin motivo aparente?

Nada de lo que sucede a lo largo del metraje tiene en verdad mucho sentido: la ausencia de música diegética y de movimientos de cámara (excepto en los planos filmados por los propios protagonistas) obliga al espectador a un sobresfuerzo de atención y concentración que no es satisfecho de ninguna manera, tampoco en los momentos más pretendidamente espectaculares / terroríficos, como la secuencia en la que Kristie (Sprague Grayden) es arrastrada por una fuerza invisible desde la habitación de su hijo hasta el sótano (idéntica en prácticamente todos los aspectos a una escena mucho más sencilla e impactante de Paranormal activity) o el momento en el que el padre (Brian Boland) y su hija adolescente de un matrimonio anterior (Molly Ephraim) deben valerse de la visión nocturna de la cámara porque se han quedado sin luz, una escena mareante y absurda directamente copiada del clímax final de Rec (Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007) pero tan mal planificada y filmada que apenas se aprecia nada. A diferencia de la primera entrega, además, la multiplicidad de puntos de vista y el recurso constante a los planos obtenidos por las cámaras de seguridad (mostrados con una molesta regularidad y prácticamente en el mismo orden: la piscina exterior, la puerta de entrada desde el recibidor y la escalera, la cocina, la sala de estar) impide cualquier identificación o empatía con los protagonistas, que nunca llegan a despertar interés ni a hacer partícipes a los espectadores de su terrorífico drama, menos aún cuando a nivel argumental la cinta está plagada de tópicos rancios más propios del cine de terror adolescente de la década de 1980: desde las referencias al tablero de ouija antes apuntadas al ridículo personaje de la criada mexicana que tratará de purificar / exorcizar la casa del Mal que la amenaza, todo en el aspecto narrativo huele a cliché sobado, a tópico desprovisto de verdadero significado, configurando un refrito que, es cierto, podría haber sido incluso divertido si no fuera por la ausencia deliberada e intolerable de apuntes irónicos, reflexivos o de ninguna otra clase. Lo peor de todo, de hecho, no son los tres millones de dólares invertidos en su producción (juntando unos cuantos vídeos del You tube seguramente se habría ahorrado dinero y hubiera quedado algo más apañadito), sino las trampas y artimañas de una aparatosa –y denunciable– campaña de marketing y publicidad construida en su mayor parte a partir de imágenes y escenas que no aparecen en el montaje
final.


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