publicado el 12 de febrero de 2006
Juan Carlos Matilla | Como en muchos de sus anteriores filmes, un conjunto de imágenes filmadas en vídeo suponen el leit motiv del nuevo título del director austriaco Michael Haneke, Caché (Escondido) (Caché, 2005), una excelente película que, a partir de la adopción de ciertos motivos propios del thriller y el melodrama, consigue superar algunos de los lastres más molestos del cine de su creador. Filme sobre la culpa y la expiación, Caché narra con ritmo firme pero contendido, la odisea de un matrimonio (encarnado espléndidamente por Daniel Auteil y Juliette Binoche) acosado por una serie de paquetes anónimos en los que un desconocido les envía extrañas grabaciones de su entorno familiar acompañadas de truculentos dibujos infantiles.
Caché supone un evidente paso adelante en la filmografía de Haneke debido a su planteamiento menos teórico y más lírico de lo habitual, al acierto de su puesta en escena (más dramática que expositiva) y al atractivo intimismo del relato. Estos aciertos se basan en la superación de algunos motivos reiterativos de su cine anterior que a pesar de su interés, comenzaban a ahogar sus propuestas más destacadas (véase el caso de La pianista, 2001, un brillante filme adolecido por un enfoque excesivamente frío y teórico).
Caché supone un evidente paso adelante en la filmografía de Haneke debido a su planteamiento menos teórico y más lírico de lo habitual, al acierto de su puesta en escena (más dramática que expositiva) y al atractivo intimismo del relato.
En uno de los planos secuencia más importantes de Código desconocido (Code inconnu, 2000), el personaje encarnado por Juliette Binoche mantiene un larguísimo y siniestro diálogo en off con un presunto asesino en serie que pretende filmar su tortura y muerte. La enorme turbación del segmento se rompe al comprobar de súbito que en realidad estamos en el set de rodaje de un filme de misterio del que Binoche es la protagonista. De esta manera, Haneke demuestra su siniestra (pero a la vez clarificadora) obsesión por mostrar el lado perverso de la imagen, por desvelar que ésta no es más que un medio de representación y no una verdad absoluta. En los filmes de Haneke (y, aunque algunos lo nieguen, en todo el cine en general), las imágenes nunca son inocentes, están completamente mediatizadas y siempre debemos desconfiar de ellas. El cine no es un dogma de fe, más bien un arte de la (sana) impostura.
Este factor clave para entender el cine de Haneke vuelve a aparecer en Caché pero esta vez aparece mejor enclavado en el relato. A veces, esta visión de la imagen como representación ha perjudicado en exceso las películas de Haneke ya que los convertía en sórdidos filmes de tesis con más ideas conceptuales que brillantes soluciones de puesta en escena. En Caché, algunas de las formas habituales de su cine que están íntimamente ligadas con la capacidad falseadora de la imagen (como los epifánicos planos secuencia, el uso de diversos formatos o la ruptura del punto de vista del espectador respecto a lo filmado) están mejor integrados ya que por primera vez tienen un sentido dramático y no sólo abstracto (basta ver el excelente partido que le saca a los enigmáticos planos secuencia que encierran las cintas de vídeo, el tremendo plano fijo el que uno de los protagonistas se quita la vida amén de los dilatados segmentos de puro suspense que trufan el relato).
En Caché, algunas de las formas habituales de su cine que están íntimamente ligadas con la capacidad falseadora de la imagen (como los epifánicos planos secuencia, el uso de diversos formatos o la ruptura del punto de vista del espectador respecto a lo filmado) están mejor integrados ya que por primera vez tienen un sentido dramático y no sólo abstracto.
Otro tema aparte sería la adecuación de este tipo de narración a un relato que trate sobre las heridas del pasado, la necesidad de expiación y, sobre todo, la relación entre la ficción y una realidad tan dolorosa como el conflicto de Argel. Y aquí tengo serias dudas sobre si los juegos metalingüísticos de Haneke son la herramienta más acertada para explorar las consecuencias de un doloroso acontecimiento del pasado. Toda la filmografía del director austriaco está más pendiente de enarbolar un polémico tratado sobre la postura del espectador ante la naturaleza de la imagen que de filosofar sobre qué papel han de jugar las imágenes y el cineasta ante la realidad circundante. Su cine es, en fin, un arte de la distancia y no tanto del entorno. Entre reflexionar sobre la función de las imágenes o sobre su esencia, está claro que a Haneke le interesa más lo segundo.
A propósito del estreno de su anterior filme, El tiempo del lobo (Le temps du loup, 2003), ya comenté que en el cine de Haneke se había producido una inflexión hacia propuestas más decorosas respecto al sufrimiento de sus personajes. Sin perder un ápice de su celebérrimo tremendismo, en ambos filmes resulta perceptible un acercamiento más compasivo hacia sus criaturas. En Caché, el turbio descenso a los abismos de la culpa del personaje interpretado por Auteil está filmado sin el distanciamiento habitual del realizador austriaco y, en algunos momentos, se advierte en la puesta en escena una cercanía hacia el personaje del todo inaudita (a retener la brillante secuencia de la confesión de Auteil a su esposa, rodada en delicada penumbra y con una planificación más íntima que desapegada). Fruto de este nuevo lirismo, nace el último plano secuencia del filme: un emotivo y esclarecedor plano en el que se recupera el trágico pasado de los personajes sin que el distanciamiento formal (un plano general rodado con una amplia profundidad de campo) caiga en un mero recurso disyuntivo gracias a la evidente carga dramática de lo que muestra. Por una vez, la forma y el fondo de un filme de Haneke navega hacia la comprensión del sufrimiento humano y no sólo a su mero diagnóstico.