publicado el 14 de abril de 2008
Lluís Rueda | Si en su último y delirante filme-collage, La ciencia del sueño (La science des rêves, 2006), Michel Gondry retrataba con asombroso desparpajo un onírico retrato, pop, naïf y esencialista de los avatares de un adolescente con “Síndrome de Peter Pan”, en esta ocasión toma los bártulos (recortables, plastelina, tijeras y celofán) para confeccionar un homenaje a la mecánica de la cinematografía con el añadido de unos cubos de basura, retales de quincalla y unos rollitos de papel de plata. M. Gondry es un artista plástico superdotado, una hacedor de videoclips revolucionario y un cazador de mariposas paciente en su contemplación de la inocencia. Su aportación al melodrama underground no pudo ser más inspirada y feliz que en la magnífica Olvídate de mí (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004) y su coqueteo con la comedia 'chapliniana' más sardónico que en Human Nature (id. 2001) o la antes citada La ciencia del sueño. Pero en todo ese abanico creativo, coherente y refrescante, ¿dónde se sitúa un filme tan hiperbólico, feísta y esquizofrénico como Rebobine, por favor?
La nueva cinta de M. Gondry tiene el look desaliñado de una vieja máquina de golosinas y conjuga tantas parcelas, géneros, estilos y tradiciones cinematográficas que lleva a abrumar al espectador: pobre inocente presto a una comedia al uso y no a “un melodrama de acción con un toque fantástico que muta a placer en un slapstick demencial”. El argumento es de lo más sugestivo, acompáñenme: imaginen que dos descerebrados desmagnetizan por error las cintas VHS de un viejo videoclub, un ‘drugstore’ de barrio como el que aparece en el filme Smoke (1995) de Wayne Wang. Hasta ahí la premisa, y la fatalidad, pero, ¿y si a uno de esos tíos, un freak hasta la médula interpretado por Jack Black, se le ocurre volver a grabar con un video casero esos títulos para subsanar la pérdida?
En esa exposición de talento subversivo, de cine primitivo y esencial, quién lo duda, va una patada en las pelotas (me permitirán) al cine independiente de baja estofa que asoma por ciertos festivales de renombre y una estirada de orejas a la gran industria de Hollywood, esa que cual maquinaria implacable bajo la sonrisa dominatrix de la seductora Sigourney Weaver, reclama derechos de autor por cintas ‘suecadas’ (es decir, reinterpretadas en clave garbancera). La actriz de Cazafantasmas y Alien: el octavo pasajero se erige en el filme en inquisidora a ultranza contra la piratería: una Ripley entregada al sistema. Créanme, ese retruécano del filme es sensacional. Como sensacionales son esas películas bastardas que reinventan Cazafantasmas, Hora Punta 2, 2001: una odisea del espacio, Paseandoa Miss. Daisy e incluso Carrie: desterninallantes hasta decir basta. Pero en todo ese repertorio de chifladura y bufoneo, existe otra película de dudosa densidad.: aquella que explica el devenir del personaje interpretado por Dany Glover, un tipo que vive atrapado en la falsa leyenda de un músico de Jazz de nombre Fats Waller, un fantasma anacrónico que cobra vida cinematográfica en el clímax del filme, en una suerte de mezcla bastarda entre el genial cine anacrónico de Guy Maddin y la catarsis demoledora de un filme clásico como Cinema Paradiso (Nuovo cinema Paradiso, 1988) de Giuseppe Tornatore’. Rebobine, por favor, hace honor a su título, contiene tantos filmes, tantos géneros y tanto entusiasmo que acaba por superar-saturar al espectador y por tanto requiere más de un visionado.
Acaso lo más apetecible de este festín del humor con coartada, sean sus texturas de comedia clásica a la manera de los filmes de Blake Edwards en sana hibridación con la brocha gorda de las películas de 'El Gordo y el Flaco' e incluso de 'Abbott y Costello', es decir, la mecánica del gag clásico y básico aplicado al contexto metalingüístico. Reírse de una banal imitación, si su descontextualización es pavorosa, es lícito y muy sano. Eso es algo que saben hacer muy bien los geniales actores que capitanea Joaquín Reyes para el, impagable, programa televisivo de Televisión Española ‘Muchachada Nui’. Lo cafre bajo coartada intelectual resulta más estimulante; analicen con detalle el dadaísmo o el surrealismo, ‘ismos’ perecederos que gracias a Tristan Tzara o André Breton servían para ridiculizar a de los de su propia condición burguesa, y hoy día sigue sirviendo para parodiar la sinrazón de la alienada clase media (esos ociosos previamente instruidos por el conductivismo).
Mi consejo es que se sitúen ante este nuevo Gondry con la misma actitud generosa que lo harían ante un filme no codificado: sea el bautizo de su sobrino o un refrito de acción interpretado por Steven Seagal; solo que para la ocasión no debe ser usted quien pervierta toda esa información y la reescriba en su cerebro, esa tarea se la va ha realizar Michel Gondry como el auténtico catedrático de las ciénagas de la cultura popular que es. Si les interesan realizadores en los márgenes del clasicismo como John Waters, Los hermanos Cohen, Ivan Reitman, Guy Maddin o el más disparatado Kitano, quizá esta sea su película. El humor blanco de Gondry, gusta, tanto como un ‘sugus’ de fresa, como un ‘peta Z’ o un ‘chimo’, nos retrae a la infancia.