publicado el 2 de octubre de 2006
Pau Roig | Poe en la factoría Universal: la improbable fidelidad III
A diferencia de Robert Florey y de Edgar G. Ulmer, Louis Friedlander (1901–1962, en 1936 cambió definitivamente su nombre por el de Lew Landers) tenía muy poca experiencia tras las cámaras cuando accedió a la dirección de 'El cuervo', una obra mayor aunque no especialmente representativa en una filmografía de más de ciento cuarenta títulos en la que no faltan algunas nuevas incursiones en el cine de terror, no especialmente recomendables, como 'The man who returned to life' (1942) o 'The return of the vampire' (1944), que se sitúan ya prácticamente dentro de la serie Z.
Probablemente, los mayores aciertos de la película se deben al hasta cierto punto previsible pero muy delirante guión de David Boehm, que Friedlander ilustra con innegable oficio aunque en ocasiones utilizando un tono más cercano al thriller o al cine de intriga que no al cine de terror propiamente dicho (según algunas fuentes, participaron en la escritura del libreto hasta siete guionistas más, entre ellos el escritor Guy Endore). Pese a ello, a diferencia de Satanás y en menor medida también de El doble asesinato de la calle morgue, El cuervo puede verse también como una especie de compendio de los principales recursos estilísticos, argumentales y ambientales de la producción terrorífica de la Universal de los años treinta: el filme, una genuina producción de serie B (su presupuesto superó ligeramente los 100.000 dólares), es mucho menos radical y arriesgado que el filme de Ulmer, pero permanece igualmente alejado de la herencia más o menos expresionista de qué hacía gala Florey.
Desde la existencia de trampillas y pasadizos secretos hasta la ambientación de connotaciones góticas del siniestro sótano de la mansión donde transcurre la práctica totalidad de la acción, pasando por el habitual contrapunto (melo)dramático ejercido por la recurrente pareja joven de enamorados de actitud impecable (recurso presente también en los otros dos títulos) y que acabarán derrotando al mal, son numerosos los detalles de la película de Friedlander que nos sitúan en terrenos cercanos a la fórmula o al cliché, pero en el buen sentido de la palabra, esto es, como un regreso a un territorio ya conocido pero igualmente fascinante.
El cuervo puede verse también como una especie de compendio de los principales recursos estilísticos, argumentales y ambientales de la producción terrorífica de la Universal de los años treinta
El inicio de la película, de hecho, no puede ser más prometedor: después de un encadenado de planos que nos muestra el accidente de la joven bailarina Jean Tatcher (Irene Ware) y su ingreso en el hospital, la voz de Richard Vollin (Bela Lugosi) recitando el poema homónimo en qué se basa la producción (escrito en 1845) acompaña la imagen de la sombra de un cuervo disecado proyectada en una pared. Aquí acaba, no obstante, toda relación del filme con el original literario: de manera bastante deliberada, El cuervo no recrea, ni siquiera se inspira directamente en ninguna obra del escritor, sino más bien en el escritor mismo y en la presunta locura que recorre buena parte de su obra. Todo el filme está plagado de referencias al universo poeniano –El pozo y el péndulo (1843), principalmente– y a su desdichada vida, a su fascinación por los temas más macabros y enfermizos: "El cuervo es mi talismán, la muerte es mi talismán, la única fuerza indestructible" afirma Vollin a un grupo de personas de clase alta que ha invitado a su mansión. En los siniestros sótanos de su lujosa casa el personaje ha construido muchos de los instrumentos de tortura imaginados por Poe en sus obras, entre los que destacan un péndulo en forma de enorme cuchillo que va desciendo lentamente sobre la víctima inmovilizada, y una habitación cuyas paredes se van cerrando sobre sus desprevenidos ocupantes...
Más que ninguna otra producción terrorífica realizada por la Universal en los años treinta, el filme parece en muchos momentos un vehículo para el lucimiento del particular estilo interpretativo de sus dos máximos protagonistas: la amanerada y teatral interpretación de Bela Lugosi, en la piel de un personaje que parece fabricado expresamente a su medida, tan exagerada que en determinadas ocasiones se acerca al terreno de la parodia, contrasta de manera contundente con la sobriedad y contención de que hace gala Boris Karloff, capaz de expresar un torbellino de emociones y contradicciones con el más mínimo gesto, mérito mayor teniendo en cuenta que durante más de la mitad de la trama tiene paralizada la parte izquierda del rostro. El primero interpreta al cirujano retirado Richard Vollin, dedicado a la investigación, un hombre solitario y obsesionado con el universo de Edgar Allan Poe que se encaprichará de Jean, a quién ha salvado la vida pero con quién nunca podrá mantener una relación por la firme oposición de su padre, el Juez Tatcher (Samuel S. Hinds), ferviente defensor de la moralidad y los valores burgueses a la manera de un Van Helsing de estar por casa.
El segundo interpreta a Edmond Bateman, un fugitivo de la justicia que recurre a Vollin para que le “arregle” el rostro y lo convierta así en una persona normal: “Quizá porque soy feo hago cosas feas”, se lamenta el personaje. Pero Bateman será engañado por Vollin, quién lo convertirá en un ser monstruoso mediante una operación quirúrgica: si quiere que le arregle definitivamente el rostro, deberá obedecer sus órdenes y ayudarle a llevar a cabo su venganza contra aquellos que han impedido la consumación de su amor. "Cuando a un genio le niegan su gran amor, se vuelve loco" le espeta Vollin al juez Tatcher cuando éste le recomienda que no vuelva a ver a su hija a la manera de una declaración de guerra... (Según el personaje, de hecho, Poe enloqueció precisamente por la pérdida de su amada Leonora).
La soledad, la soberbia y el torturado universo interior de Vollin aparece contrapuesto constantemente a la frivolidad, o incluso a la manifiesta estupidez de los personajes influyentes y de la alta sociedad con los que, más por obligación que por otra cosa, éste se ve obligado a relacionarse. Incluso para Jean, prometida con un médico insípido y gris, el Dr. Halden (Lester Matthews), no puede evitar sentirse atraída por el cirujano, a quién dedica una enloquecida representación de danza inspirada en 'El cuervo' de Poe en un teatro abarrotado. "La represión a la que nos sometemos puedo volvernos locos", le dice Vollin a Jean después de interpretar apasionadamente para ella un fragmento de la "Toccata y fuga" de Bach, a lo que ella le responderá: "Usted no es tan sólo un magnífico cirujano, sino un gran músico, un hombre extraordinario... ¿Casi un dios?". Vollin representa en cierta manera la fascinación del abismo, la tentación de las sombras: la exquisita educación del personaje, su vasta cultura, esconden una mente enferma a la cuál la soledad y el vacío han llevado hasta prácticamente la locura. Pero el mal tiene muchas caras: Vollin necesita un brazo ejecutor para llevar a cabo su venganza, y precisamente su tensa relación con el desgraciado delincuente interpretado por Karloff se erige en uno de los principales motores de la trama, en el sentido que ambos personajes, tan distintos a todos los niveles, devienen perfectamente complementarios: la inhumanidad y el refinado sadismo de Vollin contrastan con el mar de dudas y contradicciones en el que se desenvuelve Bateman.
La soledad, la soberbia y el torturado universo interior de Vollin aparece contrapuesto constantemente a la frivolidad, o incluso a la manifiesta estupidez de los personajes influyentes y de la alta sociedad con los que, más por obligación que por otra cosa, éste se ve obligado a relacionarse.
La escena del encuentro entre ambos, sin ir más lejos, es un prodigio de puesta en escena que pone de manifiesto su relación de dependencia, y también la superioridad del personaje de Vollin: éste permanece en el primer escalón de la escalera interior de su mansión mientras Bateman, que ha irrumpido violentamente en la casa, se va acercando a él igual que se aproxima, sigilosa, la cámara, de manera que pese a tener una estatura muy inferior el personaje de Lugosi sobresale por encima del personaje de Karloff. Precisamente Bateman es el protagonista la mejor escena del filme, también la más conocida, luego recreada por Orson Welles en La dama de Shangai (The lady from Shangai, 1948) pero sin la carga metafórica que le otorga Friedlander: terminada la operación en la que Vollin le ha dado un nuevo rostro, Bateman descubre horrorizado que lo ha convertido en un monstruo; en un acto de sadismo considerable, el cirujano, desde una sala contigua, va corriendo las cortinas del fondo de la sala de operaciones, formada por espejos enormes que Bateman, al contemplar su reflejo, va destruyendo a balazos hasta vaciar el cargador de su pistola.
El plan ideado por Vollin, al fin y al cabo uno de los más refinados e inteligentes mad doctors de los años treinta, es sumamente sencillo y astuto. Después de despedir a su criado y de obligar a Bateman a ponerse en su lugar, invita a una serie de personalidades a pasar el fin de semana a su mansión, entre los que se cuentan Jean y su prometido y el propio juez Tatcher, el único que parece desconfiar de las verdaderas intenciones del cirujano. De hecho, toda la película está construida en función de este largo desenlace, una especie de opereta macabra sorprendentemente pasada de vueltas pero truncada, al final, por las imposiciones de la censura imperante en la época y quizá también, en menor medida, por la (demasiado) delirante interpretación de Lugosi: "Qué tortura tan deliciosa... Poe, ¡estás vengado!", exclama enloquecido Vollin al estar a punto de consumar su venganza: la joven pareja de amantes morirá aplastada en la habitación de las paredes móbiles, mientras el juez Tatcher será destripado por el péndulo. "Soy el hombre más sensato del mundo. No seré torturado, me quito la tortura torturándole a usted", exclama el cirujano con una marcada sonrisa de locura marcada en su rostro mientras la enorme cuchilla oscilante va descendiendo sobre el juez.
Vollin, sin embargo, no ha contado con la intervención de Bateman, el "monstruo humano", la bestia que acabará cediendo a los encantos de la bella –Jean– para, en el inevitable final feliz, poner fin a las atrocidades del hombre que debía haberlo convertido en una buena persona, en un hombre normal, entregando incluso su vida. Nadie muere, excepto, claro está, Vollin y Bateman, el primero aplastado en la habitación que diseñó siguiendo los relatos de Poe y el segundo de un disparo de Vollin... Como señalan Isabel García y Pedro Berruezo, "el final de El cuervo se desarrolla bajo los cánones de la Universal: el monstruo físico o víctima monstruosa sacrifica su vida para vengarse del monstruo moral in extremis cuando éste se dispone a acabar con la vida de la pareja de enamorados, que finalmente aparecen en la última secuencia alejándose del lugar mientras se arrullan" [6], aunque según Antonio José Navarro, el guión original del filme concluía de manera distinta, sin duda mucho más impactante y sugestiva: la imagen final de la pareja en el coche no existía, y tras la macabra secuencia de los sótanos de la mansión de Vollin la película terminaba con el plano de la sombra del cuervo disecado sobre la pared y la voz en off del personaje recitando el poema [7].