publicado el 21 de junio de 2011
El éxito de las producciones de Val Lewton para la RKO, en contraposición a la decadencia estrepitosa del ciclo terrorífico de la Universal, motivó una tímida respuesta por parte del resto de estudios de Hollywood. La bestia con cinco dedos ocupa un lugar sobresaliente entre ellas, tanto por su decidida apuesta por el horror gótico y su chocante humor negro de ribetes (auto)paródicos como por el inaudito concurso de tres figuras clave del terror clásico, el director Robert Florey (1900-1979), responsable de El doble asesinato de la calle morgue (Murders in the rue morgue, 1932), el guionista Curt Siodmak (1902-2000), autor de los libretos de El hombre lobo (The wolf man, George Waggner, 1941) o La zíngara y los monstruos (House of Frankenstein, Erle C. Kenton, 1944), entre otros títulos, y el actor Peter Lorre (1904-1964), protagonista de una de las mejores –y menos revalorizadas– producciones del período, Las manos de Orlac (Mad love, Karl Freund., 1935).
Pau Roig |
Tras el enorme éxito experimentado sobretodo durante la primera mitad de la década de 1930, y exceptuando las siete producciones de Val Lewton –aunque algunas de ellas difícilmente pueden inscribirse en el terror puro y duro, como La séptima víctima (The seventh victim, 1943) y Bedlam, hospital psiquiátrico (Bedlam, 1946), de Mark Robson, o La maldición de la mujer pantera (The curse of the cat people, Gunther von Fritsch y Robert Wise, 1944)–, el género terrorífico pronto dejó de interesar a los grandes estudios. Con la excepción de la ya citada El hombre lobo, en menor medida también El fantasma de la ópera (Phantom of the opera, Arthur Lubin, 1943), la Universal rebajó progresivamente el presupuesto y por desgracia también la inventiva de sus producciones, centrándose de manera prácticamente exclusiva en secuelas de saldo de sus éxitos pasados; la Metro-Goldwyn-Mayer, por su lado, fracasaba estrepitosamente en su voluntad de convertir la novela clásica de Robert Louis Stevenson en una especie de panfleto moralista / edificante –la ridícula El extraño caso del Dr. Jeckyll (Dr. Jeckyll and Mr. Hyde, Victor Fleming, 1941)–, aunque poco después estrenaba la que probablemente sea la obra maestra indiscutible de la década, El retrato de Dorian Gray (The picture of Dorian Gray, Albert Lewin, 1945), filme de una complejidad, radicalidad y riqueza tan sorprendentes que lo convierten en una auténtica rara avis, incluso dentro del género. La Columbia, dejando de lado sus sonrojantes explotaciones de los éxitos de la gran U –The undying monster (John Brahm, 1942), Cry of the werewolf (Henry Levin, 1944) – se acercaba al mito de los muertos vivientes y la vida eterna en la aún demasiado desconocida Soul of a monster (Will Cowan, 1944), propuesta por momentos fascinante aunque lastrada por un irritante afán moralizador similar al de la realización de Fleming, mientras que tras el comprensible fracaso de The return of Doctor X (Vincent Sherman, 1939) la Warner se mantendría al margen del horror en cualquiera de sus vertientes. La crisis del género, en su acepción más clásica, existió, aunque más en términos de calidad que de cantidad: ahí están las recurrentes producciones de pequeñas compañías de corta actividad como Monogram, Republic o Producers Releasing Corporation (la única que cuenta en su filmografía con una pequeña obra maestra, Strangler of the swamp, dirigida por Frank Wisbar en 1946) para constatar el paulatino paso del terror de producciones de serie A o lujosas series B a los pantanosos terrenos de la serie Z y, con él, a la pérdida de su idiosincrasia y de sus señas de identidad en base a la repetición y al triste refrito de historias y personajes. La bestia con cinco dedos, obviamente, bebe de esta tendencia digamos decadente, asumiendo hasta cierto punto su condición de canto del cisne de una determinada y ya desfasada manera de abordar el horror –así puede entenderse en buena medida el concurso de Florey, Siodmak y Lorre, no tanto que se trate de una producción de la Warner–; al mismo tiempo, de manera paradójica, asimila ideas, influencias y recursos de otros géneros que acaban por diluir su propia naturaleza.
La película se inspira en un relato de William Fryer Harvey (1885-1937) de idéntico título español, publicado originalmente en 1928 e inspirado hasta cierto punto en la novela 'Les mains d’Orlac' (1920) de Maurice Renard. Transcurre en el imaginario pueblo italiano de San Stefano en los últimos años del siglo XIX, escenario que sirve tanto para dotar de un caducado exotismo a la trama como, más importante, para dotarla de un distanciamiento impensable en la mayoría de producciones terroríficas de esos años. San Stefano es presentado por Siodmak y Florey como un lugar alegre y tranquilo en el que aparentemente nunca pasa nada; un humor de opereta un tanto trasnochado marca los primeros compases de la trama y la presentación de los principales personajes, confiriendo al conjunto un tono de farsa del que ya no conseguirá desembarazarse más que en momentos muy puntuales. A diferencia de la mayoría de incursiones en el género de esa década, no hay en La bestia con cinco dedos un protagonista destacado, a no ser la pequeña criatura a la que hace referencia el título, una mano aparentemente dotada de vida propia que se acaba erigiendo en estrella indiscutible de los mejores –y más justamente recordados– momentos de la función. La utilización de un reparto coral resulta un hecho bastante relevante porque, al lado de la ya apuntada ambientación digamos (pseudo)exótica, refuerza su carácter irónico (decir cómico sería exagerado, aunque quizá desmitificador no lo sea tanto). Conrad Ryler (Robert Alda) es el primero en aparecer en escena, un músico en horas bajas que malvive realizando pequeñas estafas a los turistas de la zona; lo siguen rápidamente y por orden un comisario de policía de pocas luces, Ovidio Castanio (el recurrente J. Carrol Naish), un pianista con la parte derecha del cuerpo inmovilizada a causa de una grave enfermedad, Francis Ingram (Victor Francen), la joven enfermera a su cargo, Julie Holden (Andrea King), y su secretario personal, Hilary Cummins (Peter Lorre). Los tres últimos viven en una lujosa mansión un tanto apartada del pueblo, Villa Francesco, escenario menos claustrofóbico de lo deseable en el que transcurrirá la práctica totalidad de la acción: enamorada de Conrad, Julie pretende regresar a Estados Unidos pese a que sus cuidados han contribuido a una notable mejoría de la salud de Francis, permitiendo de paso que Hilary dispusiera de más tiempo libre para encerrarse en la biblioteca entre libros de cábala y astronomía, dando rienda suelta a sus delirios de grandeza: “La clave del futuro sólo la conocían los antiguos astrólogos. Ha estado perdida desde que quemaron la biblioteca de Alejandría y ahora estoy a punto de redescubrirla” confesará a la enfermera al ver amenazados sus estudios, aunque sin conseguir despertar en ella ni siquiera el menor interés, ni siquiera compasión. En menos de un cuarto de hora de metraje director y guionista ya han presentado al reparto y en los minutos siguientes imponen el primero –y más importante– punto de inflexión argumental: poco después de rubricar su testamento ante la presencia de sus amigos y de su abogado Duprex (David Hoffman), Francis Ingram fallecerá al caer por las escaleras montado en su silla de ruedas. El entierro y la posterior lectura de su última voluntad propiciará la entrada en acción de dos personajes más de cierto peso, Raymond Arlington (Charles Dingle), cuñado del finado, y su hijo Donald (John Alvin). Ambos verán con incredulidad e indignación cómo Julie es la única beneficiaria de los bienes de Ingram y, animados por el abogado, decidirán luchar hasta las últimas consecuencias por sus derechos en base a la (presunta) existencia de un testamento inédito que podría invalidar el vigente. Esa misma noche, sin embargo, Duprex morirá misteriosamente estrangulado, asesinato que marca el inicio de una serie de extraños acontecimientos relacionados con la mano izquierda del pianista desaparecido: poco después, la apertura del ataúd en el que fue depositado en el mausoleo familiar revelará que esa extremidad de su cuerpo ha desaparecido. Es el momento para que el comisario de policía intervenga para esclarecer unos hechos que no tardarán en tomar una dimensión sobrenatural: por la noche alguien toca el piano como sólo el difunto podía hacerlo [1] y el anillo que llevaba cuando fue enterrado aparecerá poco después sobre el instrumento, motivando la huida de los sirvientes de la mansión y las sospechas y recelos de los habitantes del pueblo. A excepción de los asustadizos pueblerinos y del comisario, sin embargo, nadie parece creer en la existencia de la mano dotada de vida propia, ni siquiera después de que ésta haya tratado, aparentemente, de asesinar a John Arlington en el momento en que se disponía a abrir la caja fuerte de la biblioteca (lugar en el que los parientes sospechan que hay escondido el testamento desaparecido). Tras acusar a Julie de ser la verdadera responsable de la muerte de Ingram por su falta de atención, los Arlington sólo piensan en la herencia millonaria que les ha sido negada; Hilary teme que la enfermera venda la mansión y los objetos que hay en ella, incluyendo su preciada colección de libros, mientras Julie y Conrad, ahora ya perdidamente enamorados, sólo esperan que Ovidio les devuelva los pasaportes que les impiden abandonar el país para regresar a Estados Unidos.
Consciente o no de estar filmando un divertimento sin demasiadas pretensiones, Florey en ningún momento juega a fondo la baza del horror, ni explota hasta sus últimas consecuencias el suspense inherente al (imprevisible) desarrollo de los acontecimientos, jugando de manera hábil pero un tanto tramposa con la subjetividad de los personajes y de los espectadores y dejando que Peter Lorre se vaya adueñando de la función. Su personaje, que ya de entrada no hace presagiar nada bueno y muestra signos más o menos evidentes de trastorno mental [2], es el único protagonista de las dos escenas más recordadas del filme: primero, encerrado en la biblioteca, será testigo de las evoluciones de la mano de Ingram, que estaría en efecto dotada de vida propia, e incluso será capaz de inmovilizarla con un clavo sobre el escritorio; después, será el único personaje capaz de ver la mano tocando el piano igual que lo hacía su antiguo propietario, una escena presumiblemente ideada por Luis Buñuel que revela que todo es fruto de su imaginación enferma [3]. Florey pasa en ese preciso instante de mostrar la extremidad de manera objetiva a subjetiva: si hasta el momento las evoluciones de la mano se habían mostrado de manera real para el espectador (aunque sólo en presencia del personaje interpretado por Lorre, como en la escena de la biblioteca), ahora basta con una simple panorámica del rostro aterrorizado de Hilary a la expresión de incredulidad de Julie, junto con la oportuna desaparición de la música de piano, para desvelar el misterio; Hilary ve la mano tocando el piano y oye la música resultante (plano subjetivo que confirma la locura que se ha apoderado de su mente), mientras Julie no puede ver ni escuchar nada (plano objetivo de la situación). La explicación racional rompe quizá no por completo pero sí en buena medida el tono progresivamente macabro, mórbido incluso, que se había ido adueñando de la trama, diluyendo / relegando el horror a un triste efecto que prefigura hasta cierto punto la aniquilación definitiva de sus más inquebrantables normas en la posterior parodia Contra los fantasmas (Abbot and Costello meet Frankenstein, Charles T. Barton, 1948), no por casualidad producida por la Universal. Hija de su tiempo, La bestia con cinco dedos, así, no es tanto una comedia disfrazada de película de terror, que también, sino una película de terror que no puede serlo, quizá no tanto por imposiciones de producción como por la decadencia, incluso caducidad, del clasicismo primitivo en el que se enmarca. Florey y Siodmak parecen ser conscientes de ello (no está de más señalar que ya no participarían de manera directa en ninguna otra producción del género estrictamente hablando), y muestran definitivamente sus cartas en epílogo chapucero que no está ni por asomo a la altura de lo visto hasta entonces: tras abandonar Villa Francesco, el comisario de policía entra de nuevo por la puerta principal y mira directamente a cámara (recurso estilístico sólo permitido en el Hollywood de la época a los musicales y a determinadas comedias), momento en el que vemos en plano medio cómo la mano de Francis Ingram se va acercando hasta su cuello con la intención de estrangularlo; seguidamente, Florey abre el plano y la extremidad asesina resulta ser la mano del propio comisario, que sonríe, encoge ligeramente los hombros y se marcha definitivamente.
FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:
EUA, 1946. 88 minutos. B/N. Dirección: Robert Florey Producción: William Jacobs, para Warner Bros Guión: Curt Siodmak, sobre el relato homónimo de William Fryer Harvey Fotografía: Wesley Anderson Música: Max Steiner Dirección artistica: Stanley Fleischer Montaje: Frank Magee Intérpretes: Robert Alda (Conrad Ryler), Andrea King (Julie Holden), Peter Lorre (Hilary Cummins), Victor Francen (Francis Ingram), J. Carrol Naish (Ovidio Castanio), Charles Dingle (Raymond Arlington), John Alvin (Donald Arlington), David Hoffman (Duprex).