publicado el 11 de diciembre de 2005
Más cercano al imaginario de David Lynch que al de su compatriota David Cronenberg, el canadiense Guy Maddin es un desconocido para la mayoría de seguidores del género fantástico. Su obra, a medio camino entre el cine de autor, el revivalismo y el fervor expresionista, recupera en buena manera el discurso manierista del cine primitivo y hace de su puesta en escena un catálogo de alegorías altamente sugestivo.
Lluís Rueda | Contra todo pronóstico el premio a la mejor película del Festival de Sitges 2002 fue a parar a manos de un director canadiense desconocido por el gran público, se trataba de Guy Maddin. El filme premiado, Dracula: Pages from a Virgin´s Diary, un ballet basado en la novela homónima de Bram Stoker rodado en blanco y negro y con un vampiro de rasgos orientales creó una gran polémica entre la crítica. Un año más tarde pudimos comprobar la aceptación de la obra de este particular director con el éxito de público obtenido en ese mismo festival a raíz del estreno de la excéntrica comedia The Saddest Music in the World (2003).
Si bien la obra de Maddin apuesta por una estética en las antípodas del cine comercial, no es menos cierto que muchas de sus películas tienen suficientes alicientes como para atrapar a un buen número de seguidores y sorprender a una gran parte del público convencional.
Tal anécdota es sintomática y viene a subrayar las dificultades que ha tenido hasta la fecha la alternativa, y en cierto modo culterana, filmografía de este fecundo realizador a la hora de encontrar una distribuidora dispuesta a apostar por un producto que destaca por su complejidad artística, su estética a contracorriente y su vocación underground. Pero quedarnos ahí sería algo simplista, si bien la obra de Maddin apuesta por una estética en las antípodas del cine comercial, no es menos cierto que muchas de sus películas tienen suficientes alicientes como para atrapar a un buen número de seguidores y sorprender a una gran parte del público convencional.
Este es el caso de Tales from the Gimli Hospital (1988), un filme que condensa todo un microcosmos en sus escasos 75 minutos. El grueso de la obra de Maddin destaca por la intensa densidad de sus imágenes oníricas y, precisamente por su capacidad de sintetizar o de comprimir a través del simbolismo poético, no se excede en interminables metrajes. El director de Winnipeg (Canadá) es esencialmente un prolífico cortometrajista. La mayoría de sus filmes no superan los cinco minutos de duración; entre sus películas más extensas cabe citar, además de Tales from the Gimli Hospital y la extraordinaria Dracula: Pages from a Virgin´s Diary, Arcangel (1990), Careful (1992), Twilight of the Ice Nymphs (1997) y Cowards Bend the Knee (2003).
El argumento de Tales from the Gimli Hospital nos sitúa en un extraño hospital en plena colonia islandesa. Una extraña plaga contagiosa que se extiende en forma de cicatriz cutánea se propaga sin remedio. Un hombre al que nadie hace caso y vive solo en una cabaña junto a la playa, es internado en el Hospital Gimli junto a un tipo extraño al cual la enfermedad le ha mermado la vista. El acercamiento entre los dos hombres postrados en sus literas se produce a través de un relato de desamor en el que una chica muerta y unas mágicas tijeras para recortar papel serán el detonante de un incipiente odio entre los dos enfermos. El tipo solitario se inmiscuye en la historia de su compañero de pabellón como si fuera el apéndice funesto de la bella historia de amor del ciego.
La estructura elíptica de Tales from the Gimli Hospital, a veces se dobla sobre sí misma como una hoja, los fotogramas congelados suceden al slapstick y todo orden narrativo obedece al capricho oral del cuento febril y la pesadilla adulta.
El hospital es un marco prácticamente onírico, casi un establo-refugio donde tres bellas enfermeras se desviven por sus pacientes de un modo enfermizo, les limpian las heridas, les hacen el amor y montan espectáculos de marionetas mientras curan sus purulentas cicatrices. Existe un paso incierto, casi contranatural, en este filme que recorre ese instante en que el cine silente dio paso al sonoro, excelentemente retratado en uno de los personajes de reparto: un actor maquillado de negro, con sus gruesos labios y sus ojos saltones al modo de Al Jolson, protagonista de El cantor de jazz (The Jazz Singer, 1927) –el primer filme "oficialmente" sonoro de la historia del cine-. La estructura elíptica de Tales from the Gimli Hospital, a veces se dobla sobre si misma como una hoja, los fotogramas congelados suceden al slapstick y todo orden narrativo obedece al capricho oral del cuento febril y la pesadilla adulta. Sólo a un auténtico activista de la provocación como Guy Maddin se le ocurriría contar semejante historia a un par de niños inocentes.
El inicio de la historia nos presenta unos rubios luchadores, bellos y arios que se acicalan y ejercen un narcisismo prácticamente deudor de los mejores documentales de Lieni Riefenstahl. La música de la década de 1920 y unas bellas muchachas mojando sus pies a la orilla del mar preceden a modo de prólogo el sórdido, oscuro y claustrofóbico establo que es el Hospital Gimli. De su camastros surgen cientos de plumas constantemente como si Maddin se hubiera enamorado de la famosa secuencia de Zéro de conduite (1933) de Jean Vigo, y la utilizara como un recurso escénico caprichoso; como si observara a los personajes del hospital desde el exterior de una bola de cristal a la manera de un ‘Rosebud’ particular.
La clave de la fuerza onírica de las imágenes enmudecidas de Guy Maddin se haya en la capacidad para enmarcar un mundo sin continuidad, un cuadro viviente que, en contra de las teorías bazinianas, no existe más que dentro de los límites de la pantalla, su cine es un espejo deformante de la realidad sin continuidad en el fuera de campo.
El realizador canadiense, en su paleta bicolor, ensaya certeros homenajes conformando un sutil ejercicio de reciclaje con gran parte del cine simbolista soviético u otras referencias como el surrealismo altamente iconográfico de Buñuel, el retrato sacro de Dreyer o el expresionismo sutil de Murnau y Lang. Su estilo fagocita el primitivismo de gran parte del cine europeo de principios del siglo XX y comulga sabiamente con la tupida fantasmagoría fílmica de maestros del terror como James Whale y Tod Browning. Dicho esto parecería que su proceder es arcaico y desfasado, pero nada más lejos de la realidad, el artífice Maddin, como un mago de la técnica, se sirve de la imagen primitiva para construir una obra plena de modernidad, creando un particular retrofuturismo muy acorde con las obsesiones estéticas de este incipiente siglo XXI. Guy Maddin trabaja y moldea sus imágenes combinando técnicas primitivas y soluciones digitales. Tras su apariencia de hombre sereno y amable, se esconde un incendiario cultural que edulcora a conciencia para mayor alegría de mórbidos espectadores, góticos demodé o entusiastas de la iconografía caligariana y sus postales con autómata.
Pero si algún referente contemporáneo nos viene a la mente mientras vemos Tales from the Gimli Hospital no es otro que el David Lynch de Cabeza borradora (Eraserhead, 1977), con el que Maddin comparte un ideario estético y un discurso narrativo algo lisérgico. A mi modo de entender David Lynch ha revolucionado el lenguaje cinematográfico del cine de un modo determinante. Lynch y Maddin comparten cierta fijación por el pop "polvoriento" y permítaseme decir que "oxidado" de la América profunda de la década de 1950, y por los personajes frágiles atrapados en un mundo fantasmagórico. Guy Maddin es también, a su modo, un revolucionario del lenguaje cinematográfico y mediante su particular manierismo nos propone un concéntrico universo plagado de imágenes obsesivas; esas imágenes o motivos se repiten a lo largo de sus filmes en un ejercicio de exorcismo psicoanalítico particularmente juguetón. No faltan a lo largo de su filmografía los jugadores de hockey con sus enormes blusones, las bandas de gaiteros, los ángeles iridiscentes, o los niños fascinados por una historia macabra al regazo de una matrona de aspecto centroeuropeo.
El director de Careful, a la par que un agitador formal, puede considerarse un excelente videoartista y, aunque formado entre viejos rollos de película, su aportación a las nuevas técnicas cinematográficas es innegable. Pero además de un realizador técnicamente sobresaliente es un eminente director escénico, y a consecuencia de ello, un perfecto catalizador de las miserias humanas a través de la mímica y de la expresividad del cuerpo humano. Los personajes maddinianos son esculturas en movimiento, blanquecinas marionetas; el lenguaje físico y la coreografía representan en el cine de Maddin una vía expresiva alternativa. No es de extrañar que Drácula: Pages from a Virgin´s Diary abordara este aspecto de su trabajo y lo acentuara tan drásticamente. El resultado en este caso es tan bello, tan radical, que uno no puede más que replantearse ciertos convencionalismos erróneamente interiorizados. ¿Quién nos diría a estas alturas que un Drácula oriental danzando entre tules con música de Malher llegaría a sugestionarnos de tal manera? El cine cambia constantemente, es innegable, busca caminos y no cesa en su empeño de sorprender, de inquietar, de trascender; la lección de Guy Maddin al respecto viene a mostrarnos que, por mas vueltas que le demos, volvemos al mismo punto, al principio de todo. Su cine es moderno, transgresor y, a la vez, insultantemente arcaico. Estamos ante una declaración de principios sujeta a unas convicciones férreas. Es posible que las "marcianas" propuestas de Maddin no sean el ejemplo más adecuado para cuestionar la alarmante falta de ideas del cine actual a causa de su minimalismo casi efímero, pero en todo caso la referencia nos sirve perfectamente como espejo sonrojante y como polo opuesto de tendencias: Maddin es un ejemplo de extraordinario talento que por comparativa desacredita a mucha medianía consagrada.
Tales from the Gimli Hospital plantea un territorio ideal para adentrarse en la obra fantástica de Guy Maddin. Su espíritu recorre un espacio indeterminado entre la poesía tenebrista de Tim Burton y el horror esquizoide de David Lynch. La propuesta de Guy Maddin nos permitirá abarcar la dulzura de la pesadilla en toda su magnitud, nos hará pisar el territorio de la comedia más incendiaria y nos descubrirá un universo elegante y seductor. Pero no nos dejará verlo todo, la realidad vista a través de un papel de arroz se convierte en otra cosa, todos los niños lo saben.
Disfruten de la sesión.