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especial

publicado el 21 de abril de 2009

Luces y sombras (Segunda parte)
Un intento de aproximación al cine de terror de Jesús Franco

Desde finales de los años sesenta del siglo XX, el director español Jesús Franco rueda cualquier cosa, de cualquier manera y en cualquier lugar: como no podía ser de otra manera, la mayoría de sus películas constituyen una mezcla aparentemente imposible de ideas brillantes con errores imperdonables (de puesta en escena, de continuidad, de montaje...), de genialidades con salidas de tono y licencias absurdas, de escenas y planos de un gran poder de fascinación con imágenes de un feísmo y de una cutrez que a veces ni siquira parecen obra de un profesional del séptimo arte, ejemplificadas en su mayor parte por esa enloquecida (y desquiciante) obsesión con lanzar zooms hacia todos los rincones del encuadre sin finalidad alguna.

Pau Roig |

La década de los setenta del siglo XX configura probablemente la etapa más fructífera de la carrera de Franco, y no sólo por la ingente cantidad de títulos que factura. Trabajando con presupuestos ridículos, equipos técnicos reducidos y con guiones muchas veces improvisados, el director firma en esos años y en muy pocos días algunas de sus más populares y personales incursiones en el cine de terror: con la conocida excepción de El Conde Drácula (Nachts, wenn Dracula erwacht / Count Dracula / Il Conte Dracula, 1969), adaptación pretendidamente fiel y rigurosa de la novela 'Drácula' de Bram Stoker, tanto Las vampiras (Vampiros lesbos. Erbin des Dracula, 1969) como la especie de tríptico que conforman Drácula contra Frankenstein (Dracula prisonnier de Frankenstein, 1971), La maldición de Frankenstein (Les experiences erotiques de Frankenstein, 1972) y La fille de Dracula / A filha de Dracula (1972) dan cuenta de una concepción alucinada y por momentos alucinante sin parangón en el cine de la época. Estos filmes, a diferencia de algún que otro encargo resuelto de manera más académica, con perdón por la expresión, como La noche de los asesinos (1973), y en menor medida quizá también Virgen entre los muertos vivientes (Christine, princesse de l’erotisme, 1971), se alejan a veces de manera radical y no sólo a nivel estético, del cine de terror imperante (las producciones británicas de las compañías Hammer Film y Amicus, las películas de terror españolas auspiciadas por la efímera productora 'Profilmes', la obra de Mario Bava, los giallos italianos puestos de moda por Dario Argento). No se puede hablar en ningún caso de maestría, aunque ráfagas de genialidad aparecen a trompicones y de manera inesperada en algunos títulos que difícilmente pueden confundirse con la obra de otros cineastas.

IV. A vueltas con el vampirismo

Las vampiras es probablemente el título más conocido de toda la filmografía de Franco, aunque quizá lo sea más por una serie de condicionantes externos a la propia producción –el fallecimiento de su inolvidable protagonista, Soledad Miranda (1943–1970), en un accidente de coche, la utilización de la canción 'The lion and the cucumber' de Manfred Hübler y Siegfried Schwäb para la banda sonora de Jackie Brown (Id., Quentin Tarantino, 1997)– que no por los méritos, más bien escasos, de la película, de atmósfera y tono hasta cierto punto similar a Necronomicon. El filme narra el viaje de Linda Westinghouse (Ewa Strömberg) a la pequeña isla de Uscubret, cerca de Estambul, dónde caerá bajo la influencia de la enigmática Condesa Nadia (Miranda, oculta tras el seudónimo de Susann Korda), una mujer con la que ha soñado a menudo sin saberlo y que, encerrada por su marido en compañía de sus doncellas, fue convertida en vampira muchos años atrás por el mismísimo Conde Drácula. Franco, sin embargo, no muestra el menor interés ni en la historia ni en sus personajes: Las vampiras podría haber dado pie en el mejor de los casos a un mediometraje (pseudo)experimental, y sólo llega a los estándares de duración comercial con la inclusión de recurrentes –y notablemente desquiciadas– escenas lésbicas de sexo softcore que en España tardarían cerca de treinta años en poder verse en su integridad (el filme sería brutalmente masacrado por la censura franquista). Pese a inscribirse en buena medida en la órbita del terror erótico en boga en esos años gracias a las bochornosas producciones vampíricas del francés Jean Rollin –La reina de las vampiras (Le viol du vampire, 1967), El amanecer de los vampiros (Le frisson des vampires, 1970), etc.– y, en menor medida, también de la Hammer –Las amantes del vampiro (The vampire lovers, Roy Ward Baker, 1970), Drácula y las mellizas (Twins of evil, John Hough, 1971)–,Las vampiras no tiene absolutamente nada que ver con el cine coetáneo del género, adentrándose en algunos pocos momentos dignos de mención, aunque quizá de manera involuntaria, en el terreno de la experimentación suicida.

Igualmente inscritas en la órbita del terror vampírico, El Conde Drácula y Drácula contra frankenstein ocupan también un lugar preminente en la carrera del director, si bien por motivos casi opuestos: la primera, (falsa) coproducción con España (1), es la adaptación de la novela 'Drácula' de Bram Stoker (1897), beneficiada por un reparto ecléctico pero extraordinario y más alabada por los detractores del director que por sus más acérrimos seguidores, mientras que la segunda es probablemente el más enloquecido ejercicio de estilo sobre los mecanismos y los personajes más representativos del cine de terror nunca producido. La desidia, e incluso la incompetencia, aparecen a ráfagas a lo largo de El Conde Drácula, filme que contrapone no pocos detalles sugerentes e incluso también ideas brillantes de puesta en escena y dirección con terribles errores de continuidad, una dirección de actores descuidada y un look visual en ocasiones absurdamente feísta, fruto en parte de la falta de ganas con las que Franco afrontó un proyecto que teóricamente coartaba su libertad creativa. Se trata de detalles (o errores, o aciertos involuntarios) que contribuyen en determinadas situaciones a dotar el conjunto de un aire alucinado, casi marciano, de un cierto poder de fascinación, con escenas notablemente filmadas y realizadas: la seducción de Lucy en su habitación de la clínica por parte de Drácula y la posterior muerte de la chica a manos de su amiga Mina (Maria Röhm), el impresionante plano en el que Drácula se oculta en la oscuridad del palco de la ópera esperando el momento oportuno para atacar a Mina, sentada de espaldas a él... El esqueleto narrativo de la novela original de Stoker se mantiene prácticamente intacto, contando incluso con la visualización, más o menos afortunada, de pasajes del libro casi nunca vistos en la gran pantalla –Drácula bajando del carro para ahuyentar a los lobos que se cruzan en su camino sólo con la mirada durante el viaje de Jonathan Harker a Transilvania–, pero el conjunto pierde fuerza e intensidad en su desarrollo final: la película dura poco más de noventa minutos y parece que con un metraje mayor determinadas ideas y situaciones hubieran podido pulirse más. El choque, la lucha entre la personalidad del cineasta y la rigidez impuesta por la pretendida fidelidad a un texto conocido por todos los espectadores de la época gracias a sus anteriores adaptaciones, es el principal elemento identificador de la película: Carlos Aguilar señala que lo más interesante del conjunto es precisamente “estudiar esta incompatibilidad estética entre realizador y contexto, que a veces deviene franca tensión” (2). En algunas escenas es el propio Franco quién se encarga de dinamitar desde dentro la propia narrativa del filme con notas de humor negro cercanas al surrealismo (el uso recurrente y quizá premeditado de unos ridículos murciélagos de plástico, la sangre que salpica exageradamente el rostro de Jack Taylor cuando clava la estaca al corazón a una de las vampiras del castillo de Drácula, etc.).

V. Entre la experimentación y la incompetencia

Drácula contra Frankenstein y La maldición de Frankenstein son consecuencia directa de haber hecho El conde Drácula con tanta fidelidad a Bram Stoker. Me di cuenta de que, con esa adaptación fidedigna, me pude desmadrar muy poco y necesitaba volver al personaje con un punto de vista más de tebeo” (3). Esta afirmación del propio Jesús Franco, en vista de su segunda aproximación al personaje imaginado por Stoker, es toda una declaración de intenciones. Drácula contra Frankenstein puede ser contemplada, en consecuencia, como el reverso desquiciado y pasado de vueltas de El Conde Drácula, una película completamente libre, loca, y al mismo tiempo un personalísimo homenaje a las películas de monstruos realizadas por la compañía norteamericana Universal en los años cuarenta, Frankenstein y el hombre lobo (Frankenstein meets the wolfman, Roy William Neill, 1943), La zíngara y los monstruos (The house of Frankenstein, 1944) y La mansión de Drácula (House of Dracula, 1945), dirigidas por Erle C. Kenton. El filme, como en menor medida también El Conde Drácula, debería ser analizado como un compendio de lo mejor y de lo peor de la obra del director español: su cinefilia desbordante, su necesidad de filmar compulsivamente y su fuerte personalidad se dan de bruces, otra vez, con un acabado invariablemente pobre. Ideas poderosas y detalles originales de puesta en escena y dirección conviven en relación demencial con errores intolerables fruto tanto de las circunstancias como de la pura desfachatez.

En una línea no del todo alejada de 'Necronomicon', Drácula contra Frankenstein es un filme totalmente delirante, concebido sin atisbo alguno de seriedad ni tampoco de rigor –determinadas escenas se acercan voluntariamente al terreno de la parodia y de la desmitificación– como un desenfadado homenaje al universo de las producciones de serie B y a los tebeos baratos de terror y ciencia-ficción. Los resultados finales, sin embargo, son radicalmente opuestos a los ofrecidos en producciones coetáneas igualmente inspiradas en los filmes de terror clásico norteamericanos, principalmente los escritos y protagonizados por Jacinto Molina / Paul Naschy: en Franco el estilo enloquecido y una atmósfera irreal y casi abstracta, así como un tono que oscila entre el homenaje y la reinvención surrealista, son más el objetivo, el fin, que no el medio para explicar una determinada historia. Tanto es así que la producción carece, en sentido estricto, de tal historia: ésta no es más que una excusa, aunque en muchos momentos la nula caracterización de personajes y la inexistente descripción de situaciones dramáticas provoca el rechazo –y el bochorno– del espectador menos curtido. Quedan para la posteridad, eso sí, los dieciséis minutos iniciales, sin un solo diálogo, una sucesión tan gratuita como sugestiva y poderosa de imágenes y planos con decenas de zooms hacia ninguna parte que dan perfecta cuenta de la posibilidad de representar “lo fantástico”, quizá también “lo onírico” en la gran pantalla, más en el sentido metafísico que literal.

La maldición de Frankenstein, filme que marca el debut oficial en la gran pantalla de Lina Romay, viene a ser la extensión / continuación / revisitación de Drácula contra Frankenstein, aunque no alcanza en prácticamente ningún momento su nivel de delirio y resulta un intolerable refrito tanto de este filme como de otras películas anteriores del propio Franco: Britt Nichols (4) interpreta a la hija del Dr. Frankenstein, llamada Madame Orloff, y Franco se reserva el papel, meramente anecdótico, de asistente del científico; el verdadero protagonista de la función es el malvado Cagliostro (Howard Vernon), quién nada más empezar la trama (¿?) asesina el Dr. Frankenstein (Dennis Price) y le roba la criatura artificial que éste ha creado a partir de trozos de distintos cadáveres con el objetivo de formar una nueva raza de superhombres que le llevarán a dominar el mundo. Rodada en poquísimo tiempo sin decorados ni prácticamente atrezzo, la película da vueltas y más vueltas sobre sí misma sin llegar a ninguna parte, aunque presenta al que probablemente sea, con perdón de Al Adamson y su inenarrable Drácula contra Frankenstein (Dracula vs. Frankenstein, 1971), el monstruo de Frankenstein más ridículo de la historia del cine, interpretado por Fernando Bilbao con la cara completamente pintada de purpurina.

Inédita en España y mucho menos conocida, La fille de Dracula / A filha do Dracula se sitúa más cerca estética y narrativamente de Las vampiras que de La maldición de Frankenstein, filme con el que comparte poco más que algunas vagas referencias argumentales y la (anecdótica) presencia de Howard Vernon en la piel del Conde Karnstein, trasunto del no-muerto imaginado por Bram Stoker. El vampiro en ningún momento llega a levantarse del ataúd en el que está postrado (la escena seguramente fuera filmada en uno o dos días en la casa del propio actor), pero es el detonante / punto de inflexión de una trama mínima pero a ratos sugerente que sólo alcanza el estándar de duración comercial con la inclusión de repetitivas escenas de sexo lésbico entre Britt Nichols y Anne Libert. La primera de ellas interpreta a Luisa, heredera de la familia Karnstein, quién tras conocer en el lecho de muerte de su madre el terrible secreto de su familia será convertida al vampirismo por su centenario antepasado. Franco interpreta un papel de notable peso dramático en el desarrollo de la trama, el notario de la familia Cyril Jefferson, reservándose además una de las mejores escenas del filme (la reconciliación con su esposa, propietaria de un hostal en el que transcurre buena parte de la acción, interpretada por Conchita Núñez). Cyril será también el encargado de poner fin a la maldición de los Karnstein de manera harto curiosa: clavará primero una estaca en la cabeza del vampiro y después quemará el cuerpo de Luisa. El resto de los personajes carecen de profundidad y de relevancia –el policía interpretado por Alberto Dalbés en ningún momento parece interesado en resolver el misterio que rodea a la familia, mientras que el Conde (Daniel White) desaparece a la mitad de metraje–, si bien un aire entre fatalista y onírico domina los mejores momentos de un filme perjudicado, como casi siempre en Franco, por la falta radical de presupuesto y de recursos técnicos pero que saca un cierto provecho de la utilización del formato panorámico.

VI. Brujas, zombies paletos y herencias macabras

Britt Nichols y Anne Libert son también las dos principales protagonistas femeninas de Las poseídas del demonio (Les démons / Os demonios, 1972), curiosa vuelta de tuerca de Franco a los presupuestos estéticos y narrativos de El proceso de las brujas: el actor persa Cihangir Gaffari (oculto tras el mucho más oportuno seudónimo de John Foster) interpreta un trasunto del juez sangriento interpretado por Christopher Lee en aquel filme, Lord Justice Jeffries, principal valedor / impulsor durante el siglo XVII de una brutal serie de ajusticiamientos públicos de mujeres acusadas de brujería. La diferencia entre ambos títulos, fundamental, radica en la naturaleza abiertamente sobrenatural de la trama: Libert y Nichols son las dos hijas de una bruja quemada en la hoguera; tras huir del convento en el que habían sido recluidas, la segunda utilizará la magia negra para vengarse de los responsables de la muerte de su madre (todo aquél que mantiene relaciones amorosas con ella queda literalmente reducido a los huesos). Más interesado en filmar los cuerpos de las dos voluptuosas actrices –a las que hay sumar una genial Karin Field en el papel de la represora y reprimida Lady De Winter, quién dispone en las mazmorras de su castillo una completa sala de torturas– y los entresijos políticos y sociales de la turbulenta época en la que se ambienta la acción, Franco hace gala de su característico humor negro (el suicidio de la Madre Superiora del Convento tras haber sucumbido a las tentaciones de la carne, por ejemplo), pero muestra demasiado poco interés en explorar los aspectos más terroríficos de la trama, centrados en su mayor parte en la misteriosa mujer ciega que ayudará a las dos hermanas a perfeccionar sus (malas) artes.

Antes del inesperado, por absurdo y sobredimensionado, éxito de Nueva York bajo el terror de los zombies (Zombie 2, Lucio Fulci, 1979), Franco ya se había acercado al mito de los muertos vivientes en una producción más enfocada hacia el erotismo softcore que a la explotación comercial de La noche de los muertos vivientes (Night of the living dead, George A. Romero, 1968). Virgen entre los muertos vivientes (editada en vídeo en nuestro país con el título, más fiel al original, de Los sueños eróticos de Cristina), igual que los ya citados casos de El sádico de Notre Dame y El ataque de las vampiras, sufrió numerosos remontajes –esta vez parece ser que sin la participación ni la aprobación de Franco– y conoció incluso una versión pornográfica, con duraciones que oscilan entre los 79 minutos de la edición española hasta los 92. El filme comparte con el ya citado La noche de los asesinos un similar punto de partida argumental: la lectura del testamento de un familiar fallecido que acabará sumiendo a sus herederos en una espiral de muerte y horror. Virgen entre los muertos vivientes mezcla sueños, pesadillas, muertos vivientes e incluso extraños rituales satánicos –(pseudo)orgía incluida– en un cóctel que carece de sentido y de objetivos concretos. La noche de los asesinos, por otro lado, es una aplicada adaptación de la obra teatral 'El gato y el canario' del escritor norteamericano John Willard, cuya primera –y mejor– adaptación se remonta al cine mudo: El legado tenebroso (The cat and the canary, Paul Leni, 1927). Lejos de publicitar tan ilustre(s) precedente(s), la carátula videográfica de la edición española hacía doblemente trampa: el filme, sin que nadie sepa bien cómo ni por qué, fue rebautizado Sospiri en alusión directísima a una de las más populares películas de terror de Dario Argento, Suspiria (Id., 1977) y su argumento se atribuyó a Edgar Allan Poe. Más interesado en (re)crear una atmósfera tétrico-macabra que en la propia trama, Franco lleva el relato a su terreno sin perder los papeles a medio camino: pese a lo limitado del presupuesto, La noche de los asesinos tiene un ritmo sostenido e incluso cuenta con una buena factura visual (el brutal asesinato de Lord Marion al principio del filme, magníficamente filmado). Franco se reserva el breve papel de notario corrupto y borracho.

Continuará…


NOTAS:
(1) Como señalan Roberto Cueto y Carlos Díaz, a efectos prácticos El Conde Drácula era únicamente de nacionalidad británica. El productor se limitó a contratar personal español, italiano y alemán, pero el Ministerio rechazó la película como coproducción hasta dos años después cuando, con nueva documentación, pudo ser estrenada en nuestro país (Ver Drácula. De Transilvania a Hollywood, Madrid: Nuer, 1997, p. 192).
(2) Ver FREIXAS, Ramon, “Drácula en el cine español”, en Dirigido por nº 256 (abril 1997), Barcelona, p. 65.
(3) Entrevista con Jesús Franco, en Cine fantástico y de terror español, 1900 – 1983, Donostia: Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián, p. 181.
(4) Britt Nichols es el seudónimo artístico de la modela portuguesa Carmen Yazalde, actriz indispensable del cine de terror europeo de los años de la setenta del siglo XX que abandonó el cine a mediados de la década al contraer matrimonio. Tras su breve pero muy recordado debut sin acreditar en La noche del terror ciego (Amando de Ossorio, 1972) –interpreta a la doncella que muerte torturada por los caballeros templarios– se convirtió en una de las actrices más recurrentes de Jesús Franco: director y actriz trabajarían juntos en siete películas en menos de dos años, entre las que destacan La maldición de Frankenstein, La fille de Dracula / A filha de Dracula y Virgen entre los muertos vivientes.


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