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publicado el 24 de agosto de 2017

Stranger Things Vallecas

El cine de horror comercial debe exigirse buscar formulas atractivas sin traicionar sus anclajes en el pasado, sus resortes clásicos y una tradición transversal, universal y reconocible para el espectador. Verónica, la última apuesta por el horror menos subliminal de Paco Plaza concentra todo esto y más con suma inteligencia. Con REC (2007) formando un poderoso tándem con Jaume Balagueró, el director valenciano apostó por el horror en un ambiente realista y cotidiano creando un discurso autóctono y muy muy próximo. Títulos como El segundo nombre (2002) o Romasanta, la caza de la bestia (2004) (incomprendida y valiente cinta), además de su aportación de peso en la saga REC, dejan a las claras que Paco Plaza tiene un discurso riguroso e impecable, pero quizá nunca acabó de despegarse de la sombra del bueno de Jaume Balagueró de una manera decisiva y eso le ha llevado a ser durante demasiado tiempo un director velado, que no en la sombra. Siempre se ha comentado que precisamente Paco Plaza dentro de la saga REC era el director que más cuidaba la parcela actoral y ciertos detalles mientras Balagueró orquestaba con atino todo el universo asfixiante y las atmósferas. De hecho REC 3: Génesis (2012), su incursión en solitario en la saga a modo de precuela es la más desinhibida y la apuesta que dibuja más trazos de comedia negra y distanciamiento. Todo ello es difícil de determinar, de hecho Balagueró reacciona con sorpresa y expresión confusa cuando alguien afirma tal cosa. Sea como sea, y con ambos realizadores como puntales de una manera de entender el fantástico revolucionaria en las últimas décadas, perece que ha llegado el momento Plaza, la puesta de largo del filme que redefine su personalidad, su discurso y nos amplifica todo aquello que ya podíamos intuir.

Lluís Rueda | Con Verónica, el director valenciano nos propone su propio “Expediente Warren” a la española y a su vez nos regala un ejercicio de nostalgia que podría entreverse como el reverso del costumbrismo de la popular serie Cuéntame. Las claves: un impecable trabajo a la hora de destilar la iconografía urbana y social de principio de la década de 1990, el aprovechamiento novedoso de la crónica oculta y parapsicológica que, ya en aquella época, aterrizó en la televisión y, sobretodo, eclosionó en programas de radio que marcaron a toda una generación. Por último, cabe destacar el manejo perfecto de la mecánica del suspense que se mira, muy especialmente, en el legado del cine de horror italiano y en unos cuantos clásicos del cine de horror estadounidense de la décadas de 1970 y 1980. La fórmula dinamita la pantalla por su frescura expositiva sin revelarse revolucionaria; Verónica es un filme de oficio, un delicia artesana y un paradigma de cine inteligente que cuida sus detalles ambientales, la parcela actoral y lleva su ambientación a unos límites exquisitos, algo de lo que adolecen la muchos de filmes de género en España.

Verónica propone un ejercicio de nostalgia a la manera de la serie Stranger Things, situando a una adolescente con problemas y a su hermanas pequeñas en el ojo del huracán de un extraño portal al mundo de los espíritus en pleno centro de Vallecas. Basado en hechos reales, la película se basa libremente en el único caso paranormal en Espeña presenciado por la policía una noche de junio de 1991 y que generó un informe muy polémico. Para situarnos en el contexto y buscar nuestra empatía, Plaza nos propone una inmersión cultural e iconográfica de esa época donde no faltan gadgets retro como los “walkie talkies”, los “walkman”, el “Simón” y toda suerte de elementos que no juegan un papel de puro atrezzo, al contrario, son motor de la historia, de la misma manera que lo es el apartamento de edificios con sus cuadros de ciervos y figuritas de Lladró o los sujetos del vecindario arquetípico de extraradio, como esa vecina cotilla llamada Josefa.

La Verónica protagonista es una chica con problemas de socialización, fan de Héroes del Silencio (como muchos de nosotros fuimos), con un carácter reservado que se ha de hacer cargo de su familia mientras su madre (Ana Torrent) regenta un bar de medio pelo. El detonante de este relato terrorífico parte de los cientos de casos de la época en que la experimentación con una tabla ouija (que en aquellos días podía adquirirse en los quioscos) detonó la psicosis entre algunas adolescentes impresionables y en pleno desarrollo de su sexualidad. El filme propone una de esas situaciones de histeria que todos, los de cierta generación, hemos vivido en alguna ocasión como detonante de un mal insondable, donde la figura del padre ausente y la culpa tienen enorme protagonismo. Pero Plaza forcejea con esa estética cotidiana y alumbra un relato paralelo en un colegio de monjas y con el advenimiento de un eclipse, preñando el trazado del argumento con elementos de paganismo, rituales esotéricos y una banda sonora inspirada en Goblin que casi nos hace calzarnos en un filme de Dario Argento a la manera de Suspiria (1977) o Inferno (1980).

Mientras los acontecimientos nefastos se van labrando mediante una magnífica gestión del “extraño suceso”, el filme se revela hipnótico gracias a la presencia de personajes secundarios como la anciana profesora ciega que parece comunicarse con el Más Allá (la escena de su irrupción en el sótano es sublime) o el encanto de los pequeños de la familia, en buena parte dueños de la función y oxígeno e inocencia para una historia escalofriante y de consecuencias irreversibles. El fin se aleja de todo pastiche para aportar buenas ideas en clave fantástica (como la de los colchones o el vaso y la puerta) e incluso se permite algunos pasajes fuera de tono pero que resultan apreciables en cuanto homenajean a un cineasta como Chicho Ibáñez Serrador y su filme ¿Quien puede matar a un niño? (1978). Todo luce en Verónica y luce a la perfección porque está situado donde debe. Tras su visionado se hace difícil pensar en el filme con otra estructura o enfoque, es preciso, acertado y la Verónica protagonista nos deja el poso de esas heroínas malditas e incomprendidas que, en aquella década de predesarrollo social, no eran apreciadas como personas diferentes o especiales sino como estigmatizadas (esto no ocurrió hasta la normalización de las redes o la popularización del cine de Tim Burton). Por lo demás, el filme supura terror, corta el aliento y es efectivo como pocos. Si hasta Plaza nos recuerda los coleccionables de “Lo desconocido” que comprábamos cual traviesos preadolescentes adoradores de lo oculto. ¿Qué más se puede pedir?


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