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publicado el 1 de agosto de 2006

Pau Roig | ES CURIOSO CONSTATAR CÓMO, AÑOS DESPUÉS DEL BOOM DEL LLAMADO CINE DE TERROR ORIENTAL, muy pocas cosas han cambiado, por no decir ninguna, exceptuando el hecho de que cada vez se estrenan más películas de terror japonesas, coreanas y tailandesas, algunas de ellas, como el caso que ahora nos ocupa, filmadas con presupuestos muy reducidos y directamente en vídeo. Seguimos sin conocer muchos de los títulos fundamentales del género producidos ya no a lo largo de la vasta historia del cine de la mayoría de países asiáticos, sino también en los últimos años –caso por ejemplo de las secuelas oficiales de The ring (Ringu, Hideo Nakata, 1999), o las populares y recurrentes adaptaciones de cómics terrorificos, con la larga serie iniciada por Tomie (Ataru Oikawa¸1999) a la cabeza–, y seguimos sin poder leer en castellano algunos de los autores fundamentales de la literatura fantástica y de terror oriental, ya sean clásicos o modernos.

La tienda maldita (Chô kowai hanashi A: yami no karasu, 2004) se basa en un relato de Yumeaki Hirayama (quién por cierto tiene un cameo en el filme como presentador de un noticiario) inédito entre nosotros y supone el debut en la dirección del no menos desconocido Yoshihiro Hoshino, aunque bien podría venir firmada por uno de los máximos especialistas actuales del género en Japón, Takashi Shimizu, por sus coincidencias formales y de estilo con La maldición (Ju-on, 2002). Como ocurre en este filme, la trama y los personajes de La tienda maldita carecen de verdadera importancia: la película gira alrededor de los terroríficos acontecimientos que tienen lugar en un pequeño supermercado abierto las veinticuatro horas del día y que indudablemente está maldito, poseído por espíritus malignos. Sus propietarios se pasan el día encerrados en su interior, mostrando un comportamiento cada vez más extraño y agresivo, y sus clientes, cuyas compras ascienden siempre a sumas relacionadas con poderes diabólicos (666, 999), mueren asesinados de forma misteriosa y brutal. Los protagonistas apenas están desarrollados, no hay explicación válida para los hechos sobrenaturales descritos, ni tampoco hay manera de combatir el mal, que lenta pero inexorablemente lo contamina todo: más allá de sus evidentes limitaciones técnicas, Hoshino firma un ejercicio de estilo que, salvo en algunos momentos contados (la más bien ridícula escena de la nevera, por ejemplo) no busca el golpe de efecto ni el impacto inmediato en el espectador: todos los planos duran lo que tienen que durar, ni más ni menos, y la composición de los encuadres, la utilización de las elipsis y también de una cierta ambigüedad contribuyen, desde una distancia quizá excesiva, a la creación de una atmosfera extremadamente irreal e inquietante con momentos de extraordinaria tensión (la brutal escena inicial, espléndidamente planificada, que se repite al final).

El conjunto, no obstante, pierde un poco de fuerza especialmente en el último tercio del metraje por culpa de un guión descompensado y un tanto reiterativo y de algunas licencias absurdas que caen por su propio peso, como si los máximos responsables de la producción no hubieran querido o no hubieran sido capaces de ir más allá de su condición de explotación comercial de éxitos anteriores: éste es, precisamente, el principal problema, el lastre inevitable, de la gran mayoría de las producciones de terror oriental que llegan de momento hasta nuestro país.


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