publicado el 11 de abril de 2006
Marcos Vieytes | El único recuerdo valioso —o sabroso, dada la naturaleza del mismo— que tengo de Demi Moore corresponde a la película Pensamientos mortales (Mortal thoughts, 1991) del siempre interesante director Alan Rudolph. Luego de asesinar al marido de su amiga, Demi se quedaba en bombacha y corpiño para lavar la ropa ensangrentada que tenía puesta, y los espectadores gozábamos con ese instante fugaz pero inolvidable de erotismo doméstico. En dicha secuencia su cuerpo fue mucho más deseable que en los más explícitos y masculinizados planos de Acoso sexual (Disclosure, 1994), Striptease (1996) y Hasta el límite (G.I. Jane, 1997) juntas. Luego de esa trilogía egocéntrica en la que su figura pública se fagocitaba a las mismísimas películas, parece que la ex de Bruce Willis ha decidido volver a presentarse como una mujer común y corriente y poner su presencia al servicio de las otras muchas partes que participan en una película. Lástima que la película en cuestión sea tan pobre.
En la tiniebla transcurre en Inglaterra y, por un momento, el acento de los demás actores, el paisaje rural, un guión que huele más a thriller que a terror, un faro en el que esperan fantasmas enamorados y unos acantilados tenebrosos, me recordaron al primer Hitchcock. La más que rutinaria puesta en escena, los recursos de cámara que huelen a cliché (entre otros, la consabida sucesión de fundidos encadenados para sugerir indecisión), unas vueltas de tuerca previas al desenlace tan violentas como volantazos y la notoria falta de valor para decidirse por una línea narrativa entre varias, nos recuerdan lo mucho que extrañamos a Hitchcock.
La Moore hace de Rachel Carlson, exitosa y millonaria autora de best sellers a quien se le muere su hijo y, al borde del divorcio, decide hacerle caso a una amiga que escribe una columna de chismes en un diario (a propósito, ¿puede un periodista de chimentos ser otra cosa que un villano?) e irse a pasar unos meses en una casa que da al mar y está lejos de todo. Una vez allí comenzarán a sucederse apariciones a las que pudiéramos encontrarle, al menos, tres explicaciones: invenciones de la mente atormentada por la pérdida de la protagonista, una conspiración en su contra (sirva este paréntesis para señalar que la pedestre imaginación del guionista sólo puede responder negativamente a la inquietud expuesta en el paréntesis previo) o presencias sobrenaturales.
Lo mejor de la película es que se pasa la mayor parte del tiempo proponiéndonos que adivinemos cuál de esas tres opciones es la correcta. Lo peor es la respuesta a ese acertijo: todas un poco, lo que incluye al fantasma amigable de turno que finalmente aparece para traer un poco de justicia al mundo de los vivos. Pero mientras ese momento no llega podemos disfrutar con la incertidumbre, y hasta entusiasmarnos con un gesto digno de la más pura ficción romántica o gótica, como es la relación amorosa con un muerto, aunque filmado de la manera más cursi y convencional posible. Aquí es, justamente, donde me acordé de Hitchcock. En manos de un poeta como el señor Alfredo ese amor hubiera tenido un vuelo visual digno de las páginas de Byron más que de las de Sidney Sheldon, y una entidad no explicada racional y miserablemente por el guión.
Muchos de los materiales que constituyen la estructura dramática de En la tiniebla lograrían ser, en manos de un artesano capaz, cuando menos una película poderosa y, en manos de un poeta popular una obra inolvidable. Pero Craig Rosemberg no llega, todavía, a ser siquiera lo primero.
Una película como esta convoca menos al tedio y la ira que a la reflexión sobre la singularidad del talento. Muchos de los materiales que constituyen la estructura dramática de En la tiniebla lograrían ser, en manos de un artesano capaz, cuando menos una película poderosa y, en manos de un poeta popular como el ya demasiadas veces mentado en esta crítica, una obra inolvidable. Pero Craig Rosemberg no llega, todavía, a ser siquiera lo primero. La serenidad con que encuadra y los ecos cinéfilos de algunas imágenes (el cine clásico, el más sobrio cine oriental de terror) darían lugar a la esperanza, aunque uno no sabe bien si esas influencias son elecciones del realizador o simples reflejos de una conciencia audiovisual no demasiado entrenada. El recuerdo de la irrelevante y bastante curiosa subjetiva final de un fantasma carnudo y vengativo pero bueno, con parpadeo del espectro incluido, y el dato de que este hombre también escribió la también mediocre El gran golpe (After the sunset , 2004) me hacen pensar que quizás hemos sido demasiado indulgentes con esta película.