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publicado el 14 de marzo de 2019

El tren a la vida



Lluís Rueda | Mamoru Hosada, director de Summer Wars (Sama Wozu, 2009), Los niños lobo (Ōkami Kodomo no Ame to Yuki, 2012), El niño y la bestia (Bakemono no Ko, 2015) es de esos directores que genera tanta expectación como Masaaki Yuasa (Lu over the wall), Makoto Shinkai (Your Name), Hiromasa Yonebayashi (El recuerdo de Marnie), o una debilidad personal, Kenji Kamiyama, especialmente por su muy disfrutable Ancien y el mundo mágico (2017). Pero es el Mamororu Hosada de La chica que saltaba a través del tiempo (2016) quien hoy nos roba la atención con el estreno de su nuevo filme: Mirai, mi hermana pequeña, película nominada a los premios Oscar 2019 y premio de la Academia Nippon-sho como mejor filme de animación japonés del año. Mamoru Hosada juega en la liga de los grandes por méritos propios, y es por ello que muchos empiezan a compararlo con Mamoru Oshii o con dos emperadores del anime: el fallecido Satoshi Kon y Hayao Miyazaki. Mamoru Hosada tiene bien interiorizado el detallismo y la poética de Studio Ghibli pero también resulta un observador más eficaz a la hora de retratar la cotidianidad y la sociedad japonesa desde dos ángulos muy marcados, la fantasía de corte autóctono y el retrato intimista.

En Mirai, mi hermana pequeña, se nos plantea la odisea hogareña de un niño de 4 años, Kun, que cree haber perdido el favor y la atención de su madre tras el nacimiento de un bebé de nombre Mirai. El filme nos sumerge en cada detalle del día a día de la familia y convierte el jardín de la casa de modernos trazos arquitectónicos en una puerta dimensional hacia un mundo tomado por símbolos admonitorios y personajes extraordinarios, como el del propio perro de la familia convertido en un metafórico príncipe destronado. Un filme bonito y sensible, en su máxima y más sincera expresión, pero también algo previsible y encorsetado si nos atenemos a referentes inevitables como la siempre omnipresente El viaje de Chihiro (2001) del maestro Miyazaki, que además aborda una temática demasiado pareja. Para mi gusto arranca con unas prestaciones más efectivas cuando se aleja de la casa y coloca a Kun en diferentes instantes del árbol cronológico de la familia a la que pertenece, la sugerencia de los azares y destinos a través de una ramificación cuántica es toda una experiencia y cuando la cinta realmente te invita a dejarte llevar y situarte en la mejor resolución, aquella que sitúa a Kun en una estación de tren que podría ser la mismísima puerta del averno infantil, como espectador comienzas a palpar la verdadera magia de la que es capaz su realizador. Es Mirai, mi hermana pequeña un filme de instantes espléndidos, pero también, de una ineficaz poesía, redundante y en ocasiones algo postiza, que especialmente en el retrato familiar deviene cursi e insustancial. Con todo estamos ante una propuesta desinhibida y valiente, pero con una descompensada fijación por el detalle costumbrista que empantana el ritmo. La propuesta se disfruta y atesora una gran capacidad de embriagar a través del trazo, el movimiento y lo evocado. Sin ser una película de animación extraordinaria, sabe jugar bien sus cartas y se gusta, como un niño hedonista y malcriado. Lo mejor, sin duda, sus fugas imprescindibles y las opciones que atesora para relativizar ciertos lugares comunes que vivieron mejores acercamientos.

Sin embargo, vale la pena retozar en sus metáforas poderosas, como esas maquetas de tren que en el tránsito a la aceptación se trenzan en los anhelos del capricho y en la cruda realidad del paso del tiempo.


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