publicado el 12 de abril de 2008
'Captive wild woman' marca el inicio de una de las últimas series terroríficas propuestas por la compañía Universal en el inicio de su fulgurante decadencia –tendría dos continuaciones sin ningún interés, 'Jungle woman' (Reginald LeBorg, 1944) y ‘Jungle captive’ (Harold Young, 1945)–, una delirante mezcla de terror y ciencia ficción filmada a toda prisa en un intento, tan torpe como desesperado, de aprovechar el éxito obtenido por la RKO con ‘La mujer pantera’ (‘Cat people’, Jacques Tourneur, 1942). El demencial libreto escrito por Griffin Jay y Henry Sucher se ve beneficiado, no obstante, tanto por la sobriedad expositiva y economía narrativa de qué hace gala el filme cómo, más especialmente, por la presencia de John Carradine (1906–1988), eterno secundario en multitud de filmes de terror de la productora, en una de sus interpretaciones más distinguidas y memorables. El máximo responsable de la producción, Edward Dmytryk (1908–1999), de hecho, sería uno de los pocos artesanos que en esa época trabajaban para la Universal que conseguiría abandonar los márgenes de la serie B, consiguiendo incluso una nominación al Oscar al Mejor Director por ‘Encrucijada de odios’ (‘Crossfire’, 1947), vigoroso thriller protagonizado por Robert Mitchum.
Pau Roig | Camino de la serie Z
La mujer pantera ilustra de manera poco menos que modélica el progresivo pero decidido cambio de rumbo experimentado por el género terrorífico a partir de la década de los años cuarenta: rechazando la concepción clásica que centraba el interés y también la construcción narrativa y dramática en el protagonismo de una serie arquetípica de personajes míticos (Drácula, la criatura de Frankenstein, la momia, el hombre lobo), la película de Jacques Tourneur –también algunas de las siguientes producciones del género auspiciadas por Val Lewton para la RKO: Yo anduve con un zombie (I walked with a zombie) y El hombre leopardo (The leopard man), dirigidas por Tourneur en 1943, y El barco fantasma (The ghost ship, 1943) y La isla de los muertos (Isle of the dead, 1945), dirigidas por Mark Robson– apostaba mucho más por la sugerencia y la insinuación, por una ambigüedad tanto visual como argumental que se traducía, la mayoría de las veces, en la consecución de una muy sugerente atmósfera irreal y onírica. El monstruo, moral o físico, arquetípico o no, ya no era el protagonista indiscutible: las producciones de la RKO, a diferencia de la mayoría de títulos de la Universal, no buscaban el impacto inmediato, menos aún el susto, y prescindían escrupulosamente de vistosos efectos de maquillaje buscando, y en los mejores casos consiguiendo, crear terror e inquietud por métodos y recursos prácticamente opuestos a los utilizados hasta entonces. Pese partir de unos presupuestos casi idénticos a los de La mujer pantera, cambiando la mujer pantera del título ni más ni menos que por una mujer simio y con lejanos ecos de la novela ‘La isla del Dr. Moreau’ (1896) de H. G. Wells, Captive wild woman, aunque en un contexto mucho más cercano a la serie Z que a la serie B, retoma y sigue al pie de la letra la concepción y el desarrollo de las anteriores producciones Universal: como señala Pablo Herranz, “para el estudio, la monstruosidad se ceñía a su significación más inmediata, `lo digno de ser mostrado´. Así, cabía recrearse en los maquillajes, los monstruosos rostros debían ocupar toda la pantalla”. Las peripecias de los monstruos, “que frecuentemente lindaban con un proceso de autodestrucción y con el patetismo (el afecto y la conmiseración que infunde su desgraciada existencia), eran elementos indisociables de un arco dramático que concluía con la muerte” [1].
Si en La mujer pantera Tourneur no dejaba claro si la protagonista femenina (Simone Simon) sufría algún tipo de enfermedad mental o poseía realmente la facultad de convertirse en pantera –si bien los máximos responsables de la productora, en contra de la voluntad del director francés, subrayaron esta segunda posibilidad mediante la (torpe) inclusión de planos del felino en un momento decisivo de la acción–, en Captive wild woman no existe el menor atisbo de ambigüedad ni de sutileza; el misterio de la trama no reside en ninguna maldición ancestral e incluso los elementos más potencialmente exóticos de la historia son obviados de entrada: el recurso a la figura de un científico enloquecido, aunque sea uno de los más distinguidos del período, sitúa el filme en terrenos mucho más cercanos al cine de ciencia ficción que no al cine de terror propiamente dicho. La película de Dmytryk, de esta manera, no sólo refleja una concepción del cine de terror irremisiblemente anclada en el pasado, incluso desfasada en el momento de su realización, sino que muestra de manera diáfana el camino sin retorno emprendido por la Universal de la serie A más o menos modesta hasta la serie B, más cerca de las delirantes producciones de serie Z realizadas en esos años por pequeñas productoras independientes como la Republic o la Monogram que no de la RKO, aunque no tanto por sus limitaciones técnicas y económicas como por su nulo sentido del riesgo y su (absurda) tendencia hacia el pastiche y el reciclaje. Prácticamente quince minutos de los poco más de sesenta que dura Captive wild woman corresponden a una producción anterior de la Universal, The big cage (Kurt Neumann, 1933), protagonizado por Clyde Beatty y Anita Page, que narraba cómo los miembros de un circo intentaban salir de una grave crisis económica con la preparación de un número que presentaba por primera vez tigres y leones encerrados dentro de una misma jaula. Las diferencias de luz e incluso de textura entre el filme de Dmytryk y el de Neumann, que contaba con imágenes ralentizadas o reproducidas en sentido inverso, son bastante evidentes a lo largo de todo el metraje de Captive wild woman y suponen un lastre añadido para el filme.
Tigres, leones y un científico loco
El argumento de The big cage es prácticamente el mismo, con pocas diferencias, que el de Captive wild woman, que empieza con la llegada a un puerto de un cargamento de fieras salvajes que uno de los principales empleados del Circo Whipple, Fred Mason (Milburn Stone, 1904–1980), ha ido capturando a lo largo de dos años de safaris alrededor del mundo: veinte tigres, veinte leones, seis cebras, once leopardos y un gorila hembra, Cheela, quién pronto despertará el interés del Dr. Sigmund Walters (Carradine), médico de Dorothy (Martha MacVicar), hermana de la prometida de Fred, Beth Coleman (Evelyn Ankers, 1918–1985), aquejada de un extraño problema glandular. Walters, un reconocido especialista que ha logrado grandes éxitos en el estudio de la vitamina E2, determinante en las características de todas las formas de vida animal, consiguiendo lo que él mismo llama “mejoras raciales” en pacientes aquejados de deformidad, regenta el prestigioso sanatorio de Crestview, situado en las afueras de la ciudad dónde, en un laboratorio secreto, realiza experimentos prohibidos con el objetivo de llevar a la práctica sus teorías –“Está probado más allá de toda duda que las glándulas pueden transformar a cualquier tamaño, forma o apariencia”, proclama en un momento del filme–. Con este objetivo, no dudará en secuestrar a Cheela y en someterla a una complicada operación que convertirá al gorila hembra en una joven atractiva bautizada por él mismo como Paula Dupree (Acquanetta, 1921–2004) [2]. De visita en el circo, Fred Mason contemplará entusiasmado la poderosa influencia que Paula ejerce sobre los animales y no dudará en contratarla para el ambicioso número que está preparando, en el transcurso del cuál pretende mezclar tigres y leones en una misma jaula.
Escasamente imaginativa pero de una concisión admirable, la trama de Captive wild woman se divide en dos bloques claramente diferenciados, que no siempre casan de manera satisfactoria. Por un lado, las evoluciones de Fred Mason y demás trabajadores del circo; por el otro, los siniestros experimentos del Dr. Sigmund Walters, quién no dudará en poner en peligro la vida de Dorothy, transfusión de sangre tras transfusión de sangre, para conseguir sus oscuros objetivos. De los dos el segundo es el más interesante, en buena medida gracias a la vigorosa interpretación que John Carradine hace del científico enloquecido de turno, a la vez refinado y perverso, distinguido y sádico, protagonista de los mejores momentos de la función –“Mi nueva creación necesita los elementos de estabilidad mental que sólo pueden provenir del cerebro de un ser humano”, afirma segundos antes de matar a sangre fría a su asistenta, la Sra. Strand (Fay Helm, 1909–2003) para transplantar su cerebro en el cuerpo de Cheela– y responsable de una caracterización sorprendentemente contenida, muy lejos de los excesos manieristas de alguna manera inherentes en este tipo de personajes. Sin embargo, como ocurre en la mayoría de las producciones del ciclo terrorífico de la Universal, “la atracción del abismo” que representa el personaje, el innegable poder de fascinación del mal, por llamarlo de alguna manera, tiene su desafortunada contraposición tanto en la visión plana y esquemática del personaje que interpreta Acquanetta, privado del don de la palabra y por ello de cualquier posibilidad de aprendizaje o evolución, como, más especialmente, en la caracterización inmaculada de la pareja de enamorados que ejercen el rol protagonista, los “buenos” de la función. Como no podía ser de otra manera, el amor puro que sienten Fred Mason y Beth Coleman será el detonante final del drama, despertando en Paula Dupree unos celos crecientes que en un ataque de furia acabarán por convertirla en una monstruosa criatura mitad humana y mitad simio –transformación firmada por el mago del maquillaje de Jack P. Pierce en horas bajas, ya que parece un remedo un tanto torpe de su trabajo en El hombre lobo (The wolf man, George Waggner, 1941)–, aunque su intento de asesinar salvajemente a Beth escalando de noche por la ventana de su habitación se saldarán con la muerte de una criada. “Lo único que no tomé en cuenta. Una emoción terrible destruyó los tejidos nuevos que construyeron tus glándulas”, exclama sorprendido Walters después de rescatar a su creación y de convertirla de nuevo en una mujer mediante una nueva transfusión de la sangre de Dorothy.
A partir de este momento, el desenlace de Captive wild woman viene dado y aunque un tanto precipitado, está dotado de un ritmo sostenido que atrapa por completo al espectador: Fred decide estrenar el número de los tigres y los leones aún sin la presencia de Paula Dupree y pese a las advertencias del administrador del circo sobre la terrible tormenta que se avecina sobre la ciudad y que puede asustar a los animales, mientras Beth acude en ayuda de su hermana en el sanatorio Crestview después de recibir una llamada suya que la avisa de los siniestras intenciones de Walters. En un montaje paralelo harto previsible pero sumamente efectivo, asistimos a dos fracasos: el mad doctor fallece al ser atacado por Paula Dupree, liberada por Beth y (re)convertida ya definitivamente en Cheela, y Fred no consigue, en el último suspiro, sacar adelante su número de tigres y leones cuando un rayo hunde parcialmente la carpa del circo. Los animales se escapan y el público del espectáculo huye despavorido, pero justo en el momento en qué Fred va a ser atacado por Nerón, el león más peligroso de todos, Cheela hace acto de presencia en el circo: en un remedo un tanto torpe de la historia de “La bella y la bestia” con los roles intercambiados, el gorila hembra mata al animal y finalmente es abatido a tiros por la policía cuando pretendía llevarse al objeto de su amor. El filme concluye con una cita bastante absurda (“Detrás de esta puerta está enterrada la leyenda de un mortal que fue más allá de los poderes humanos y manipuló cosas que nadie debió tocar jamás”) sobreimpresionada sobre un travelling de alejamiento de la puerta del sanatorio de Crestview: como mandan los cánones, la amenaza monstruosa ha sido destruida, el malvado de turno ha perecido a manos de su creación y la joven pareja de enamorados permanece unida con toda una vida de felicidad por delante.
Explotando el filón
Los máximos responsables de la Universal, sin embargo, no estaban dispuestos a concluir una historia que aún podía reportar más beneficios, por mínimos o ridículos que fueran, y se lanzaron precipitadamente a la producción de dos secuelas con resultados harto desangelados y previsibles, Jungle woman (Reginald LeBorg, 1944) y Jungle captive (Harold Young, 1945). La primera, en un arrebato de originalidad de los guionistas Bernard Schubert, Henry Sucher y Edward Dein, es prácticamente un remake de Captive wild woman y bien puede considerarse uno de los peores títulos de todo el ciclo terrorífico de la compañía por la manifiesta torpeza de qué hace gala su realizador, el artesanal Reginald LeBorg [3]: prácticamente toda la trama de Jungle woman –poco más de cincuenta minutos– está construida alrededor del juicio por asesinato de una revivida Paula Dupree (interpretada por segunda y última vez por Acquanetta), en la cuál el principal acusado, el Dr. Carl Fletcher (J. Carrol Naish, 1897–1973), sustenta su defensa en el hecho de que la víctima no era humana. Evelyn Ankers y Milburn Stone repiten los papeles del filme original como testigos del juicio, en el transcurso del cuál relatan los hechos acontecidos en Captive wild woman, una excusa como cualquier otra para insertar en la trama recurrentes flashbacks del filme de Dmytryk (con los consiguientes insertos de The big cage). El desarrollo de los acontecimientos, por otro lado, es casi idéntico en ambos filmes: Paula Dupree será nuevamente víctima de los celos, acosando sin éxito a la prometida del galán de turno, Joan Fletcher (Lois Collier, 1919–1999), a la sazón hija del científico que al final acabará provocando la muerte de la mujer simio. El caso no se solucionará hasta el epílogo: el aspecto simiesco que luce Paula Dupree en el tanatorio exculpará finalmente al Dr. Fletcher, personaje que ni siquiera aparece en la tercera y última entrega de la serie. Superior en muchos aspectos a Jungle woman pero muy perjudicada por una trama previsible y un tanto descompensada, Jungle captive cuenta con un equipo técnico sensiblemente distinto y con un reparto completamente nuevo: Vicky Lane (1926–1983) sustituye a Acquanetta en el rol de la mujer simio, mientras que Otto Kruger (1885–1974) incorpora al científico loco, el Dr. Stendahl, responsable de la (nueva) resurrección de Paula Dupree (el personaje, sin embargo, prácticamente no interviene en la trama y es privada incluso del recurrente ataque de celos en qué desembocaban los dos primeros filmes de la trilogía). La composición de Kruger resulta mucho más sádica y violenta que las de John Carradine y J. Carrol Naish en los títulos anteriores, teñida en algunos momentos incluso de una negra ironía, pero queda relegada a un segundo plano por la presencia en el reparto de Rondo Hatton (1894–1946), apodado “el actor que no necesitaba maquillaje” por su físico peculiar (y muy limitadas dotes interpretativas), que destacaría poco después por su caracterización de un siniestro asesino en La perla maldita (The pearl of death, Roy William Neill, 1946) [4]. Hatton incorpora al siniestro Moloch, el ayudante del Dr. Stendahl, responsable al principio del filme del robo del cadáver de la mujer simio del depósito de cadáveres, y quién al final acabará con la vida del científico para impedir que transplante el cerebro de su asistenta Ann Forrester (Amelita Ward), de quién está enamorado, en el cuerpo de Paula Dupree.