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publicado el 5 de marzo de 2009

Copiar mal

Pau Roig | David S. Goyer (nacido en 1965) parece obstinado en destruir con su carrera como director el prestigio y el reconocimiento obtenidos con su labor como guionista. Máximo responsable de los libretos de Blade (Id., Stephen Norrington, 1998) y de su superior continuación, firmada por Guillermo del Toro cuatro años después, así como de Batman begins (Id., 2005) y El caballero oscuro (The dark knight, 2008), dirigidas por Christopher Nolan, Goyer se dio a conocer como realizador con la desastrosa tercera –y última– aventura del cazador de vampiros interpretado por Wesley Snipes. Ahora vuelve al primer plano de la actualidad cinematográfica con uno de los filmes de terror más espantosos que se recuerdan.

La semilla del mal no funciona en ningún momento ni de ninguna manera a lo largo de sus poco más de ochenta minutos de metraje. Todo en el filme huele a refrito, a plagio, a trampa, y lo que es peor, está tan mal rodado que por no contar no cuenta ni siquiera con una sola imagen a retener en la memoria. La historia de una mujer joven “poseída” por el espíritu maligno de su hermano gemelo, muerto antes de nacer en el útero de su madre, podría haber dado pie a un trepidante ejercicio de estilo, incluso a un descerebrado cómic (auto)paródico para visionar un sábado de madrugada en estado de embriaguez. Los resultados finales, sin embargo, no llegan siquiera a la altura de una nueva entrega de la franquicia Scary movie (Id., Keenen Ivory Mayans, 2000). El responsable del desastre es, en buena medida, el inane guión firmado en solitario por el propio Goyer, que no homenajea sino copia, y encima sin orden ni criterio, ideas y elementos de numerosos filmes anteriores –incluido un inenarrable plagio literal de El exorcista (The exorcist, William Friedkin, 1973): la escena en la que uno de los muchos fantasmas / poseídos que pululan por la cinta sube una escalera a cuatro patas con el rostro del revés–. La semilla del mal es un cóctel indigesto destinado a espectadores que no superaron la pubertad, aunque lo peor de todo quizá sea su afán de trascendencia y de rigor: a la torpe historia de acoso y posesión de la desdichada protagonista (una insípida Odette Yustman) hay que sumarle absurdas referencias al holocausto judío y a los experimentos que el abominable médico nazi Josef Mengele realizó sobre niños prisioneros en campos de concentración: buscando el color de ojos azul perfecto para la raza aria que propugnaba Hitler y obsesionado con los gemelos, entre muchas otras atrocidades Mengele llegó a inyectar tintes letales en las pupilas de los niños. Pero Goyer debe creerse también un director / guionista culto y refinado, y de ahí la inclusión, igual de torpe, de referencias a una figura religiosa-mitológica del folclore judío, el “dybbuk”, un espíritu demoníaco capaz de entrar en el mundo real y de poseer a personas vivas. Las incongruencias, los personajes de una sola pieza (o de ninguna) y los sin sentidos se suceden a lo largo del metraje con un ritmo descacharrante heredado de los peores tics del director Michael Bay (no por nada acreditado como productor): convencida enseguida de la existencia de los “dybbuks”, la protagonista sacará en préstamo como si nada un grueso incunable en hebreo de la biblioteca y, dado que ella no puede leerlo, se lo entregará a un profesor universitario, el rabino Sendak (un aburrido Gary Oldman), para que se lo traduzca. Tal cual.

Pero si, a tono con una estética de videoclip new age de segunda división, la trama y los personajes de La semilla del mal parecen fruto de una operación de “cortar y pegar” que un niño de diez años habría hecho mejor, la resolución del filme es aún peor. Toda la trama parece haber sido construida en función de un largo clímax que no hace sino confirmar la cara dura y la ineptitud de Goyer: da la impresión que el guionista y director no tenía ni la más remota idea de cómo rematar la surrealista trama ideada por él mismo, y de ahí el recurso penoso y previsible (entre muchas otras cosas) a un exorcismo redentor, pero no un exorcismo cualquiera, sino un exorcismo judío realizado por el mismo rabino que se ha pasado media película traduciendo un libro cabalístico en el que afirma no creer. Pretendidamente espectacular, la escena del exorcismo no sólo copia de manera descarada elementos de multitud de producciones anteriores –la cinta de William Friedkin, otra vez, pero también determinados momentos de Poltergeist (Id., Tobe Hooper, 1982)– sino que está tan mal resuelta que no provoca ninguna otra emoción que no sea aburrimiento o indignación en los espectadores. Lo mismo puede decirse del bombardeo de apariciones fantasmales y fenómenos sobrenaturales que amenazan la vida de la protagonista y también la de sus amigos y familiares, para quien esto inscribe literalmente “prestadas” de La maldición (Ju-on, Takashi Shimizu, 2000), tan ridículas que invitan a reír para no llorar, y con escenas tan indescriptibles como el encuentro del rabino con un perro con malas pulgas y la cabeza del revés o el atropello del malvado niño fantasmal que persigue a Casey por parte de una de sus amigas. Ambas escenas, igual que el filme entero, no son más que un gran engaño: se resuelven sin que pase nada relevante para el desarrollo de la acción y dan perfecta cuenta del vacío, de la ausencia total de vida de una propuesta que se sitúa más allá del terreno de la tomadura de pelo.


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