publicado el 15 de abril de 2013
Curioso caso el de Jack Hill. Nacido en 1933, alumno aventajado de la factoría de Roger Corman – dirigió sin acreditar algunas escenas de La mujer avispa (The wasp woman, 1959) y El terror (The terror, 1963)–, impulsor del temible subgénero de los filmes de mujeres encarceladas –The big doll house (1971)– y descubridor y principal valedor de la actriz Pam Grier en dos títulos decisivos del cine blaxploitation, Coffy (Id., 1973) y Foxy Brown (Id., 1974), su figura empieza a ser reivindicada en los últimos años como una de las más particulares de la serie B estadounidense de las décadas de 1960 y 1970, sobretodo a causa de su ópera prima, tardíamente elevada a la categoría de culto y, vista hoy, uno de los filmes más iconoclastas y fascinantes de una época irrepetible.
Pau Roig | Rodada 1964, Spider baby permanecería en un limbo legal por la bancarrota de sus productores hasta su estreno en 1968, hecho que motivaría un ligero cambio en su título original: el productor independiente David L. Hewitt, responsable de su distribución final, adoptaría el definitivo en detrimento del inicial Cannibal orgy [1]. En ese momento, Hill se encontraba en Hollywood dirigiendo a Boris Karloff en cuatro títulos filmados de manera simultánea para el productor mexicano Luis Enrique Vergara, La cámara del terror, Invasión siniestra, La muerte viviente y Serenata macabra, estrenados entre 1968 y 1971 y situados, por deméritos propios, entre las más demenciales producciones de terror y ciencia ficción de la historia. El realizador, además, ya había visto estrenados sus dos largometrajes siguientes, rodados también en condiciones penosas: el oscuro drama Mondo Keyhole (codirigido por John Lamb, 1966) y el más conocido filme de terror Blood bath (codirigido por Stephanie Rothman ese mismo año), muestra quizá concluyente de la demencial explotación laboral a la que Corman sometía a sus colaboradores, también de su obsesión por el reciclaje [2].
Hasta la (inesperada) repercusión de The big doll house, de hecho, la carrera de Hill no acabaría de levantar el vuelo, aunque nunca llegaría a tener la continuidad necesaria: tras The swinging cheerleaders (1974) y The Jezebels (editada en vídeo en España con el lamentable título de The warriors 2: “Las navajeras”, 1975), de hecho, pasarían más de siete años hasta su regreso a la dirección en la que, a la postre, sería su última realización, Sorceress (1982), penosa incursión en los pantanosos terrenos de la fantasía heroica escrita por el execrable Jim Wynorsky y firmada con el seudónimo de Brian Stuart. Puede que si Spider baby hubiera sido más conocida, si hubiera tenido la repercusión que sin duda merecía, su carrera hubiera seguido otro rumbo, pero no sería hasta su lanzamiento en vídeo años después del estreno de Sorceress que la película empezaría a adquirir el estatus de culto que atesora hoy en día, sobretodo en Estados Unidos. Parecía predestinada a ello ya desde su rodaje, finiquitado en siete días con un presupuesto ridículo de 65.000 dólares, y contando con la (aquí imprescindible) presencia de Lon Chaney Jr. (1906-1973) en el mejor papel de su errática carrera. Lanzado a principios de la década de 1940 como la nueva gran estrella del cine de terror de la Universal –El hombre lobo (The wolf man, George Waggner, 1941)–, Creighton Tull Chaney nunca tuvo el talento de su padre, el llorado Lon Chaney, y su desmesurada afición a la bebida acabó relegándole primero a la televisión y después a la serie Z, una larga decadencia en la que llegaría a participar en títulos tan cochambrosos como House of the black death (Harold Daniels y Jerry Warren, 1965), La galería del terror (Gallery of horror, David L. Hewitt, 1967) o Drácula contra Frankenstein (Dracula vs. Frankenstein, Al Adamson, 1971).
Spider baby probablemente sea el filme que mejor supo aprovechar su inexpresividad, ya maquillada por el paso del tiempo y el alcoholismo, su voz grave y pastosa y, sobretodo, su imponente físico y su rostro bonachón: el malogrado actor incluso interpreta, y con gran entusiasmo, la genial canción que acompaña los títulos de crédito iniciales, una divertida sucesión de dibujos animados que en poco o nada presagian los horrores de los que vamos a ser testigos a continuación (aunque la letra va en un sentido opuesto): “Screams and moans and bats and bones / Teenage monsters in haunted homes / The ghosts on the stair / The vampires bite better / Beware, there's a full moon tonight / Cannibal spiders creep and crawl / Boys and ghouls having a ball / Frankenstein, Dracula and even the Mummy / Are sure to end up in someone's tummy / Take a fresh rodent, some toadstools and weeds / And an old owl and the young one she breeds / Mix in seven legs of an eight-legged beast / Then you are all set for a cannibal feast / Sit around the fire with the cup of brew / A fiend and a werewolf on each side of you / This cannibal orgy is strange to behold / And the maddest story ever told” [3].
Resulta francamente difícil imaginar a otro actor que no sea Chaney en la piel de Bruno, el inocente y afable chófer de una familia venida a menos que en su lecho de muerte prometió al patriarca Titus W. Merrye cuidar de sus tres hijos hasta el final de sus días. Una promesa que no sería tan complicada de cumplir de no ser por la misteriosa enfermedad degenerativa que padecen todos los miembros de la extravagante familia, “el síndrome Merrye”, que como su propio nombre indica empieza y acaba en la propia familia y se caracteriza por una regresión infantil progresiva e irreversible que en su fase final puede derivar incluso hacia el canibalismo.
Bruno vive una vida aparentemente idílica en la vetusta mansión familiar, perdida en medio de una zona rural y en compañía de los tres hijos de Titus, Virginia (Jill Banner, 1946-1982) y Elizabeth (Beverly Washburn, nacida en 1943), que pese a su edad se visten y actúan como dos niñas pequeñas, y Ralph (Sid Haig, nacido en 1939), el más afectado por el síndrome familiar, medio monstruoso y medio retrasado aunque de apariencia mucho menos inofensiva de lo que puede parecer a primera vista. Los cuatro personajes, más algunos parientes encerrados en un lóbrego sótano a causa de lo avanzado de su degeneración física y mental, conforman una familia terriblemente disfuncional pero sin duda feliz que vive una vida libre de ataduras morales y sociales de ningún tipo, un mundo propio que no resiste ni resistirá ningún cambio, ninguna intromisión del exterior, por pequeña que sea. Y este será, precisamente, el principio del fin: la visita inesperada y no deseada de dos primos lejanos que ignoran la verdadera historia de la familia, Emily (Carol Ohmart, nacida en 1927) y Peter (Quinn Redeker, nacido en 1936), será el detonante de un estallido de locura y violencia que acabará con la destrucción de la familia. Obsesionada con heredar el rico patrimonio de Titus y de desembarazarse de sus tres hijos de cualquier manera, Emily viaja acompañada de un abogado de pocas luces (Karl Schanzer, caracterizado con un ridículo bigotito que recuerda, y mucho, al de Adolf Hitler) y de su atractiva secretaria (Mary Mitchel, nacida en 1940), y está dispuesta a permanecer los días que sean necesarios en la casa hasta conseguir demostrar que Bruno no está capacitado para cuidar de sus tres primos. Sólo los espectadores han sido testigos, en la escena inicial, de la terrible suerte del cartero de color que traía a los últimos descendientes de Titus W. Merrye el anuncio de la inminente llegada de sus parientes y del abogado (el recurrente actor de color Mantan Moreland): atrapado accidentalmente por el marco de una ventana, el pobre desgraciado será la víctima propiciatoria del juego favorito de Virginia, “el juego de la araña”: tras cubrir a su víctima con una red similar a una telaraña, rajará sin compasión su rostro y su cuerpo con dos afilados cuchillos de cocina. Jack Hill establece así, ya de entrada, el estilo y el tono del filme, que tanto puede contemplarse como una comedia negra terrorífica como un filme de terror salpicado por salvajes notas de humor negro.
El esquema tradicional del horror, que muestra la invasión de nuestra realidad cotidiana (o en todo caso de una realidad tranquila y apacible) por parte de un elemento hostil y más o menos malvado, aparece transmutado, puesto del revés: las víctimas indefensas de una normalidad gris y burocratizada son aquí los monstruos, mostrados, en otra vuelta de tuerca sin red, como criaturas indefensas y sin el menor ápice de maldad. Virginia, Elizabeth y Ralph no son realmente conscientes de lo depravado de su comportamiento, ni conocen otras reglas sociales y de convivencia que no sean las de su particular universo trastornado pero también, siempre que nadie se atreva a invadirlo o violentarlo, apacible y feliz. Hill dota de una sorprendente coherencia narrativa y dramática una trama delirante que parte de algunos de los estilemas entonces en boga en el terror psicológico –en determinados aspectos, sobretodo estéticos, no estamos muy lejos de una perversa mezcla en clave infantil de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) y ¿Qué fue de Baby Jane? (What ever happened to Baby Jane?, Robert Aldrich, 1962), que prefigura además aspectos del posterior “American Gothic”– dinamitando desde dentro sus propias convenciones con elevadas dosis de comedia truculenta y con un trabajo de puesta en escena poco dado a los efectismos pero que por su crudeza y por su bien medida economía narrativa anticipa no pocos aspectos del slasher que hará furor muchos años después en la serie B y la serie Z.
En este contexto, tan propenso a recursos de brocha gorda y a salidas de tono, el personaje de Bruno ejerce la función de bisagra, de conector entre la realidad que la familia a su cuidado ignora y su particular mundo de juegos y horrores degenerados / degenerativos. Las desgracias (es decir, los asesinatos) ocurrirán sólo en su ausencia, en los contados momentos en los que debe ausentarse de la mansión, y ya desde la llegada de Emily y su comitiva hará todo lo posible por ahuyentarlos de la casa, sin éxito. Bruno, así, sólo vive por la felicidad de los últimos Merrye que quedan sobre la faz de la Tierra, pero al mismo tiempo será incapaz de solucionar el drama al que parecen inevitablemente destinados; tras una excursión nocturna en busca de secretos inconfesables con los que conseguir la victoria de su clienta en los tribunales, el abogado será la primera víctima de Elizabeth y Virginia en una escena ambientada en el sótano de la casa y filmada por Hill con la misma brutalidad que el asesinato del cartero: tras descubrir el escondite de los tres hermanos de Titus aún vivos, a los que Bruno mantiene encerrados en una especie de foso para evitar problemas mayores, el abogado será testigo de la aparición, en lo alto de las escaleras, de dos siluetas femeninas filmadas en un picado a contraluz que no permite distinguir sus rostros. Segundos después Virginia y Elizabeth se abalanzarán sobre él armadas con cuchillos y una lanza y haciendo gala de una furia asesina verdaderamente inquietante.
No correrá mucha mejor suerte la propia Emily: tras pasar parte de la noche probándose los atrevidos camisones y saltos de cama que ha descubierto en el armario de su habitación, será perseguida por las dos hermanas campo a través hasta acabar en las pervertidas manos de Ralph en una escena de violación que resulta insoportable por la pericia de Hill tras la cámara: el hecho de no mostrar absolutamente nada, prácticamente ni siquiera de insinuar, obliga a los espectadores a imaginar lo que está sucediendo. Bruno, mientras tanto, se ha ausentado otra vez de la casa, según sus propias palabras para ir a buscar un regalo para las “pequeñas”: no será testigo, así, del regreso de Peter y de la secretaria del abogado, que tras pasar la noche de bar en bar tomando copas no han encontrado ningún motel en el que hospedarse. Peter estará a punto de ser víctima del “juego de la araña” de Virginia, que con sus maneras inocentes y divertidas ha conseguido atarlo a una silla utilizando su particular telaraña; tras descubrir en una habitación el esqueleto de Titus W. Merrye, vestido con pijama y todo, la secretaria acabará secuestrada por Ralph y encerrada en el sótano. La llegada del chófer pondrá fin a tan delirante sucesión de atrocidades: el regalo para la familia Merrye son unos cartuchos de dinamita robados de unas obras cercanas y que acabarán de una vez por todas con su aberrante existencia.
De una vez por todas? Es el propio Peter quién explica la historia: en un prólogo en el que se atreve a mirar directamente a cámara, como si fuéramos a ser testigos de un documental, nos ha informado de las particulares características del “síndrome Merrye”; ahora, en un epílogo aparentemente feliz ambientado diez años después del final de la historia, nos explica que la muerte de todos los descendientes de la familia provocó la definitiva desaparición de la enfermedad. Cierra el filme el terrible plano de su hija, nacida de su unión con la secretaria, contemplando con expresión ausente y decididamente extraña las evoluciones de una araña en la telaraña de su jardín…
FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:
EUA, 1964. 82 minutos. B/N. Dirección, guión y montaje: Jack Hill Producción: Gil Lasky y Paul Monka, para Lasky-Monka Fotografía: Alfred Taylor Música: Ronald Stein Dirección artística: Ray Story Intérpretes: Lon Chaney Jr. (Bruno), Carol Ohmart (Emily), Quinn Redeker (Peter), Beverly Washburn (Elizabeth), Jill Banner (Virginia), Sid Haig (Ralph), Mary Mitchel (Ann), Karl Schanzer (Schlocker).