publicado el 10 de noviembre de 2011
Lluís Rueda | A diferencia de la mayoría de espectadores afines al fantástico he de confesar que me gustan los filmes de vampiros desmitificadores que utilizan la figura del chupasangre para explicar fenómenos más complejos e historias más patéticas. Me entusiasman Martin (George A. Romero, 1976), Arrebato (Iván Zulueta, 1979) y me interesan tangencialmente The Adiction (Abel ferrara, 1995), Thirst (Park Chan-wook, 2009) o Vampires (Vincent Lannoo, 2010). Explico esto porque Vampire (2011) de Shunji Iwai está entre ese puñado de filmes que utilizan el vampirismo para adentrarse en ese territorio tan fascinante de las adicciones, las enfermedades mentales y cuyas sórdidas tramas acaban por alimentar eso que conocemos como leyendas urbanas. El realizador japonés Shunji Iwai, conocido en el panorama internacional por su excelente filme All About Lily Chou-Chou (2001), ha tomado prestada para la ocasión un caso real del que se hizo eco la prensa de Tokio hace algunos años en el que se hablaba de un asesino que se movía por los círculos de internet buscando posibles suicidas para gestionar citas y extraerles la sangre en un proceso íntimo e irreversible.
Pero lo más sorprendente es que Iwai se ha servido de tan enfermiza premisa argumental para afrontar su primer filme producido y rodado en Estados Unidos / Canadá. El resultado es francamente sorprendente y de una plasticidad singular. El realizador ha trasladado su savoir fair poético y turbio a partes iguales adaptándo su mirada a la de cierto cine independiente norteamericano alejado de grandes fastos visuales y alimentado de pequeñas historias cotidianas, pero no menos extraordinarias: en ese sentido no es baladí que su filme tuviera una magnífica acogida en el Festival de Sundance.
Vampire es un filme con un asesino en serie arrollador y gélido que escarba en las motivaciones del vampiro y en cuanto de patético se desprende de su modus operandi, alejado de toda parafernalia gótica y entregado a un proceso cuasi científico en el que la ingestión de sangre se expone como un ritual tras el que se esconde la presencia de un monstruo abocado al coleccionismo de almas, un demonio liberador que actúa con la cautela del que se expone a un pecado capital disfrazándolo de conducta sexual. En Vampire la máscara del matarife es la del hombre corriente atormentado por la culpa pero resuelto a llevar el origen de su mal hasta las últimas y más poéticas consecuencias.
Iwai perfila la conducta y las motivaciones de su vampiro e incluso lo lleva a introducirse en uno de esos círculos de góticos que se disfrazan con capas y mandíbulas para recrear una decadencia snob insustancial y contrastarla con el horror real, en ese sentido el filme ofrece una de las secuencias más desestabilizadoras e interesantes; el upiro, interpretado por Kevin Zegers, es arrastrado por un vampiro homosexual a una batida nocturna en la que se busca a una víctima inocente, pero la indecencia de la puesta en escena, brutal, salvaje e insana, llega a convencer a nuestro psicópata de que su misión es diferente, bella y crepuscular.
El filme de Iwai no escatima en afrontar la deriva existencial de su matarife como un acto de sacrificio, pero lejos del subrayado decadente y de un tratamiento del tempo dilatado y pesadillesco, el realizador se concede un sentido del humor astracanado que sitúa en algunos fragmentos clave del filme con un sentido del ritmo cinematográfico superlativo. Sería casi un acto ordinario destacar alguna secuencia brillante en un conjunto arrollador tanto por su carga amoral como por su traslación en imágenes perdurables. Les invito a adentrarse en Vampire con el sigilo del espectador inteligente y a dejarse embriagar por la sensibilidad desnuda y auténtica de un poeta del mal exquisito, el realizador Shunji Iwai.