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publicado el 15 de marzo de 2006

El cubo mágico

Marcos Vieytes | Debo confesar que desde hace casi tres décadas una parte muy importante de mi persona se ha quedado a vivir en la casa del abuelo de Heidi, irremediablemente enamorado de Clarita y visitando vez tras vez a Pedro y su abuela. Cuando era bastante pequeño mi madre tuvo la feliz idea de hacerme leer la versión de la novela de Johanna Spyri que dibujara Hayao Miyazaki, por entonces un total desconocido para mí, y transformarme en un coleccionista empedernido de una colección de libritos de tapa dura que aún conservo en una caja con juguetes y demás cosas de la niñez. Pasaron los años y cuál no fue mi sorpresa al enterarme de que el hacedor (palabra que en la antigüedad solía designar a los poetas) de la maravillosa El viaje de Chihiro no era otro que el diseñador, dibujante, guionista y muchas veces director de un conjunto de series animadas sobre clásicos infantiles como Marco, de los Apeninos a los Andes, Anne of green gables y la tan querida Heidi que marcó lo mejor de mi más temprana niñez.

Ahora me toca escribir la crítica de su última película, El castillo ambulante (Hauru no ugoku shiro, 2004), y feliz por el hecho no dudo en decir que el de Miyazaki no sólo es uno de los grandes nombres del cine de animación, sino del cine a secas. Un autor que ha elaborado una poética propia basada en su amor a la novela decimonónica, pero también al cine clásico estadounidense y cuyo imaginario de cielos (que nada tienen que envidiarle a los de las películas de Howard Hawks), niñas, pasto, viento, luz, magia y contrastes de color (tan festivos y/o libres como los de Renoir en French Can Can y Elena et les hommes) se mantiene a lo largo del tiempo y es capaz de renovar el estado de gracia casi sobrenatural que provoca por momentos en el espectador, además de su dinámico ánimo lúdico y un afán ético que no disminuyó con el tiempo ni derivaron hacia la diversión frívola o el banal mensaje pacifista. Miyazaki, como siempre, sigue creyendo en la posibilidad de conseguir un equilibrio entre la máquina, la naturaleza y el hombre. De allí que sus personajes protagónicos, siempre un poco al margen de la sociedad, nunca se desconecten del todo de ella. Así, al par del diálogo entre el protagonista y la naturaleza siempre establece una dialéctica entre la vida solitaria de las criaturas más atípicas y una vida comunitaria activa, febril y no exenta de alegría.

Miyazaki, como siempre, sigue creyendo en la posibilidad de conseguir un equilibrio entre la máquina, la naturaleza y el hombre. De allí que sus personajes protagónicos, siempre un poco al margen de la sociedad, nunca se desconecten del todo de ella.

Pero antes de meternos de lleno con su última película, es bueno tener en cuenta cuáles son algunas de las constantes estilísticas de Miyazaki. En su mundo, la transformación de las cosas, los objetos y las personas que lo habitan es permanente. Como en el viejo cubo mágico que usábamos los chicos de hace dos décadas para combinar formas y colores y que consistía en un gran cubo subdividido en un definido número de cubos más pequeños, en el cine de Miyazaki no hay mundos opuestos sino elementos que coexisten en distintos planos. Por lo tanto, siempre hay puertas o umbrales a mano para viajar de un universo a otro. El castillo errante del mago Hauru, sin ir más lejos, tiene una sola puerta que da a muchos exteriores distintos y el mismísimo título de la película alude a la movilidad de ese castillo/barrio que se traslada como si fuera un organismo viviente. A su vez, la joven Sophie es convertida en una anciana ni bien comienza la película, pero su espíritu y su fisonomía van cambiando, sin atenerse a un orden cronológico específico, según el punto de vista de quien la mire o el estado de ánimo que la domine. Esta inestabilidad tan propia de la imaginación libre y creativa queda notoriamente expuesta en ese personaje singular que es Calucifer, demonio del fuego con forma de llama que, como todo fuego, no tiene forma fija sino que cambia según influyan en él las más diversas variantes físicas. En palabras del crítico Agustín Masaedo, el cine de Miyazaki es un cine de sueño, de invención y de juego, y en El increíble castillo vagabundo no hay más que una dialéctica contemplación-movimiento, liberada y liberadora de cualquier regla narrativa.

Ese castillo del título, además de los lanzabombas y las gráciles lanchas voladoras, es revelador de otra de las aficiones de este excepcional artista que ha hecho del artesanado una de las formas de las bellas artes. Su enorme gusto por el diseño de ingenios mecánicos lo ha llevado a inventar artefactos que parecen salidos de una novela de Verne, lo cual da a muchas de sus películas un aire de futurismo anacrónico que parece estar ligado a la infancia como reservorio de la imaginación y el juego. Pero entre juguetes coloridos y excepcionales aventuras, Miyazaki suele (d)escribirnos la crónicas de un viaje que no suele ser otro que el de la iniciación a la vida adulta. Si ello era más que obvio en El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi), Kiki´s delivery service, la serie de televisión Conan, el niño del futuro (Mirdi shonen Conan) y en Mi vecino Totoro (Tonari no Totoro), esa dimensión argumental no desaparece por completo en su última película. Es cierto que Sophie es una adolescente que envejece de pronto y que Hauru es un joven mago que asumió demasiado pronto una conciencia del mundo y unas responsabilidades que lo exceden, pero ambos siguen siendo chicos y juntos encuentran la manera de enfrentar los trámites burocráticos del mundo adulto, magníficamente ejemplificados en la visita al palacio real.

Pero en el universo Miyazaki crecer no es acomodarse al sistema sino encontrar el amor y la amistad para, junto con ellos, ingresar a un plano de equilibrio en el que la responsabilidad y la libertad no se excluyen mutuamente ni dejan fuera a la alegría.

Pero en el universo Miyazaki crecer no es acomodarse al sistema sino encontrar el amor y la amistad para, junto con ellos, ingresar a un plano de equilibrio en el que la responsabilidad y la libertad no se excluyen mutuamente ni dejan fuera a la alegría. Pues Miyazaki jamás expulsa los diversos planos de su mundo, sino que tiende a integrarlos en una convivencia extraña que depara sorpresas tan gratas como hacernos pasar del rechazo hacia la bruja Arechi por la maldición que ha echado sobre Sophie al cariño que sentimos finalmente por ella, ya devenida abuelita y parte de otra más de esas familias no tradicionales, tan comunes en su filmografía, y sustentadas por elecciones sentimentales más que por lazos de sangre. Pues así como el director japonés jamás enfrenta a la juventud y la vejez, al juego y la responsabilidad, al nativo y al extranjero en catogorías binarias irreconcialiables, logra un registro conmovedor que no escinde “lo fantástico” y “lo real”, sino que naturaliza los elementos fantásticos, incorporándolas desde el vamos al universo de los personajes y al verosímil de la ficción. Los habitantes de la típica ciudad europea de mediados del siglo XVIII en la que vive Sophie ven pasar esa mole edilicia rodante que es el castillo vagabundo desde sus ventanas sin la más mínima sorpresa, van al mercado a comprar fruta como van a lo del mago Jenkins, y luego de perder setenta años en un segundo por una brujería dicen, después de la sorpresa inicial: “En fin, la vida es bella. Todavía conservo la dentadura.” Expresión a la que suscribo, no sin dejar de sugerir está otra: “En fin, el cine es hermoso. Siempre tendremos a Miyazaki.”


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