publicado el 28 de enero de 2015
Marta Torres | En 1977 Leiji Matsumoto creó una serie manga, que fue llevada un año más tarde a la televisión por Toei animation, en la que un capitán pirata, Harlock, y la tripulación de su nave, la Arcadia, intentaban despertar a una humanidad de su sopor para evitar su conquista a manos de una raza extraterrestre: las amazonas. Harlock representaba, por tanto, la chispa subversiva en un mundo dominado por la autocomplaciencia y el hedonismo. Era a finales de los años setenta y la economía japonesa resurgía de la crisis del petróleo; al tiempo que la cultura del país navegaba entre los ideales setenteros tomados de las democracias occidentales y el consumo de masas que representaba la televisión. De esta forma, El capitán Harlock se convertiría en un producto ambiguo entre los ideales que aseguraba representar y su ascendencia televisiva y cultural mainstream. Algo así como un capitán pirata formando parte de la sociedad consumista que decía combatir. En todo caso, el personaje creado por Matsumoto, aunque de raíz trágica y algo oscura, conservaba su pátina de producto algo infantil, o para adolescentes de hace treinta años. Se creó, eso sí, un mito estético de singular potencia encabezado por una nave espacial de connotaciones punk y hasta metaleras, y un pirata que parecía reflejar el romanticismo glam de ciertos cantantes de música rock.
Convertir este referente de los setenta en un producto consumible tres décadas más tarde parece tarea fácil. Toei Animation, que sigue ostentando los derechos de la serie, nos presenta un producto adaptado a la época: más oscuro, más sexualizado y en tres dimensiones, es decir, menos infantil que su predecesor, pero estéticamente deudor del original: ni siquiera le han variado el traje al protagonista y los personajes conservan su rebeldía romántica algo impostada. Eso sí, la película ha incorporado algo de la tradición estética del cine posterior de ciencia ficción: el oeste y las naves de Firefly, los cazas de Battlestar Galactica, la nueva, e incluso Star Wars, son algunos ejemplos. Si acaso, el nuevo Harlock es un producto aún más adolescente, en toda la plenitud de lo que esto significa. El filme carga las tintas en el mito del ser desarraigado, e incluso hace referencia expresa al Holandés Errante y su nave maldita, lo que no es más que un síndrome de Peter Pan llevado al extremo. La figura del pirata incomprendido posee una languidez existencialista que conecta con el público adolescente japonés, además de una ambigüedad sexual calculada que parece que forma parte del espíritu de muchos manga del país nipón.
Como exaltación de lo adolescente, la película celebra la distopía, la tragedia vista como forma de vida e incluso de salvación de lo mundano, representado en la película por la totalitaria sociedad Gaia, que mantiene al mundo sometido gracias a la ilusión de la utopía. No por casualidad la autoridad en la película tiene los tics de la militarizada sociedad japonesa de principios de siglo, disfrazados hábilmente bajo una estética austrohúngara. Con su guión imposible de giros y enfrentamientos morbosos, sus luchas alargadas en el tiempo, sus conflictos exagerados y su postureo, en el fondo, antiromántico, la película parece reivindicar una única forma de enfrentarse a la edad adulta. La estética que propone la película a esta sociedad jerárquica y ordenada es la de las tachuelas, las calaveras y la ambigüedad del rock, presentados aquí como una revolución que nace muerta y sin esperanzas. La utopía no es posible y sólo nos queda dejar un bonito cadáver. Es decir, sólo nos queda la estética de la subversión.