publicado el 7 de noviembre de 2006
Marta Torres | En el siglo XIX se desarrollaron dos técnicas esenciales en el arte del engaño: las ilusiones ópticas y la fotografía. Ambas imprescindibles en talleres de magos y estudios cinematográficos, timadores y falsos médium. Neil Burguer une ambos hilos en su filme El ilusionista, que dirige y escribe a partir de la novela corta Eisenheim, The Illusionist, del escritor Steven Millhauser, para narrarnos una historia de amor, intriga y asesinatos ambientada en Viena y en un Imperio austrohúngaro en franca decadencia, consumido por luchas internas y conflictos políticos de opereta.
El ilusionista parte de una idea jugosa: la capacidad de los ilusionistas, magos y bufones de poner en jaque al sistema, en este caso, la avejentada estructura del Imperio austrohúngaro, y de hacerle ver, mediante el engaño, su verdadero rostro.
La narración se basa en una más que improbable relación entre un mago impenetrable (Edward Norton) y una bella duquesa (Jessica Biel) a punto de contraer matrimonio, por el bien del Imperio, con el príncipe Leopold (un celoso Rufus Sewel). El mago terminará siendo investigado por asesinato y agitación política por un funcionario poco imaginativo (Paul Giamatti) con él que mantendrá un duelo que pondrá a prueba sus capacidades de observación y de engaño, y que convertirá actos tan banales como la ilusión y la magia en asuntos de Estado. Sin embargo, un argumento tan prometedor se convierte en manos de Burguer en una película sin sustancia, incapaz de maravillar, poco creíble y algo aburrida. No es el trabajo de esta crítica decir en que podría haberse convertido The Illusionist en otras manos (ya que se hubiera tratado simplemente de otro filme), pero sí constatar la diferencia entre lo que apuntaba y lo que finalmente ha conseguido.
El ilusionista parte de una idea jugosa: la capacidad de los ilusionistas, magos y bufones de poner en jaque al sistema, en este caso, la avejentada estructura del Imperio austrohúngaro, y de hacerle ver, mediante el engaño, su verdadero rostro. Una idea que ya se ha tratado con más o menos acierto en películas como V de Vendetta, (2005) de James McTeigue o Arsène Lupin (2004) de Jean-Paul Salomé. El filme juega esta baza desde el principio, por ejemplo, en la secuencia en la que el mago, invitado a la Corte del príncipe, reinventa la leyenda de la espada del Rey Arturo empleando para ello la espada del príncipe o cuando se recrea una sesión de espiritismo en la escena de un teatro con aires de reunión clandestina. En todos estos momentos, tanto el mago como el director juegan con la verdad a medias y la capacidad ilusoria para conseguir sus objetivos. De esta manera, el mago utiliza estas armas para destruir a su oponente, el príncipe, y el director lo hace, a su vez, para atrapar al espectador en las intrigas de la historia.
El engaño también quiere funcionar a otros niveles: la película intenta convertirse en un gran truco de magia, algo tramposo, que hace ver al espectador lo que no es y que no desvela hasta el final la verdadera naturaleza de la historia. Sin embargo, el engaño (nada nuevo en el cine, por cierto) funciona solamente si el público quiere dejarse seducir por el filme y acepta el doble juego. Las bazas de El ilusionista para cautivar son una historia romántica, unos personajes que son clichés propios de un folletín (el mago inescrutable enfrentado al sistema; el funcionario gris que en el fondo admira a su oponente; el príncipe débil, celoso y cruel; la mujer bella e inteligente...) y una recreación algo naïf de la Viena del siglo XIX, con teatros dorados, oropeles y nieblas nocturnas, como si de paisajes literarios se tratara. Sin embargo, El ilusionista, por obvia, por superficial o por demasiado seria para sacar partido a estos elementos, no aprovecha estas bazas y se queda en simple engaño: una ficción de cartón piedra, un artificio, un juego inocente de cartas de salón, muy lejos de la verdadera magia que es el cine.