publicado el 21 de enero de 2007
Francesc Aguilar | En la linea de las historias introspectivas que acostumbra a rodar en Helsinki, el director finlandés Aki Kaurismäki traza, en Luces al atardecer (Laitakaupungin valot, 2005), el retrato de un guardia de seguridad aparentemente impasible, excepto en momentos puntuales en que su rabia se desborda o, en una única escena en la que se le ve feliz e integrado en un grupo social (paradójica y sintomáticamente, estando en prisión). Su manera de proceder y la dolorosa relación de incomunicación que mantiene con el resto de personajes de la obra cobra sentido si el espectador se implica en la trama y consigue descubrir la clave de la circunstancia personal de este personaje.
En la nueva película del director de Nubes pasajeras (Kauas pilvet karkaavat, 1996) y El hombre sin pasado (Mies vailla menneisyyttä, 2002) la gran ciudad se constituye, una vez más, en el centro neurálgico de todos los vicios. Ni siquiera el personaje de la amiga, verdadero ángel de la guarda, sirve para redimir a un grupo humano repleto de mezquindad y egocentrismo. Sobretodo porque ella, con su creciente halo de compresión y belleza, pertenece a los suburbios, a la periferia del núcleo urbano, único lugar de donde puede nacer algún tipo de esperanza.
Una puesta en escena desprovista de toda sofisticación, por momentos de una teatralidad elemental y aparentemente forzada, es el vehículo que utiliza el director para explicar un crudo relato de incomunicación extrema, en un sorprendente ejercicio de cine negro resuelto con exquisitez y esmero.
Kaurismäki no cede a las tendencias del cine de acción ni a los thrillers psicológicos al uso. Con pulso firme y contenido, no rueda ni una sola escena explícita de violencia, sino que deja que el espectador rellene con sus propias expectativas el terrible vacío de una cámara inmóvil o de un plano de detalle que sugiere, con mayor contundencia que si lo mostrara, el resultado de un golpe.
Los elementos de este género novelístico y cinematográfico están tratados con la suficiente distancia y frialdad para no caer en los tópicos y para adaptar su anatomía a la indiosincracia de la capital finlandesa. La femme fatale, por ejemplo, quizás es víctima de las circunstancias, sí, pero en ningún momento se rebela a su papel de comparsa consentida y reprimida; o el mafioso, que pronuncia la frase que define, irónicamente, el carácter ideológico de la película: "No lo mateis, únicamente apalizarlo. Yo soy un hombre de negocios, no un asesino".
Haciendo gala del estilo más seco y elíptico de toda su filmografía, Kaurismäki no cede a las tendencias del cine de acción ni a los thrillers psicológicos al uso. Con pulso firme y contenido, no rueda ni una sola escena explícita de violencia, sino que deja que el espectador rellene con sus propias expectativas el terrible vacío de una cámara inmóvil o de un plano de detalle que sugiere, con mayor contundencia que si lo mostrara, el resultado de un golpe.
Todo lo dicho, unido a una férrea dirección de actores, en la que nadie tiene permiso para mover un sólo músculo de la cara, si no es para esbozar una sonrisa de desprecio o para expresar, suciamente, un bajo instinto básico, hacen de Luces al atardecer una muestra de cine de autor de primer orden, sin concesiones a ninguna galería, aunque sin despreciar, en ningún momento, las leyes marcadas por el lenguaje cinematográfico clásico, desde el Hollywood de los años cuarenta hasta las lecciones magistrales de los directores japoneses, con Ozu y Mizoguchi a la cabeza.
Una vez más (Aki) Kaurismäki en estado puro, es decir, una vez más lo nunca visto.