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film malade

publicado el 22 de abril de 2009

Costumbrismo atroz y paraísos perdidos

Existe una voluntad ética y estética de acusado vanguardismo en un buen número de 'thrillers' producidos en los Estados Unidos de la década de 1970, una filosofía que transita entre el subrayado morboso, de matiz 'soft', y la clarividencia melodramática del relato realista. En ese campo de acción, alejado en el tratamiento visual de las joyas más incontestables del imperante 'giallo' italiano de la época, filmes como ¿Qué le pasa a Helen? (What's the Matter With Helen?, 1971) o Impulso Criminal (The Killing Kind, 1973), irradian una frescura fuera de lo común y una intención de renovación formal muy sugerente.

Lluís Rueda | Curtis Harrington es un apreciable exponente del horror norteamericano de la década de 1970, un género en evolución y constante digresión subgenérica que en su caso particular se alejó del 'gore' y las soluciones radicales de la serie Z para reivindicar parcelas más cercanas al drama familiar (o social). Harrington, más dado en general a cierto clasicismo estético que al 'trash' carnavalesco de Al Adamson u otros adalides de la explotation, también se fija en los esquemas renovadores del cine de vanguardia y busca un discurso propio más allá de los mecanismos de ficción propios del horror psicológico con pespuntes 'nudies'; cuando insistimos en ese horror de 'arte y ensayo' vale la pena fijar nuestra atención en el Roman Polanski de La semilla del diablo (Rosemary´s Baby, 1968), en filmes de la categoría de Martin (Id.,1977) de George A. Romero, o Crimen en la noche (Dead of Night, 1974) de Bob Clark. Algunos de estos títulos, al margen de rotundas obras capitales de feísta simbolismo como La matanza de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, 1974) de Tobe Hopper, son buenos ejemplos para cuantificar esa constante renovadora en que desde las atalayas de la 'American Way of Life' se busca con ahínco un cine social con inmisericorde discurso subyugador. Los elementos en juego que proponen este conjunto de 'thrillers', que entroncan de una manera sesgada con cintas de violenta concepción -de cariz realista- como Perros de Paja (Straw dogs, 1971) de Sam Pequinpah o la muy interesante Deranger(Id., 1974) de Jeff Gillen y Alan Ormsby, son bien distintos y en ocasiones sutilmente contradictorios. Por una lado, estos filmes, comprenden la metáfora de una sociedad en descomposición que ha perdido la inocencia en Vietnam y, por otro, continúan apostando por cierta concepción gótica alambicada a la sombra de Psicosis (Psycho, 1968) de Alfred Hitchcock o ¿Qué fue de Baby Jane? (Whatever Happened to Baby Jane?, 1962) de Robert Aldritch, ambos filmes de transición que fluctúan entre el horror conceptualmente victoriano y los esquemas de la psicología moderna.

Impulso criminal , el filme que nos servirá para concentrar una parcela muy interesante de ese campo cinematográfico complejo que genéricamente hemos englobado en el término ‘American Gothic’, es esencialmente partícipe de esa intención de búsqueda de una concepción visual autóctona: un planteamiento estético y argumental que tanto rastrea en los 'thrillers' contemporáneos del horror británico, véase The Nanny (1965) de Seth Holt o Plan siniestro (Seance on a Wet Afternon, 1964) de Bryan Forbes, como en el violento cine de gánsters de los sesenta La Banda de los Grissom (The Grissom Gang, 1971) de Robert Aldritch o de una manera más esquemática en el cine de psicópatas al uso (cabe volver a citar la canónica Psicosis o, si nos remontamos unas décadas, a la obra maestra de Ida Lupino El Autoestopista (The Hitch-Hiker, 1952), un filme adelantado a su tiempo.

Como apunta Carlos Aguilar en su excelente prólogo del artículo acerca del filme Whoever Slew Auntie Roo? [1], ‘(…)Harrington siempre vivió con la pasión de lo bizarro pero bajo el imperativo de lo prosaico’. Esa constante de su cine esforzado y voluntarioso merece un reconocimiento, si bien su legado dista de estar a la altura del de su coetáneo Bob Clark y su autoría siempre ha sido considerada menos de culto que, por ejemplo, la de Larry Cohen o Dan Curtis.

Un buen puñado de films de Harrington deben llamar nuestra atención en tanto atesoran una personalidad muy marcada y unas soluciones argumentales de encomiable riesgo, en algunos casos fallidas y equívocas, como en su paroxística e irracional Ruby (Id., 1977), una bastarda vuelta de tuerca de El Exorcista con Piper Laurie como protagonista. Impulso Criminal es un buen ejemplo de ese entusiasmo creativo. El filme de Harrington nos plantea el regreso de ese hijo pródigo en el que se han depositado todas las esperanzas de futuro y al que la circunstancia de un exilio forzoso le ha llevado a caminar por las tinieblas de lo ajeno, lo extranjero o lo prohibido (un planteamiento parejo al de la extraordinaria Crimen en la Noche). Pero para la ocasión, este joven inestable, víctima de un complejo de Edipo devastador, no regresa de Vietnam como el joven del citado filme de Bob Clark, sino de la prisión, donde ha cumplido dos años de reclusión por la violación a una joven. Interpretado por Jonh Savage, el joven Terry Lambert se muestra como un psicótico hedonista (en la línea del engreído Patrick Bateman de American Psyco (Id., 2000)) que sufre una castración anímica y psíquica por parte de su frívola e ‘incestuosa’ madre, la Sra Lambert.

Thelma Lambert está excelentemente interpretada por Ann Sothern en un rol muy deudor de otras ‘mamás sangrientas’ que se inspiraron en la incomparable y arrolladora Sheley Winters. La Sr. Lambert es una entrañable viuda díscola, de melena crepada y batín vistoso, que se aleja de los estereotipos y muestra un cinismo trufado de vitalidad. Ann Sotern confiere a su personaje un interesante perfil que adelanta al pop 'trash' delirante que dibujará en sus familias desestructuradas el John Waters más ácido (véase Pink Flamingos).

Es precisamente la ambigua relación de esta particular viuda alegre con su hijo Terry uno de los mayotes atractivos de la cinta de Harrington: la compulsiva afición de Thelma Lambert por retratar a su hijo en la ducha, su costumbre de besarle en la boca o sus anómalos juegos eróticos, propios de una pareja de amantes de perfil hiperactivo a la manera de Bonnie and Clyde (Id., 1967) de Arthur Penn, son algunos de esos comportamientos extravagantes que refuerzan la idea de un complejo de Edipo de consecuencias funestas.

La presencia de una joven modelo que alquila una habitación en la casa y el acoso de una solterona reprimida que se enamora de Terry son algunos de los factores que ayudarán a que la escalada de violencia del chico no tenga límites, una violencia que bien entrado el filme ya se ha cobrado dos víctimas: la chica a la que violó y la abogada que defendió el caso. Instinto Criminal es, en ese sentido, un 'psychothriller' cuya mecánica no se desmarca de las premisas de los posteriores y muy populares slashers de la década de 1980.

Todo este circo cotidiano, que apenas si da para el set de un jardín con piscina y dos casas que podrían recordar en su disposición - y en el encaje secuencial- al activo decorado de La ventana indiscreta (Rare window, 1954) de A. Hitchcock, siempre tiene un destino que alimenta nuestro 'vouyerismo'. La figura del joven, bello y trágico Terry es el centro de la historia y donde se dirigen los grandes angulares, los planos huidizos desde las ventanas, las torponas panorámicas y esa idea nos configura algo no necesariamente contradictorio: para Harrington su poderoso personaje es también víctima, quizás la única víctima -en su tratamiento dramático- de un filme en el que los cadáveres femeninos no son más que testigos mudos de una historia mucho más compleja y arquetípica.

Impulso criminal plantea una disposición formal en la que abundan los encuadres forzados y los zooms angulados que buscan sustituir el efecto de una grúa inexistente. El feísmo impera en la medular de la historia, los personajes astracanados se nos muestran a través de los espejos deformantes de la mente del criminal y, en ese extremo, esos secundarios resultan más sólidos y creíbles, más amedrantadores diría, que los de filmes de cineastas europeos como Pupi Avati (maravilloso director para el que el legado de Federico Fellini determina cada recodo de su elegante puesta en escena) o también en el caso del maestro Mario Bava (clave en sus filmes son las entretelas folletinescas y los estereotipos pintorescos). Para Curtis Harrington, a mi juicio, el trabajo de la ambientación de sus filmes se estructura desde esos detalles que nivelan el impacto psicológico de una historia sencilla, en su caso expuesta de un modo simple pero haciendo hincapié en la formulación de cierta extravagancia pesadillesca.

En el periplo entre El carnaval de las almas (Carnival of Souls, 1962) de Herk Harvey y La noche de los muertos vivientes (The night of living dead, 1968), el horror de serie B norteamericana perdió su virginidad y costumizó los viejos fetiches victorianos a base de fundir los elementos más tortuosos del pulp y el cine negro (heredados de cierta sinergia expresionista) con la idea del cambio generacional –nos referimos al cambio de mentalidad de un país que ha perdido la inocencia- como clave para entender sus tramas. La idílica América rural, la de las bellas praderas alejadas de las ‘junglas de asfalto’, también en cierta manera se contamina de jóvenes sin ideales, sus mansiones victorianas a pie de carretera pueden engendrar resquemores extremistas, pero fuera de este paisaje variopinto que proponen un buen número de thrillers con regusto a road movie bastarda existe esa América de la periferia ajardinada, con porches siniestros y barbacoas contaminadas de cinismo. Este último espacio que representa como pocos la seguridad y el recogimiento de una nación estructurada sobre unos principios sólidos es el ideal para la proliferación de monstruos cotidianos como Terry. Si realizan una perspicaz traslación de este fenómeno a la actualidad y ustedes hacen un esfuerzo por visualizar la esencia sociopolítica del true crime -cine basado en asesinos reales-, se darán de bruces con casos como el del monstruo de Amstetten, Josef Fritzl, y es que la proliferación de sujetos que campan a sus anchas más allá del bien y del mal hallan un paisaje idílico y seguro en este tipo de comunidades tranquilas como las que también proliferan en centroeuropa (el caso de Austria, reitero, es paradigmático).

En este contexto cinematográfico en que impera un realismo alejado de la ritualización del horror, el cine de Curtis Harrington se impregna del horror cotidiano que caracteriza el true crime pero sin descuidar el complejo estudio de unos personajes que actúan de modo esperpéntico y siniestro por razones socioculturales y quien sabe si antropológicas. El protagonista de Impulso Criminal, en ese sentido, no dista del traumatizado killer Michael Myers o de tantos otros hijos de la bastarda América de los sueños rotos, pero si años más tarde directores como John Carpenter sintetizaron la sombra de un carácter maníaco –ahí está la muy conceptual Halloween (1978)-, Harrington, nos mostró con antelación las causas y el dietario del asesino con una densidad emocional muy pertinente: eso, como poco, le convierte en un realizador a reivindicar dejando a un lado remilgos estéticos.


  • [1]. Whoever Slew Auntie Roo? Pag. 291. American Gothic (El cine de terror USA 1968-1980). Edita: Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián. Coordinado por Antonio José Navarro.

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