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midnight movie

publicado el 3 de agosto de 2007

Degeneraciones textuales

Takashi Miike es todo un caso, como diría mi abuela, pero proponerse hablar de su cine como un caso acabado, como una totalidad homogénea, se topa con la dificultad que tiene el espectador de acceder a todo su cine. Alguno dirá que esta dificultad es, en principio, únicamente de quien escribe: como no he visto todas sus películas, no puedo arriesgarme a sacar conclusiones generales sobre su obra. O sí puedo hacerlo, pero sin esperar que nadie tome esas consideraciones por concluyentes. Aunque también es cierto que el propio Miike conspira contra una empresa de este tipo. Su modus operandi veloz, disperso y ecléctico, contribuyen no poco a impedir la definición de las características generales de su filmografía como objeto de estudio fijo, terminado, irreversible.

Marcos Vieytes | Esto viene a cuenta de la última película suya vista por mí hasta el momento, La gran guerra Yokai, que no es la última que dicho director ha filmado. De hecho, cuando le mandé un mail a un amigo diciéndole, sin tomar la precaución de consultar IMDb antes, que tenía en mis manos su más reciente film, aquel se burló de mi atraso contestándome que Takashi tenía ya filmadas unas cuantas películas más después de esta (cinco para ser más exactos, incluyendo A bing bang love: juvenile A, que yo mismo había visto en el Festival de Mar del Plata a mediados de marzo).

Esta condición de cineasta-conejo por lo prolífico o cineasta-liebre por lo inaprensible, tiene muchos puntos de contacto con la noción de literatura que cultiva el escritor argentino César Aira, autor de casi 70 libros en casi tres décadas, empeñado en desmitificar con su producción continua el aura casi religiosa entronizada por el romanticismo alrededor de la figura del artista como ser excepcional destinado a mediar entre las musas y los hombres revelando su obra inspirada a los mortales. Uno y otro —me refiero al cineasta Miike y al escritor Aira— trabajan sus respectivos lenguajes sin temor a las rupturas, cambios de tono, mezcla de registros, distorsiones y variadas influencias que reciben de otras artes, del entero contexto cultural en el que están sumergidos, y de las fricciones propias de su mismo desenvolvimiento. Así, en las películas del director japonés se cruzan reiteradamente las convenciones desguazadas de los géneros cinematográficos con la tecnología digital o los mecanismos del animé, transformando a cada una de ellas en un excéntrico laboratorio de experimentos formales. Claro que esta imagen no debería inclinarse hacia el lado de la asepsia hospitalaria o la precisión matemática, sino mejor evocar a Miike como científico loco, perverso, degenerado.

La gran guerra Yokai es un relato de iniciación bastante convencional, si tenemos en cuenta los esquIZOides devaneos a los que nos acostumbro Miike a partir de Visitor Q, la trilogía Dead or Alive o La felicidad de los Katakuri, pero hay una sola secuencia cuyo deliberado —aunque ambiguo— sesgo pedófilo instala nuevamente en esta película una constante de su cine: el de la desviación formal metaforizada por la aparición de perversiones sexuales. No es que aquí reaparezcan allende esa mínima alusión, sino que la secuencia mentada (en la que el chico de 11 o 12 años que la protagoniza se cambia de ropa mientras algo así como un payaso rojo le mira el culito) funciona a la vez como fisura en la superficie del relato y marca de identidad de todo su cine. Aquí la degeneración es menos sexual que textual —citando el título de un libro de Mariano García sobre los géneros en la obra de César Aira— pero es notable (producciones como esta son inimaginables en el mainstream estadounidense actual) que en una película dirigida en buena medida al público infantil, no hayan sido limados ninguno de los elementos oscuros y las más filosas aristas de la narración como, por ejemplo, el deseo sexual que siente la esclava del villano por su amo, el sadismo cruel de su ingratitud, o la simbología fálica que transforma finalmente al niño en hombre, vale decir en portador de una espada capaz de matar al adulto oponente masculino, y asumir el poder en la relación con la niña-ninfa-mujer que lo acompaña.

Los Yokai (fantasmas, espíritus, monstruos en japonés) en cuestión son unas criaturas mitológico-humorísticas (el hombre que cuenta las habichuelas, el que agranda o empequeñece su cabeza a placer, la pared parlante con patas, la mujer de cuello elástico, etc.) que ayudarán al héroe en su lucha contra el mal, encarnado en un antiguo sacerdote devenido empresario metafísico con pinta de yuppie que se llama Lord Kato y ha encontrado la manera de concentrar, dominar y procesar en su beneficio el rencor de todos los objetos perecederos desechados por sus dueños: muebles, autos, zapatillas. La interacción entre los hombres, las criaturas y sus respectivos universos corre paralela a la contaminación del registro realista de la cámara por parte del digital utilizado para evocar un histórico comic japonés y la película de 1968 titulada Yokai Monsters. El final —delirantemente feliz, con pogo y explosión atómica incluidas, acumulación de personajes extraños, rave intergaláctica y triunfo ridículo debido al azar y unos porotos— abona la caracterización del cine de Miike como una orgía transtextual pletórica de signos que trabaja con la idea del caos y la acumulación.

La prerrogativa de unicidad, de originalidad, de novedad de la obra de arte es cada vez más difícil de sostener en una sociedad que ofrece la cantidad como factor atractivo, dice Mariano García en Degeneraciones textuales, y de aquí hasta el final aprovecho para, eludiendo las comillas, robarle sus palabras y aplicarlas a la interpretación del cine de Miike. Para poder captar un mensaje o mejor una idea en su obra se hace necesario en primer lugar leerla en su totalidad (una totalidad abierta siempre y siempre susceptible de nuevas incorporaciones, al menos de momento), y desde esa lectura amplia nunca del todo posible podemos ver más clara una actitud: la producción frenética, la sucesión indistinguible, el rechazo de una posible clausura temática o formal, la construcción a la vista del público. Su irrupción sorprende por la vehemencia de su propuesta, por la visibilidad del distanciamiento estético aplicada, por la facundia antisolemne que instila gota a gota en el panteón algo raído del cine con mayúsculas. La noción de géneros cinematográficos es expuesta, cuestionada y revisada continuamente en su propia obra o en sus apariciones en películas de otros directores (desde Last Life in the Universe, de Pen-Ek Ratanaruang, a Hostel, de Eli Roth). Si bien se detecta una huida de las jerarquizaciones o los sistemas puros en cada una de ellas, los géneros constituyen el punto relativo a partir del cual se puede hacer visible su desarticulación constante. Al abrir una proliferación infinita de posibilidades en forma de pastiche genérico coloca al espectador frente a la responsabilidad de decidir el posible significado del film. No obstante, Miike no vuelve del todo indecidibles sus intenciones: se le puede reconocer al menos una intención, que es la de permanecer indecidible.


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