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film malade

publicado el 10 de mayo de 2007

Los conjurados

A diferencia de la literatura, el cine argentino se ha negado a frecuentar el fantástico con la dedicación y eficacia que caracterizan a las letras de este país. Podría pensarse que la falta de medios atenta contra ello, pero todos sabemos que cuando hablamos de género nos referimos, esencialmente, a historias, climas y recursos estilísticos más que a costosos efectos y un excéntrico diseño de producción. Una excepción a la mediocridad imaginativa del cine argentino empantanado en el patético lodo del costumbrismo ha sido la obra del cineasta Hugo Santiago, radicado ya definitivamente en París y director de 'Invasión', quizás la única obra maestra del género que haya dado el cine argentino. Al decir de Eduardo A. Russo en su artículo El paraíso de los valientes, la estructura de esta película se funda en la lucha central del género fantástico, aquella en que lo propio debe resistir la amenaza de lo extraño que insiste en destruir el orden reconocido como propio.

Marcos Vieytes | Cuando uno habla de Invasión habla de una película que hoy es casi imposible de ver, de un director que se formó trabajando junto a Bresson y piensa la especificidad del arte cinematográfico como una lucidez que pocos tienen, y del universo propio de las ficciones de Jorge Luis Borges, quien escribiera el guión de esta película junto a su escritor e íntimo amigo Adolfo Bioy Casares y el propio cineasta. El mismísimo Borges, entusiasmado con el resultado final, llegó a decir que este film no se parecía ni quería parecerse a ningún otro, y que con él habían inaugurado un nuevo género dentro de la historia del cinematógrafo, un nuevo tipo de film fantástico. Vale decir que alrededor de ella hubo una constelación de talentos y un aura mítica que la película justifica plenamente. Pues Invasión no sólo es una película estéticamente rigurosa, sino también entretenida, veloz y emocionante. Algo así como una versión de Body snatchers filmada a cuatro manos por Dreyer y Welles.

El mismísimo Borges, entusiasmado con el resultado final, llegó a decir que este film no se parecía ni quería parecerse a ningún otro, y que con él habían inaugurado un nuevo género dentro de la historia del cinematógrafo, un nuevo tipo de film fantástico

Invasión, como no podía ser de otra manera, cuenta la historia de una avanzada imperialista y del grupo de hombres y mujeres que la resisten. Todos los invasores usan traje, corbata y anteojos negros. Son corteses, formales y de buena presencia. En una palabra, siniestros. Los miembros de la resistencia están guiados por Don Porfirio, un viejo de poncho y sombrero a quien solamente le falta el caballo para ser un gaucho. Parece inofensivo, pero el coraje y la inteligencia no son ajenos a su carácter. La película, sin embargo, mayormente asume el punto de vista de Julián Herrera, mano derecha suya interpretado por un Lautaro Murúa con estampa de héroe clásico y compadre borgeano, quien es un hombre de acción y coraje que lidera a un grupo de valientes vinculados entre sí por el deber pero sobre todo por la amistad.

Este último es un tópico caro a Borges, quien solía decir, citando a Jean Cocteau, que las vanguardias estéticas comúnmente llamadas generaciones no se constituyen alrededor de un conjunto de criterios similares sino gracias a la amistad de unos cuantos artistas entusiastas. Dicho criterios parece haber sido el que reunió a los hacedores de esta película (al punto de que Santiago incluyo al músico vanguardista Juan Carlos Paz en el rol de Don Porfirio) tanto como el principio rector que guiara la construcción de esos inolvidables personajes que entre operativo y operativo se sientan juntos a charlar mientras toman algo en un café a la espera de una nueva orden, el andar de una mujer insoslayable, o la muerte. Pues todos ellos saben, o intuyen, que la guerra está perdida de antemano, que las fuerzas de los invasores son mucho mayores que las propias, y que la ética suya nada puede hacer frente a la falta de escrúpulos del enemigo.

Todos los invasores usan traje, corbata y anteojos negros. Son corteses, formales y de buena presencia. En una palabra, siniestros.

En un sentido político, Invasión es una película fuertemente profética, aunque no de un modo literal, directo ni panfletario. La ciudad que aparece en imágenes es Buenos Aires, pero se llama Aquilea. Los invasores son capaces de amenazar a sus prisioneros con la picana eléctrica, pero no visten uniformes militares. Es posible que ni Santiago ni Borges fueran capaces de imaginar entonces que mucho de lo que en ella sucede sería puesto en práctica por la dictadura militar del ´76 con afán hiperbólico, ni hubieran querido filmar o escribir de forma explícita a favor o en contra de tal situación. Con todo, el plano final de Irene (Olga Zubarry) armando a los jóvenes, ante el desembarco sigiloso pero multitudinario de los invasores, hoy todavía llama a la acción civil con una intensidad que más de una película política de la época no ha podido conservar.

La razón de la intensidad que esta película contagia a los espectadores se basa en la pasión y eficacia con que está filmada. Nunca unos personajes del cine argentino fueron capaces de transmitir la excitación y actividad de Irala, el cobarde que se ofrece como carnada porque sabe que sólo sirve para morir, de Silva, quien cantaba su muerte en milongas, de Vildrac, el farmacéutico que se arriesga aunque es padre de familia, o de Cachorro, quien muere mirando un western de la Triangle en la oscura sala de un cine de barrio. Desde las películas de Howard Hawks o los guiones de Ben Hecht que no se escuchaban en la pantalla oneliners tan quirúrgicas y epigramáticas como las que Borges pone en boca de Lebendiger, el seductor que acaba perdiéndose por una mujer, o del mismísimo Julián Herrera. Pocas veces un repertorio de travellings, contrapicados y planos cenitales ha sido tan pertinente, clásico y barroco a la vez. Una vez pensados todos y cada uno de los elementos propios del cuadro, el cineasta los manipula nuevamente en el montaje para transmitir esa sensación de urgencia y amenaza, dada por la irrupción de cambios y movimientos en el plano o a la hora de la edición, que sentimos al verla. Santiago se da el lujo de filmar una elegía, pero al compás festivo de esas milongas de la guardia vieja cuyo fraseo preciso parece presidir sincopadamente los movimientos de su cámara.

La verdadera vida de los personajes de Invasión ocurre en los estadios vacíos, en los descampados que las ópticas de los automóviles invasores iluminan diabólicamente, en los caminos de tierra por donde circulan hileras interminables de camiones que transportan la logística necesaria para la toma del poder...

Una cámara que erige a la ciudad como protagonista. Pero no a cualquier ciudad sino a la Buenos Aires de 1969 transfigurada en su ubicuo reflejo de ficción, y no a cualquier sector de la ciudad, sino a sus arrabales. También está el centro con su tráfico de anónimos transeúntes, pero filmado de un modo casi clandestino, que es la manera de estar de los resistentes. Porque la verdadera vida de los personajes de Invasión ocurre en los estadios vacíos, en los descampados que las ópticas de los automóviles invasores iluminan diabólicamente, en los caminos de tierra por donde circulan hileras interminables de camiones que transportan la logística necesaria para la toma del poder, en las ruinas de un edificio fabril que funciona como centro clandestino de operaciones y tortura, en esa frontera de agua que es todo puerto, y en cada uno de esos lugares en los que lo urbano deviene rural y funcionan como signo espacial de la desaparición.

Pues Don Porfirio, Julian y los demás resistentes están condenados a morir y lo saben. A irse como fantasmas, como exiliados de la vida. Es cierto que unos tienen más conciencia que otros de la situación, pero todos presienten de alguna manera que lo que hacen es definitivo, fatal. Borges supo decir que lo heroico en esta película estaba dado por la situación, y no por las capacidades de los personajes. Ellos, por sí mismos, son tan heroicos como puede serlo un farmacéutico, pero lo que hacen sí es heroico, extraordinario. Son gente que trata de salvar a su patria y que van muriendo o haciéndose matar sin mayor énfasis épico, sin desbordes emocionales explícitos. De allí que cada atisbo o rastro de emoción resulte conmovedor para los espectadores en vista de su intrínseca discreción. Como cuando el ya mencionado Irala, en la piel del recientemente fallecido Martín Adjemián, comprende que será siempre vasallo del miedo y decide asumir el mayor riesgo de todos para bien del grupo y alivio propio. O como cuando Don Porfirio llora en el centro de la cancha de Boca a su amigo muerto, quien ha sido para él mucho más que un amigo y ahora no es nada más que un cadáver.

Esta economía sentimental escogida por Santiago para delinear a casi todos sus personajes no sólo nos permite sentirlos como a hermanos y amigos, sino que también eleva el papel generalmente desvirtuado de la mujer en el cine. Mientras que todos ellos están tratados como una serie de comportamientos, cada uno con su propia lógica pero nunca expuestos a la duda psicoanalítica, Irene, la esposa de Julián tiene una densidad emocional mucho mayor. Lo que no significa que Santiago frecuente a la hora de configurarla ninguno de los lugares comunes más conservadores relacionados con el género femenino. Pero logra que su mayor exposición emocional, su reclamo de atención a Julián, sus salidas solitarias a espaldas del marido, y la contenida expresión del rostro de Olga Zubarry en los escasos pero significativos primeros planos que el cineasta le dedica, la transformen en una especie de enigma que, sin embargo, no persigue idealización de ningún tipo. Como se revelará en los minutos finales, es ella la que mayor información posee y, por lo tanto, la que más carga moral lleva sobre sus hombros. De allí el amoroso cuidado que se le otorga a su personaje, tan o más valiente que cualquiera de los hombres que la rodean, y el singular peso que adquiere a la abierta hora del final.

Esta economía sentimental escogida por Santiago para delinear a casi todos sus personajes no sólo nos permite sentirlos como a hermanos y amigos, sino que también eleva el papel generalmente desvirtuado de la mujer en el cine.

Salvo Don Porfirio, cerebro de la resistencia y memoria de la ciudad, nadie sabe tanto como Irene. Y ya sabemos que el conocimiento es un privilegio pero también un lastre a la hora de actuar. Por eso Julián y sus hombres sólo saben lo que Don Porfirio juzga preciso que sepan. Lo suficiente como para no eclipsar su capacidad a la hora del combate. Por eso también puede decirse que, en el universo masculino de Invasión, lo que predomina es el juego. El juego amoroso de Lebendiger, quien más literalmente se apega a la sexual acepción latina de lo lúdico, el juego versificador de Silva con sus versos y milongas, el propio juego cinematográfico que adora Cachorro y nos refleja a cada uno de nosotros, espectadores abocados a jugar que la muerte puede ser eludida durante un par de horas cada vez que entramos a mirar una película, y el juego del poder que juega Julián, quien lidera a los suyos como debió hacerlo de adolescente con los muchachos de su barrio. Lo emocionante para nosotros es saber que se les va la vida en esos juegos y, pese a todo, actúan y se divierten como si fueran eternos.

En la exhaustiva entrevista que Marcelo Mosenson le realizara durante febrero de 1994 en Francia, Hugo Santiago dijo que el cine podría no haberse prestado a ser un espectáculo meramente mercantilista o, en todo caso, que pudiera haberlo sido de un modo similar a la de ciertos escritores que utilizan todos los medios posibles para que determinado modelo convencional de representación aparezca al lector / espectador como un trozo, único y excluyente, de la realidad. Bastó leerlo para que pensara en Conrad, Stevenson o Chesterton, quienes escribieron novelas policiales o libros de aventuras capaces de ser eso y mucho más al mismo tiempo. O en Browning, Bava o Carpenter, sólo por citar algunos colegas del cine. Santiago, en Invasión (pero también en Las veredas de Saturno y en El lobo de la costa oeste), hace lo mismo que ellos: consuma una obra de género, a la vez que lo pervierte proponiéndonos su propio código, abriendo la película a una lectura universal y primaria, pero también a otras tan individuales y subterráneas como espectadores competentes haya.


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