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film malade

publicado el 31 de enero de 2013

Last night I dreamt that somebody barked me

De Lindsey C. Vickers se sabe bien poco: que en 1978 dirigió y escribió un cortometraje de terror titulado The lake, que tres años después hizo lo propio con La cita (The appointment, 1981), y que después de aquello se retiró de la dirección y ejerció de productora durante cinco años.

Juan Alcudia | A pesar de ser producida a principios de los ochenta, La cita no comparte las señas de identidad asociadas al cine de terror de la época. Se trata de una obra insólita, alejada de tendencias, que roza el anacronismo y resulta difícil de encasillar, más allá de ese hipotético cajón desastre en el que tendrían cabida otras (co)producciones británicas del momento –La viuda del diablo (The ballad of Tam Lin, 1970), Diabólica Malicia (The night child, 1972), A judgment in stone (1986), On the third day (1986)–, que no gozaron en su día del éxito en las pantallas y que, caídas en el olvido, no han alcanzado, pasados los años y desempolvados los VHS, el sufijo "de culto" porque ni siquiera son conocidas entre los arqueólogos del terror, más inclinados hacia otros productos exploitation, casposos y low cost. Por citar otro ejemplo de película de interés prácticamente desconocida, de exquisita sensibilidad y dirigida también por una mujer, pondríamos The haunting of M (Anna Thomas, 1979), una historia de fantasmas en la mejor tradición de Suspense (The innocents, 1961).

Ahora bien, existe lo que algunos han bautizado como quiet horror, una denominación que se aplica fundamentalmente en el terreno literario y que se refiere a ese terror que privilegia la atmósfera y la sutileza, la tensión subterránea, por encima de la culminación explícita del momento. La cita encaja perfectamente en esta categoría; de hecho, alguien la ha definido como una larga pesadilla de principio a fin, no ya sólo por su atmósfera –reposada, sumergida, un tanto plúmbea–, sino por su estructura, que se resiste al yugo de las interpretaciones. La cita es uno de esos felices –y escasos– ejemplos del triunfo de la forma sobre el contenido.

La película arranca con una escena impactante y enigmática. Una colegiala se adentra por un solitario soto de camino a casa. Ante el reclamo de una voz susurrante, se detiene en la espesura, tratando de localizar el origen. De súbito, una fuerza invisible la hace volar varios metros y la arrastra detrás de los arbustos. Tres años más tarde, nos encontramos en los pasillos del colegio al que acudía la víctima. Una voz en off nos informa de que lo que acabamos de presenciar es una desaparición de las muchas que se han producido sin motivo aparente en el mismo lugar, hecho que ha motivado el cierre del soto. También nos hace saber que el caso no ha sido resuelto aún y que la policía especula con un psicópata como el responsable de las desapariciones. El asunto no volverá a mencionarse, permaneciendo prácticamente como un fragmento aislado.

La historia comienza por segunda vez, tomando ahora como protagonista a otra colegiala que asiste a la misma escuela que la primera y que resulta ser, al igual que ésta, una virtuosa del violín. Vemos a la chica acercarse al soto prohibido, cuyo acceso se haya obstaculizado por una verja de hierro, y hablar con alguien al otro lado que permanece fuera de plano, de modo que nunca llegamos a conocer su identidad. Es esta una forma sutil y elegante de establecer una conexión entre las dos chicas; simplemente se apunta, y se deja en manos del espectador la labor de buscarle algún sentido a la luz de los hechos narrados a continuación. Lo que sigue, por lo demás, es sencillo: Joanne, la colegiala, sufre una profunda decepción cuando su padre le confiesa que no podrá asistir a su concierto de violín el día siguiente por motivos de trabajo. Esa misma noche, tanto el padre como la madre de la chica tienen sendas pesadillas: el primero sueña que tiene un accidente de tráfico y la segunda que su marido está atrapado en el interior de un coche. A la mañana siguiente, el padre se marcha temprano y Joanne abandona la casa en dirección a la escuela. Por causas distintas, ninguno de los dos llegará a su destino.

Realmente, no ocurre gran cosa en La cita. La mayor parte del metraje se invierte en plasmar las pesadillas mencionadas y el periplo por carretera del padre. Apoyada en la envolvente música y el trabajo de cámara, la directora consigue imprimir un discurrir pausado, fatigado a veces, a la historia; morosamente (ese quiet horror), configura una atmósfera teñida de irrealidad. Se presiente de principio a fin una amenaza latente que le confiere ese carácter enigmático a la cinta, como de sueño siniestro a cámara lenta. La capacidad de insinuación y la de sugerencia son las mayores virtudes de La cita, ya que su desarrollo narrativo/psicológico brilla por su ausencia; se trata, ante todo, de transmitir un estado de ánimo por encima de una narración de hechos inteligibles.

Vickers deja suficientes indicios como para inducir al espectador a sospechar que entre Joanne y su padre hay mucho más que una simple relación de amor paternofilial (la propia actitud de la madre, recelosa y ansiosa por recibir atención, lo confirma), y lo insinúa como posible motor de toda la trama sobrenatural que articula la historia; es ahí donde encontramos la columna vertebral del relato. De añadido, de relleno carnoso, se nos ofrece un continuo goteo de pequeños acontecimientos de naturaleza fantástica: una fotografía que se mueve, un ramo de rosas que se deshojan sin motivo aparente –imagen de gran poder evocador–, una puerta que cede, las luces del coche encendidas como por arte de magia en el garaje… Durante la noche, la cámara se desplaza sigilosamente alrededor de la casa y recorre a continuación los pasillos y las habitaciones, como queriendo sugerir la presencia de un ser que, efectivamente, acecha a la familia. El gran punto de inflexión se produce cuando los tres pitbulls –asociados ya al mal en La profecía– que acosan al padre en su propia pesadilla de descarrilamiento hacen acto de presencia en la casa, como si hubieran cruzado el umbral de los sueños y penetrado en la realidad. Con este gesto confuso, las fronteras se sugieren aquí abolidas, el terror subconsciente irrumpe en lo cotidiano y se apodera del destino de los protagonistas, dejando al espectador a su suerte, perdido en una encrucijada de sentidos. Los canes aparecerán más adelante, esta vez pintados en el lateral de un camión que parece seguir al padre de Joanna por la autopista –y que trae memorias fugaces de El diablo sobre ruedas–.

Otros signos saldrán a nuestro encuentro para insinuar una relación de causas que supuestamente han de aclarar los efectos, es decir, todos aquellos sucesos de origen sobrenatural para los que nunca se ofrece una explicación (racional o no): entre otros, el hecho de que el reloj del padre se pare continuamente, el tornillo que se desprende del coche y que parece estar relacionado con el accidente en el taller mecánico, la inscripción “Papá siempre quiso a Joanna” en el dorso del mismo reloj, los obreros que trabajan frente al aparcamiento del bar de carretera, y la nota manuscrita de la propia Joanna que encontramos abandonada en el soto, y que se hace eco de lo que ya vimos en la escena de la desaparición, tres años atrás. Añadamos la escena, a modo de falsa conclusión, que cierra la película, en la que vemos a Joanna de nuevo junto a la verja, hablando con los tres pitbulls mansamente tumbados al otro lado de los hierros. Es difícil discernir si se trata de una pista destinada a esclarecer lo visto hasta el momento o simplemente una triquiñuela para inducirnos a pensar que la historia posee algún sentido. Sea como fuere, la ambigüedad es uno de los puntos fuertes y también la mayor debilidad de La cita.

No nos atrevemos a poner el punto final sin mencionar antes la escena del accidente, que es simple y llanamente memorable. Por un lado, al igual que ya ocurría con el final de Amenaza en la sombra (Don´t look now!, 1973), aclara y pone en contexto la pesadilla múltiple, que resulta ser un sueño premonitorio; por otro, contradice, se enfrenta y contrasta con el tono general de la película, que hasta ahora ha sido de lo más pausado e hipnótico; somnífero, si se prefiere. Se trata de un logro enorme del montaje y de la planificación, un accidente rodado con maestría, emoción y mimo en el detalle, rico en matices. Junto con la abducción del inicio, es la escena más recordada de la película. Deja patente que Vickers es una directora de talento que, si bien se deja a veces embriagar por su propia retórica, es capaz de alcanzar momentos sublimes, dignos del mejor Lynch.


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