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publicado el 23 de noviembre de 2006

Del traidor y del héroe

Marcos Vieytes | El primer deber del buen infiltrado
consiste en denunciar como infiltrados
a aquellos entre quienes acaba de infiltrarse.

Umberto Eco, El péndulo de Foucault

Siempre tendremos la posibilidad de comenzar una crítica como ésta refiriéndonos a la versión original de la película en cuestión. Pero aunque me guste jugar al juego de buscar los siete errores, aquí no se trata de un remake que procure duplicar de manera idéntica a su antecesora. Por más desvalorizada que esté la palabra autor (entre otros motivos por culpa de los mismos autores), Martin Scorsese lo es, y un remake a su cargo ha de reflejar el mundo según un prisma fuertemente personal. Sólo que aquí eso pasa, pero de un modo ligeramente distinto al habitual. Scorsese sigue teniendo voz propia, pero esa voz ya no declama lo de siempre, ya no repite los tópicos cargados (y cargosos) de la redención y la culpa, o al menos no con las mismas inflexiones. Y esto sí que es una buena noticia.

Tal es el cambio que hasta podríamos pensar en Infiltrados como en una comedia, la primera comedia verdadera de Scorsese. Porque Jo, qué noche y El rey de la comedia declaran su filiación al género, pero derivan siempre de o hacia un terreno mucho más oscuro. Esta película, sin embargo, recorre el camino inverso. Se postula como thriller pero, aparte de varios tramos en los que el humor aparece sin escrúpulos, nos propone un juego en el que nada es lo que parece, las apariencias engañan, las identidades son múltiples y cambiantes, van y vienen las lealtades, rotan los roles de los personajes, se abren y cierran tapitas de celulares como puertas en las screwball comedies del género, y los desencuentros temporales juegan una papel preponderante en diálogos y situaciones.

Quizás lo nuevo de Scorsese sea este carácter claramente lúdico y despreocupado. Una concepción mucho más ligera de la puesta en escena, despojada de simbolismos absolutos, fría, plana, incluso un tanto descafeinada si la comparamos con el salvajismo de buena parte de su filmografía previa.

Quizás lo nuevo de Scorsese sea este carácter claramente lúdico y despreocupado. Una concepción mucho más ligera de la puesta en escena, despojada de simbolismos absolutos, fría, plana, incluso un tanto descafeinada si la comparamos con el salvajismo de buena parte de su filmografía previa o hasta con Infernal Affaires, la película de Andrew Law que dio pie a Infiltrados. De aquélla recuerdo un uso mayor y de alguna manera más clásico de la profundidad de campo, con la consiguiente variedad de perspectivas y relieves (visuales pero también dramáticos); dos o tres personajes inolvidables encarnados por Tony Leung y Andy Lau (a su lado Damon y Di Caprio pierden por goleada, y es preciso juntar a Martin Sheen, Jack Nicholson y Mark Wahlberg para alcanzar, a duras penas, los talones de la gigantesca figura de Anthony Wong); y una gama de emociones que contrastan con el escepticismo de esta versión americana.

Infiltrados funciona mejor cuando los citados Nicholson, Damon y Wahlberg, además de Alec Baldwin, juegan a parecer desatados. El único que embarra la cancha es Di Caprio, pichón del último, apático y gesticulante De Niro, incapaz de bailar al compás de la música que bailan todos. Que no es otro que un baile de disfraces, un juego de apariencias, una mascarada que en lugar de rostros oculta otras máscaras, y otras y otras y otras, y así hasta el infinito, que es la nada. Porque detrás de Nicholson simulando el sonido de un roedor, de Baldwin revoleando los ojos detrás de Wahlberg, de este último apurando a quien se le cruce en el camino, o de Matt Damon mirando mujeres a diestra y siniestra, no hay personajes sino disfraces.

Con menos amargura que sardónica resignación, Scorsese parece decirnos que la realidad no es otra cosa que una sucesión de disfraces, simulacros y artificios echados a rodar simultáneamente. Que eso es el mundo, y que ese mundo abarca también a su fe en crisis, su angustia religiosa, y sus películas previas, de modo que ver las citas ligeramente irónicas a El cabo de miedo o La última tentación de Cristo que dispone sin énfasis alguno, nos deja con la sensación de que Scorsese las ha filmado con una sonrisa entre los labios, como diciendo “vanidad de vanidades, todo es vanidad”. Y no es poca cosa para alguien que se ha caracterizado por la crispación y hasta el exceso alegórico.

Con menos amargura que sardónica resignación, Scorsese parece decirnos que la realidad no es otra cosa que una sucesión de disfraces, simulacros y artificios echados a rodar simultáneamente. Que eso es el mundo, y que ese mundo abarca también a su fe en crisis, su angustia religiosa, y sus películas previas.

Pero esta sabiduría también redunda en algo parecido al desarraigo y la desorientación. Por momentos Infiltrados da vueltas sin saber a dónde dirigirse, como si fuera una película exiliada, que se ubica fuera del canon cinematográfico de Scorsese, buscando un lugar de pertenencia al que acaso no consiga llegar nunca. Lo bueno de esto es que no es una película que se lamente de su condición errante. En vez de aliarse al personaje que encarna Di Caprio, falso protagonista del film y especie de anacrónico creyente que peregrina por el mal en busca del bien, la verdad y la justicia en estado puro, no oculta su preferencia por el traidor y ripleyano personaje de Matt Damon, a quien le dedica la única apertura y cierre en iris de toda la película. Porque lo que importa es jugar, parece decirnos este aligerado Scorsese, y dejarle a Dios la responsabilidad del juicio, la recompensa y el castigo. Por eso el plano del final es tan innecesario y redundante como el de las digitales Torres Gemelas de Gangs of New York. Cristo mismo prefirió que el sentido de sus parábolas fuese deducido por el auditorio antes que enunciado en obvias moralejas.


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