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la dvdteca del profesor legendre

publicado el 17 de enero de 2012

La maldición de la Llorona

La leyenda de “La llorona” es una de las más populares y extendidas de Hispanoamérica: la figura de una mujer que pierde a sus hijos y, convertida en una alma en pena –a veces también en un fantasma vengativo–, los busca en vano en medio de terribles llantos y gritos de agonía, conoce distintas versiones dependiendo del país en el que se desarrolla; curiosamente, la única cinematografía latina que se ha aproximado con regularidad a ella ha sido la mexicana en un período que abarca desde los primeros años del cine sonoro –La llorona (Ramón Peón, 1933)– hasta la producción terrorífica más reciente, y que contempla títulos tan interesantes como el citado anteriormente, el remake libre de este filme, de idéntico título original y firmado por René Cardona en 1960, o La casa embrujada (La maldición de la llorona, Rafael Baledón, 1961), obra cumbre de la llamada “edad de oro del terror mexicano”.

Cuenta la tradición mexicana –ya hemos apuntado que el personaje conoce diferentes variaciones dependiendo del país, sin que haya unanimidad a la hora de establecer su verdadero origen – que la leyenda de “La llorona” nace en el lugar en el que actualmente se encuentra la Ciudad de México. Existen dos versiones de la historia: la más popular habla de una mujer indígena que tuvo un romance con un caballero español, fruto de la cuál nacieron tres niños preciosos que la mujer amaba con locura. El caballero, sin embargo, se negaba a formalizar su relación y finalmente se casó con una dama de la nobleza; desesperada, furiosa, la mujer ahogó a sus hijos en un río pero después, incapaz de soportar el dolor y la culpa, se suicidó. Desde entonces se cuenta que una mujer vestida de blanco y con las negras crines de su pelo temblando aparecía por el sudoeste de la ciudad “y tomando rumbo hacia el Oriente, cruzaba calles y plazuelas como al impulso del viento, deteniéndose ante las cruces, templos y cementerios y las imágenes iluminadas por lámparas votivas en pétreas ornacinas, para lanzar ese grito lastimero que hería el alma: Aaaaaaaay mis hijos... Aaaaaaay aaaaaaay! El lamento se repetía tantas veces como horas tenía la noche la madrugada en que la dama de vestiduras vaporosas jugueteando al viento, se detenía en la Plaza Mayor y mirando hacia la Catedral musitaba una larga y doliente oración, para volver a levantarse, lanzar de nuevo su lamento y desaparecer sobre el lago, que entonces llegaba hasta las goteras de la ciudad”. Debido a los gritos desgarradores que lanzaba sin cesar al vacío de las calles se la bautizó como “La Llorona” y “por muchos lustros constituyó el más grande temor callejero, pues toda la gente evitaba salir de su casa y menos recorrer las penumbrosas callejas coloniales cuando ya se había dado el toque de queda”. Muchos timoratos se quedaron locos y jamás olvidaron su horrible visión, muchos más enfermaron de espanto [1]. La segunda versión, anterior a esta primera pero menos difundida, transcurre antes de la llegada de los españoles a la zona que hoy en día ocupa México: los habitantes de la zona del lago de Texcoco escuchaban durante las noches los lamentos de una mujer, Chocacíhuatl, que vagaba sin paz lamentando la muerte de su hijo y la pérdida de su propia vida en el momento de dar a luz.

1. Primeras aproximaciones cinematográficas
El filme del pionero Ramón Peón (1887-1971) constituye la primera versión cinematográfica de la historia, pero es también una buena muestra de la madurez y la solvencia técnica del cine mexicano de principios de la década de 1930, aunque no ha conseguido ni de lejos el crédito otorgado a las dos producciones “fundacionales” del terror mexicano, Dos monjes de Juan Bustillo Oro y El fantasma del convento de Fernando de Fuentes, estrenadas en 1934. Se trata de dos filmes extraordinarios, sin duda, pero que mantienen una relación (menos que) oblicua con el género, situándose más bien en la órbita del melodrama: el primero narra la desgarradora historia de un triángulo amoroso prolongado a lo largo de varios años y no cuenta con ningún elemento legendario y / o sobrenatural, aunque sí con una estilizada, pesadillesca escenografía de inequívoca influencia expresionista; el segundo puede considerarse una especie de fábula fantástica –también relacionada con un contexto de pasiones arrebatadas y no correspondidas y también ambientada en un convento– en la que los componentes alegóricos priman claramente por encima del horror. La influencia de estas dos producciones en la posterior eclosión de la “edad de oro” del terror mexicano a finales de la década de 1950, sobretodo a partir de El ladrón de cadáveres (1956) y El vampiro (1957), de Fernando Méndez, se revela así bastante menor que en el caso de La llorona: Peón trasciende con maestría las limitaciones técnicas derivadas de la reciente implantación del sonido con una utilización vigorosa y expresiva de los movimientos de cámara (influencia también del cine alemán de la década de 1920 y acaso el principal elemento que relaciona la producción con las obras de Bustillo Oro y de Fuentes), mientras el guión escrito por Carlos Noriega Hope y el propio Fernando de Fuentes hace gala de una compleja estructura narrativa y temporal, sin renunciar por ello a la ambigüedad respecto a la existencia del terrorífico personaje. El eje central de la trama gira alrededor del creciente terror experimentado por un joven matrimonio (interpretado por Ramón Pereda y Virginia Zurí) a que su hijo pequeño sea asesinado, pero en los escasos setenta minutos que dura el metraje asistimos también a dos elaborados flashbacks de inusitada duración que muestran los dos orígenes apuntados de la historia de “La Llorona”, uno ambientado en la época colonial y el otro durante el reinado de terror de la Inquisición. En determinados momentos el conjunto hace gala de un tratamiento más melodramático que terrorífico, incluso se acerca al thriller con la intervención de la policía para atrapar al misterioso enmascarado que ha intentado secuestrar al pequeño, pero cuenta con diversos momentos de antología e imágenes de notable poder de inquietud para la época; destaca, por encima de todo, la visualización en los instantes finales del espíritu de “La llorona” abandonando los cuerpos de una de las mujeres que ha poseído entre gritos espeluznantes en su inseparable mezcla de tristeza y horror.

No va a la zaga de los hallazgos de esta primera versión La herencia de la llorona (Mauricio Magdaleno, 1947): según la mayoría de filmografías se trata de la segunda versión de la leyenda, pero lo cierto es que se trata de una intrascendente mezcla de drama e intriga sin la menor relación con el género, ambientada además en una lujosa hacienda de Sacramento –allí se sitúa ahora el origen del personaje– menos tétrica de lo deseable. En ella asistimos al complot ideado por dos delincuentes para hacerse con la fortuna de la desgraciada familia protagonista; primero, uno de ellos se hará pasar por el hijo mayor, que abandonó las tierras cuando sólo era un niño y que en realidad él mismo ha asesinado; después ambos fingirán la muerte de la matriarca para manipular su testamento y obtener todos sus bienes. La anciana mujer en realidad no está muerta sino que, en palabras del policía encargado de resolver felizmente el drama, “temporalmente enloquecida”: era ella la se paseaba de noche gritando por los pasillos de la hacienda como si fuera “La llorona” sin que nadie se atreva a salir a su paso. El desarrollo de los acontecimientos se ve a venir al cuarto de hora de metraje y el director, también autor en solitario del guión, ni siquiera parece atreverse a jugar la baza de la ambigüedad sobre la existencia de tan terrorífico personaje; la falta de momentos inquietantes, así, junto con recurrentes y mal medidas notas de humor (relacionadas con las ridículas pesquisas de un primo de la familia, obstinado en convertirse en detective), dan perfecta cuenta de una función sin mayores pretensiones y pensada para ser vista en familia.

2. Apoteosis: La edad de oro del terror mexicano
René Cardona (1906-1988), otro de los pioneros del cine mexicano y patriarca de una de las familias cinematográficas asociadas al cine comercial más imitativo y desastroso (los inefables realizadores René Cardona Jr. y René Cardona III), firma la segunda versión oficial de la leyenda, que difícilmente puede considerarse un remake de la película de Ramón Peón. En La Llorona (1960) el personaje no es una alma en pena que llora desconsoladamente la pérdida de sus hijos: es el fantasma de Luisa del Carmen (María Elena Marqués), una mujer engañada siglos atrás por su noble amante; abandonada y repudiada tras haber dado luz a dos hijos, los mató a sangre fría y antes de ser ajusticiada por sus muertes juró volver de la tumba para acabar con los descendientes de la familia del amor de su vida. Exceptuando un largo y más bien torpe flashback ambientado en el siglo XVII, la trama transcurre en la época contemporánea coincidiendo con el nacimiento del último varón de la familia maldita de Don Nuño de Montes Claros; pese a las advertencias del patriarca (Carlos López Moctezuma) y de su hija (Luz María Aguilar), el padre del pequeño (Mauricio Garcés) se niega a creer en la existencia de la maldición. Más melodramática que terrorífica durante la primera mitad, la propuesta gana enteros con la (re)aparición de “La Llorona”, que se hará pasar por la nueva niñera del pequeño Jorgito (Marina Banquells) y tratará de provocar su muerte por todos los medios a su alcance. La espléndida interpretación de María Elena Marqués y algunas escenas de antología (la transformación de la afable cuidadora en un monstruo, resuelta con simples pero efectivos trucos de iluminación, el plano subjetivo que muestra las retorcidas manos de “La llorona” acercándose al desamparado niño) sitúan los resultados finales quizá no a la altura de los clásicos del género firmados en la época por Fernando Méndez o Rafael Baledón pero claramente por encima de la filmografía posterior del director.

Precisamente Rafael Baledón (1919-1994) firma La casa embrujada, absurdo título que recibió en su estreno español La maldición de la llorona, una producción del actor Abel Salazar –figura a estudiar y reivindicar– surgida a rebufo del éxito cosechado por el filme de René Cardona; no se trata, sin embargo, de ninguna continuación ni tampoco, en un sentido estricto, de una versión canónica de la leyenda, utilizada un poco como excusa para una suerte de delirante y atmosférico culebrón sobrenatural que se inspira en los clichés del género gótico. La casa embrujada bebe tanto del terror clásico estadounidense de los años treinta –la producción de la Universal es un referente inexcusable del horror mexicano clásico– como del tono más oscuro y violento quizá no de las producciones realizadas en Gran Bretaña por la Hammer Film pero sí de la serie de adaptaciones de relatos de Edgar Allan Poe filmadas en la misma época por Roger Corman, con escenas de considerable truculencia: véanse por ejemplo el brutal asesinato de los pasajeros de una diligencia en la espectacular secuencia que abre el filme, inspirada en La máscara del demonio (La maschera del demonio, Mario Bava, 1960), o el siniestro criado cojo y con el rostro deformado de la mansión a la que la protagonista (Rosita Arenas) ha vuelto acompañada por su esposo (el propio Salazar) quince años después de haberla abandonado. Baledón dota la propuesta de un ritmo trepidante que no decae en ningún momento (la acción tiene lugar en una sola noche), contagiado quizá del progresivamente delirante guión firmado por Fernando Galiana: la propietaria de la lúgubre hacienda familiar, tía de la inocente protagonista (Rita Macedo), es en realidad una poderosa bruja que domina la magia negra y guarda en el sótano de la hacienda el cuerpo de su madre, Doña Marina “La Llorona” (y mantiene encerrado en lo más alto de una torre a su marido, convertido en una bestia sangrienta no se sabe muy bien cómo ni por qué): tras un pacto con la misma Muerte, conseguirá la vida eterna si acaba con la vida de su sobrina. Pese a la ingenuidad de algunas situaciones y a un desarrollo un tanto atropellado, el aire irreal y fantasmagórico que respira el conjunto, magnificado por numerosos hallazgos de escenografía y puesta en escena, lo eleva como una de las cimas del cine mexicano de género y de la filmografía de su realizador, por encima de títulos estimables como El hombre y el monstruo (1959), Orlak, el infierno de Frankenstein (1960) o Museo del horror (1964). Baledón se permite incluso el lujo de homenajear a Nosferatu, el vampiro (Nosferatu, eine symphonie des grauens, F. W. Murnau, 1922) con la inclusión de imágenes en negativo.

3. Decadencia de Santo, el enmascarado de plata
El personaje de “La Llorona” forzosamente debía aparecer en alguna película del célebre luchador Santo, el enmascarado de plata, aunque desgraciadamente lo hizo en el momento de decadencia de la larga serie de películas consagradas a la lucha libre y el horror sobrenatural tan populares en México desde la ya citada El ladrón de cadáveres. Muy por debajo de sus mejores intervenciones cinematográficas –sobretodo Las mujeres vampiro (Santo contra las mujeres vampiro, Alfonso Corona Blake, 1962), en menor medida Santo contra los zombies (Benito Alazraki, 1961) y Santo en el museo de cera (Alfonso Corona Blake, 1963)–, el célebre luchador enmascarado no pasaba por su mejor momento en la década de 1970: la progresiva infantilización de sus aventuras en defensa de los más desfavorecidos y en contra de cualquier manifestación del Mal y el estancamiento de una fórmula demasiado repetitiva lo había llevado a compartir protagonismo con otros luchadores –Blue Demon– y, en el caso que nos ocupa, con el boxeador cubano José Mantequilla Nápoles. En La venganza de La Llorona (Miguel M. Delgado, 1974) se mezcla la leyenda en su versión más o menos canónica –la venganza de Doña Eugenia Esparza, “La Llorona”, hacia los primogénitos de los descendientes del noble que la abandonó tras darle dos hijos– con referencias a la brujería y la magia negra y con la existencia de un tesoro de 100.000 doblones de oro, pretendido tanto por un afable profesor que quiere donarlos a la beneficencia infantil como por un grupo de mafiosos de rebajas comandado por el director René Cardona. El pedestre guión de Francisco Cavazos a duras penas se puede coger por ningún lado y las escenas presumiblemente terroríficas están resueltas con una torpeza manifiesta, ejerciendo en la mayor parte de los casos de triste excusa para el enfrentamiento de Santo y Mantequilla contra todos los malvados que se interponen en el camino de la justicia. Responsable tiempo atrás de la curiosa Misterios de la magia negra (1958), descubridor y principal valedor del popular Mario Moreno “Cantinflas” en una larga serie de películas de enorme popularidad, Miguel M. Delgado probablemente no era el realizador más indicado para llevar a buen puerto semejante delirio pulp de serie Z: así lo atestiguan también el resto de sus aportaciones a las aventuras cada vez más decadentes del enmascarado, tan demenciales como Santo contra la hija de Frankenstein (1972) o Santo y Blue Demon contra Drácula y el hombre lobo (1973).

4. Un epílogo innecesario
Ausente durante bastante tiempo de las pantallas cinematográficas, el mito de “La Llorona” sería recuperado con mucha más pena que gloria en dos producciones independientes estrenadas con pocos meses de diferencia. La primera, con diferencia la peor, es The wailer (Andrés Navia, 2006); rodada sin recursos, ideas ni imaginación, hace gala de un look prácticamente amateur y adopta los más insufribles tics de los psycho thrillers de serie Z factura estadounidense, sin obviar tampoco elementos del llamado horror adolescente. Muestra las absurdas desventuras de seis amigos de vacaciones en México que deciden hospedarse en una casa aislada en medio del campo: tiempo atrás una mujer despechada (Monique Barajas) asesinó allí a sus hijos y ahora su fantasma vengativo los perseguirá sin tregua en busca de una venganza que, la verdad, carece de verdadero sentido. Inoperante de principio a fin, la trama desemboca en una torpe y atropellada sucesión de apariciones fantasmales de rebajas que tratan de emular, sin ningún éxito, el cine de terror de procedencia oriental, aunque conocería una rápida continuación firmada por Paul Miller al año siguiente. La segunda versión actualizada de la historia, sin ser nada del otro mundo, resulta superior en todos los aspectos. La llorona (The cry, Bernadine Santistevan, 2007) traslada la acción de México a Estados Unidos sin más explicaciones: la ciudad de Nueva York es una protagonista más de una trama con un punto de partida argumental no del todo desdeñable (buscando la reencarnación del que fuera su hijo, la Llorona impulsa a diversas mujeres a asesinar fríamente a sus hijos pequeños de la misma manera que ella asesinó al suyo: ahogándolos), pero servido por la realizadora debutante con un afán de trascendencia y un preciosismo visual que choca contra unos recursos de producción demasiado limitados. La frialdad de la puesta en escena, junto con la fotografía de tonos fríos de Richard Lopez y una molesta tendencia al subrayado (evidente en la constante y molesta voz en off del fantasma, obra de la misma directora en la versión original), mantiene además una distancia demasiado grande entre los espectadores y el drama, con el lastre añadido del excesivo protagonismo de la pareja de policías encargados de resolver los crímenes (Christian Camargo y Carlos Leon), que ni siquiera intervienen en la cobarde resolución de la trama.

  • [1]. Véase Leyendas mexicanas de antes y después de la conquista, de Carlos Franco Sodja (México: Edamex, 2006).

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