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especial

publicado el 16 de mayo de 2006

Entre el telefilme barato y el delirio argumental

En contra de lo que pudiera parecer en un primer momento, fue en el terreno de los largometrajes donde la compañía de Subotsky y Rosenberg exploró o intentó explorar quizá no nuevos caminos dentro del género pero si caminos distintos y más arriesgados, aunque siempre más en relación al tema planteado que no al aspecto formal. La nómina de largometrajes de la Amicus, de hecho, es más extensa que la de las películas divididas en diferentes historias y, precisamente en este campo, algunas de sus producciones, pocas, podrían haber llegado a hacer sombra a la Hammer, sumida desde principios de la década de 1970 en una crisis económica y creativa de la que ya no se recuperaría.

Pau Roig | Una política errática y heterogénea

Subotsky, fiel a su concepción del cine de terror, nunca jugaría la baza del sexo y la violencia –sin duda el recurso más explotado por la Hammer en la época, a veces con resultados admirables, caso de El Dr. Jekyll y su hermana Hyde (Dr. Jekyll and sister Hyde, Roy Ward Baker, 1970)– en ninguna de sus propuestas. Contrariamente, la originalidad de los filmes de la Amicus, especialmente en la recta final de su producción de género, debe buscarse en las historias y en los guiones, que oscilaron entre los telefilmes baratos sin ningún interés hasta casi el delirio, entre el cine de terror psicológico y la modernización de algunos de los personajes clásicos del género, a veces con resultados bochornosos: en determinados casos, la ambientación contemporánea se revelaba fuera de lugar, incluso pasada de moda. La protagonista de la especie de remake inconfeso de El murciélago diabólico (The devil bat, Jean Yarbrough, 1940) que es The deadly bees (Freddie Francis, 1966), adaptación de la novela A taste for honey de H. F. Heard, por ejemplo, es una cantante pop del todo improbable que se retira a un granja solitaria en una isla donde pronto un enjambre de abejas empezará a atacar a la población. Siguiendo una política de producción un tanto errática y heterogénea que hasta cierto punto impidió una identificación clara de sus productos (a diferencia, una vez más, de la Hammer, cuyas producciones resultaban casi siempre perfectamente identificables), la compañía tampoco descuidó el cine de ciencia-ficción de invasiones extraterrestres, eje central de dos intrascendentes producciones de 1966: The terrornauts, dirigida por Montgomery Tully a partir de una novela de Murray Leinster, con un grupo de científicos raptados por fuerzas extraterrestres, y They came from beyond space, dirigida por Freddie Francis (1). En una línea ligeramente distinta, también dentro de la ciencia-ficción, se sitúa The mind of Mr. Soames (Alan Cooke, 1969), protagonizada por Terence Stamp y Robert Vaughn, en la cual un adulto que ha vivido hasta los treinta años en coma es revivido gracias a una revolucionario experimento.

Directores “reciclados” y de segunda línea

Desgraciadamente, la productora nunca contó, a diferencia de la Hammer, con un director de la talla de Terence Fisher (1904–1980), responsable de buena parte de las incontestables obras maestras de la principal competidora de Rosenberg y Subotsky, aunque entre sus realizadores más asiduos destaca el director de fotografía reciclado en director Freddie Francis (nacido en 1917). Desde su debut en la dirección en 1962, Francis ya había dirigido numerosos filmes de terror para la Hammer –El alucinante mundo de los Ashby (Paranoiac, 1963), El abismo del miedo (Nightmare, 1963), The evil of Frankenstein (1964)– y en poco más de ocho años firmaría ocho títulos para la Amicus que, coincidencia o no, se cuentan probablemente entre lo mejor de su producción, destacando de manera especial La maldición de la calavera (The skull, 1965) y El psicópata (The psychopath, 1966), ambas con guión del escritor Robert Bloch. Otro director “reciclado” de la Hammer, Roy Ward Baker (nacido en 1916), firmaría dos títulos fundamentales de la filmografía de la productora, Refugio macabro (Asylum, 1972) y Ahora empiezan los gritos (And now the screaming starts, 1973) si bien el resto de las películas de terror serían encargadas a directores jóvenes de segunda o tercera línea, la mayoria de ellos procedentes del medio televisivo, y con muy poca o nula personalidad tras la cámara.


Ahora empiezan los gritos

Éste es el caso, por ejemplo, de Gordon Hessler (nacido en 1930), incapaz de hacer funcionar el suculento (y totalmente enloquecido) argumento de La carrera de la muerte (Scream and scream again, 1969) pese a contar con la presencia de los tres mayores actores del cine de terror mundial de las décadas de 1960 y 1970 (los habituales Cushing y Lee más Vincent Price, aunque los tres no comparten plano en ningún momento). Este film ilustra, en buena medida, la extraña política de largometrajes de la Amicus, que trabajaba con presupuestos inferiores a la mayoría de las productoras del momento y con unos guiones (re)escritos muchas veces sobre la marcha, como ha explicado el mismo Freddie Francis en diferentes entrevistas: “Ni Anthony Hinds ni James Carreras, que era un ex-vendedor de coches, destilaban el amor por las películas profesado por Milton Subotsky. Era un gran aficionado al cine pero Amicus siempre estaba sin un duro por lo que Milton escribía los guiones gratis. Y no es que fuese precisamente el mejor de los guionistas. El ejemplo más famoso fue cuando Amicus logró 100.000 libras para producir La maldición de la calavera y Milton juró que podía hacerlo por 70.000 libras. ¡Salvo que cuando entregó el guión, se vio que éste no daría ni para una película de 40 minutos! Teníamos que expandirlo a 85 minutos en el plató y literalmente lo escribimos sobre la marcha” (2). Inspirada en la novela The disoriented man de Peter Saxon, la trama de La carrera de la muerte resulta imposible de explicar en un par de líneas, y mezcla sin mucho criterio y con una fealdad visual como mínimo chocante géneros y elementos sin apenas relación entre sí, como el cine de espionaje, la ciencia-ficción, el terror y la parábola política sobre los límites de la ciencia y la experimentación con nuevos tipos de armamento, convirtiendo una sugerente actualización política y social del mito de Prometeo en un indigesto cóctel estrambótico que no acaba de funcionar en ninguna de sus vertientes.

Rarezas fallidas

Lo mismo puede decirse de La bestia debe morir (The beast must die, 1974) y Madhouse (televisión: Casa de locos, 1974), dos producciones bastante desconocidas en España que suponen el desafortunado debut de sus directores, Paul Anett y Jim Clark, respectivamente (de hecho, ninguno de los dos volvería a dirigir ninguna película). La primera es una infumable puesta al día del mito del hombre-lobo, aderezada con elementos extraídos sin ningún rubor de las blaxploitations (películas realizadas por y dirigidas a la gente de color) en boga entonces en los Estados Unidos, si bien copia de manera descafeinada la estructura argumental de la novela de Agatha Christie Diez negritos a partir de la novela There shall be no darkness de James Blish. El punto de partida de la trama, de hecho, no puede ser más delirante: el cazador Tom Newcliffe (Calvin Lockhart) reúne un grupo de personas en una mansión aislada y dotada de los más modernos sistemas de seguridad. Sabe que entre los invitados hay un hombre–lobo y tiene la intención de descubrirlo y destruirlo. La segunda, basada en la novela Devilday de Angus Hall y realizada en coproducción con la compañía norteamericana American International Pictures, es una variación descafeinada de uno de los imprescindibles filmes de culto del cine de terror británico de los años setenta, El abominable Dr. Phibes (The abominable Dr. Phibes, Robert Fuest, 1971). Vincent Price interpreta el papel de Paul Toombes, un veterano actor de películas de terror que se ve envuelto en una sangrienta serie de asesinatos cuando se traslada a Inglaterra para participar en el rodaje de una serie de televisión. Ni la presencia de Price, ni tampoco la participación de Peter Cushing y de un espléndido actor especializado en el género demasiado pronto olvidado, Robert Quarry –estrella indiscutible de Count Yorga, vampire (Bob Kelljan, 1971) y su continuación–, y aún menos el abuso de metraje de algunos de los títulos fundamentales de la serie de adaptaciones de relatos de Edgar Allan Poe realizadas por Roger Corman a principios de los sesenta (precisamente protagonizadas por Price), ayudan a mantener el interés de una propuesta que ni inquieta en los momentos presumiblemente terroríficos ni divierte con sus notas de macabro humor negro.


La bestia debe morir

El humor, género en el que se sitúa la primera producción oficial de la Amicus –It’s trad, dad! (Richard Lester, 1962)–, es también uno de los aspectos determinantes de la fallida What became of Jack and Jill? (Bill Bain, 1971), adaptación de la novela The ruthless ones de Laurence Moody, con una pareja de jóvenes que para enloquecer a la abuela de uno de ellos le intentarán hacer creer que los jóvenes del mundo han decidido acabar con la gente mayor porque representan un grave problema.

Dos producciones góticas

Mucho más interesantes resultan dos producciones un tanto alejadas del “estilo Amicus”: la primera es El monstruo (I, monster, Stephen Weeks, 1970), mezcla desenfadada de elementos de las novelas El Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson y El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde escrita por el propio Subotsky y protagonizada por Christopher Lee y Peter Cushing; la segunda, más interesante, es And now the screaming starts (dvd: Ahora empiezan los gritos, Roy Ward Baker, 1973), probablemente el largometraje más interesante y completo de todos los producidos por Subotsky y Rosenberg. Basado en la novela Fengriffen de David Case y ambientado a finales del siglo XVIII, el filme es una contundente variación del manido tema de las casas encantadas y las maldiciones familiares dotado de una intensidad, e incluso de una truculencia prácticamente inédita en las producciones de la compañía (3). Un aire extrañamente fatalista domina todo el relato, en el cual Charles Fengriffen (Ian Ogilvy) y su joven esposa Catherine (Stephanie Beacham), recién instalados en la mansión de la familia Fengriffen, verán cumplirse, sin remisión, una terrible maldición lanzada por un antepasado del actual jardinero de la finca contra el abuelo de Charles, Henry Fengriffen (espléndida intervención de Herbert Lom), después que éste violara brutalmente a su esposa virgen la misma noche de bodas. Perfectamente medido y estructurado, el guión de Roger Marshall dosifica modélicamente la información y también las recurrentes apariciones fantasmales tanto de la mano amputada del antiguo jardinero como de su cuerpo horriblemente mutilado; ni siquiera Peter Cushing, en la piel de un médico / psicólogo impecable y brillante, podrá hacer nada para detener la maldición: al final, Catherine dará a luz a un bebé con la misma marca en el rostro de la familia del jardinero... y al que le falta también la mano derecha, la mano que Henry Fengriffen cortó años atrás a su criado por haber osado oponerse a su voluntad.

Un triste colofón

Tres producciones bastante similares, no sólo en argumento sino también en pobreza visual y desarrollo telefílmico, pusieron un triste colofón a la asociación de Milton Subotsky y Max J. Rosenberg: a medio camino entre la ciencia-ficción y el cine de aventuras de serie Z, La tierra olvidada por el tiempo (The land that time forgot, 1975), En el corazón de la tierra (At the earth’s core, 1976), con papeles secundarios de Peter Cushing y Caroline Munro, y Viaje al mundo perdido (The people that time forgot, 1977), continuación del primer filme citado, son adaptaciones de novelas de Edgar Rice Burroughs firmadas por el generalmente mediocre Kevin Connor (nacido en 1940). Los tres filmes siguen incidiendo, ya lejos del terror y en un peligroso acercamiento al público infantil, en lo que hemos intentado definir como el “estilo Amicus” y se revelan completamente desfasados respecto a la situación y evolución del género en la época, una época en la que ya ni siquiera las producciones de la Hammer Films pudieron mantener su parcela del mercado del terror cinematográfico.

  • (1) Subotsky y Rosenberg fueron también dos de los productores de las adaptaciones a la gran pantalla de uno de los personajes míticos de la televisión británica de los años sesenta, el Dr. Who, protagonista de una de las series más longevas de la historia de la televisión. El Dr. Who y los Daleks (Dr. Who and the Daleks, 1965) y su continuación, Daleks: Invasion earth 2.150 A.D. (1966), dirigidas por Gordon Flemyng (1934–1995) y protagonizadas por Peter Cushing, son probablemente dos títulos clave del cine de ciencia-ficción británico de la época aunque, más por problemas legales que por otra cosa, no pueden considerarse producciones Amicus. Subotsky y Rosenberg las realizaron en coproducción con otra compañía bajo el logotipo de AARU Productions.
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  • (2) JONES, Alan, “The bloody best of Freddie Francis”, en Quatermass nº 6 (Bilbao: verano 2004), pág. 21.
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  • (3) Las declaraciones de Roy Ward Baker respecto a este film son ciertamente curiosas: según el director británico “Milton Subotsky estaba obsesionado por la Hammer. Hasta cierto punto la Amicus fue siempre una especie de Hammer de segunda categoría” Ver SWIRES, Steve, Roy Ward Baker: la vida después de la Hammer. Fangoria, núm. 14 (Barcelona: diciembre 1992), pág. 56.
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