publicado el 14 de noviembre de 2011
Pau Roig | Por más que concursara en el pasado Festival de Cannes, dónde no cosechó precisamente aplausos, la inclusión de Sleeping beauty en la sección oficial a competición del Festival de Sitges se revela como un auténtico disparate, mayor aún que el de otras propuestas mediocres sin relación con el género y que fácilmente se podrían haber proyectado en otras secciones (la ganadora Red state, por ejemplo, o la horrorosa Bellflower). La película de la debutante Julia Leigh, para empezar, no tiene ninguna relación con el célebre cuento de hadas “La bella durmiente” popularizado por Charles Perrault a finales del siglo XVII, pero es que ni siquiera presenta ningún elemento que asociado al llamado “cine fantástico”, ni siquiera en la acepción deformada y deformante que de él parecen tener los máximos responsables del festival.
Sleeping beauty es la nimia historia de una atractiva estudiante (una entregada Emily Browning, incapaz pese a todo de otorgar profundidad o credibilidad a un personaje difícil pero tan mal dibujado que es como si no existiera) que para costearse los estudios decide ejercer la prostitución, entrando –y es de suponer que también perdiéndose– en un mundo de deseos ocultos e inconfesables: profundamente dormida tras ingerir una fuerte droga, sus clientes, hombres de avanzada edad y buena posición social, profanan noche tras noche su cuerpo joven y puro en una especie de ritual malsano que transcurre en una habitación que parece antes un velatorio que un nido de amor y pasión. Nada más. No hay progresión dramática, ni evolución de personajes o situaciones: una vez establecidos los parámetros del relato, el guión escrito en solitario por la propia realizadora se limita a dar vueltas y más vueltas sobre las mismas situaciones hasta desembocar en un final abierto y sin sentido, permitiéndose el lujo por el camino de no contar prácticamente nada ya no sobre personajes secundarios de cierta relevancia sino tampoco sobre la protagonista. Una frialdad absoluta domina el conjunto, acentuada aún más por su elaborado trabajo de ambientación y dirección artística y su estilizada fotografía, una frialdad tan grande que anula el potencial morbo que deberían haber tenido las recurrentes escenas (presuntamente) eróticas, acaso verdaderas protagonistas de la función. Leigh demuestra tener una visión más bien disfuncional del sexo, y con él del oficio más viejo del mundo, y busca antes la incomodidad del espectador (sobretodo masculino) que el morbo o la provocación: desprovisto de pasión, de cualquier tipo de intercambio o interacción, el acto sexual queda reducido a un acto de depravación (¿violación?) de connotaciones necrofílicas, tan vacío o más que la vida de la “bella durmiente” del título, tan hueco y carente de sentido como la propia película.