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publicado el 17 de enero de 2014

El capitalismo como espectáculo de masas

Jordan Belfort es el nombre de un bróker real fundador de una compañía que se dedicó durante años a estafar a pequeños y grandes inversores. En la película de Martin Scorsese, basada en el libro del mismo nombre, El lobo de Wall Street, le vemos a menudo arengando a sus empleados con un micrófono, siguiendo una estética que le conecta directamente con los vendedores de crecepelos y los falsos predicadores, aunque, sobretodo, con el mundo del espectáculo. La última película de Scorsese, potente, poderosa, soez y provocadora, es una puesta en escena del capitalismo, plasmado en la pantalla como una fusión de los instintos más bajos y poderosos: la dominación y el sexo, pero siempre bajo el prisma del star-system: los brókers son millonarios porque son un modelo a seguir, una suerte de espejo para un público ávido. El lobo de Wall Street nos habla del capitalismo como espectáculo… y lo cierto es que Scorsese nos ofrece todo el espectáculo del mundo.

Marta Torres | El lobo de Wall Street se emparenta con la filmografía anterior de Scorsese porque, igual que ocurría en Uno de los nuestros o Casino, habla de un personaje de ascenso rapidísimo y fulgurante caída. Sin embargo, en esta ocasión, este ícaro moderno no forma parte de la mafia propiamente dicha, sino que trabaja como bróker y su área de influencia le emparenta más con los poderes financieros y sus miserias. En una época post-Lehman Brothers o Bankia, Scorsese nos presenta una realidad financiera en cierto modo inocente ante la opinión pública y en todo su optimista apogeo: los años 90. No olvidemos que la frase “Es la economía, estúpido” fue el lema de campaña más empleado por Bill Clinton en 1992, época en que el culto al dinero estaba en todo su apogeo. De aquí que El lobo de Wall Street funcione como una versión supervitaminada y anfetamínica de Casino. Como comentábamos más arriba Scorsese nos ofrece un espectáculo a lo grande, con movimientos de cámara poderosos, travellings, desfiles de starlets, montones de dólares, montones de chicas desnudas, muchas drogas y algunos enanos voladores. En medio de este circo, el mayor espectáculo del mundo, los protagonistas evolucionan como monos de feria, felices, infantiles y hasta divertidos. Del tipo de diversión que uno esperaría encontrar en el infierno.

Si tuviéramos que definir El lobo de Wall Street nos caería más cerca de la comedia que del thriller. La película es una gamberrada de proporciones cósmicas, un filme donde Scorsese ha puesto toda su mala leche sin reparar en críticas o academias de cine. Quizá porque se sienta joven o por todo lo contrario, ha decidido aprovechar la oportunidad para ponernos delante de las narices las miserias del culto desmedido al dinero y lo ha hecho recurriendo al humor más sardónico y cruel que ha podido sacarse de la chistera: la escena en que una secretaria se deja rapar el pelo por dinero es de una indignidad brutal, mientras que ver a Leonardo di Caprio (Jordan Delfort) arrastrándose por el suelo absolutamente drogado eleva la degradación humana al slapstick más desaforado y parrandero que he visto en años.

Scorsese ha firmado un filme con garra y descaro, voluntariamente superficial y algo dado a reírse de sus protagonistas y de su público (la escena donde el protagonista da una charla ante un público aborregado y ávido de espectáculo es deliciosamente ambigua en este aspecto), y filmado con unas ganas de hacer cine y de marcar estilo que no veíamos desde hace años en su filmografía.


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