publicado el 1 de abril de 2004
Juan Carlos Matilla | El cine infantil (entendido en toda su amplitud genérica: aventuras, animación o comedia) es uno de los géneros más desacreditados por la crítica internacional desde tiempos inmemoriales. Uno de los principios fundamentales del equipo de Judex desde la creación del fanzine ha sido el respeto absoluto a todo tipo de género cinematográfico ya que todos ellos son dignos y respetables. Según nuestro criterio, un género no es mediocre de por sí, todo depende del enfoque que se le quiera dar y de la visión personal de cada realizador. Tradicionalmente, el cine infantil ha sido despachado por la crítica con unos cuantos juicios precipitados y manidos: puerilismo, sensiblería y esquematismo son los más habituales. Así, en los últimos años, la mayor parte de la prensa especializada ha enjuiciado con una desgana execrable filmes tan interesantes como la saga de Harry Potter (películas que esconden brillantes acercamientos a los vicios de la sociedad británica desde un perspectiva fabulosa y no exenta de ironía), obras de animación como El gigante de hierro (1999), de Brad Bird (soberbio y negrísimo retrato de los miedos de la América de la Guerra Fría) o Monstruos S.A. (2001) (una de las muestras más rotundas de la brillantez del cada vez más imprescindible estudio Pixar). Incluso filmes pertenecientes a otros géneros pero que tantean las constantes del cine infantil como Eduardo Manostijeras (1990), de Tim Burton o El hombre bicentenario (1999), de Chris Columbus, han sido a veces cuestionados por mostrar abiertamente esas referencias (como si esto fuera algo condenable por sí mismo). Además, a los directores especialistas en este tipo de cine se les ha marginado sin contemplación y sólo así se explica, por ejemplo, que un creador como el japonés Hayao Miyazaki (Castle in the Sky, El viaje de Chihiro) aún no sea visto como un maestro de la cinematografía nipona a la altura de un Akira Kurosawa o un Kenji Mizoguchi sólo por el hecho de haber dedicado parte de su carrera al cine de animación infantil. Esta defensa de la integridad del género infantil viene a cuento a raíz del estreno de la nueva versión del clásico de James Mathew Barrie, Peter Pan, dirigida por el australiano P. J. Hogan, una sensacional obra dirigida al público infantil (aunque en realidad esconde una visión atormentada y adulta de esa etapa de la vida humana) que me imagino será recibida con la misma frialdad que las anteriores obras citadas.
Narrada con una admirable pasión por la fantasía en su sentido más auténtico, la versión de Hogan es un auténtico alarde de sensibilidad, magia y maestría. El director australiano ha sabido respetar la amargura y complejidad del original literario y a la vez ofrecer unas portentosas imágenes puestas al servicio de un guión redondo e inteligente donde nada está dejado al azar y donde todos los elementos convergen hacía un único destino: realizar una bella metáfora del final de la niñez y del vértigo que produce la entrada en la vida adulta. Pero lo más sobresaliente de esta nueva adaptación es que está narrada desde un punto de vista tremendamente siniestro sobre todo en la concepción de la personalidad de Peter Pan (más cercana a la del ciclo literario original que a la de otras versiones cinematográficas). Peter Pan (interpretado por Jeremy Sumpter, visto en Escalofrío, 2001, de Bill Paxton) es un ser anárquico y libre pero a la vez cautivo de sus propias decisiones. En su voluntad de no crecer, de no experimentar las pasiones adultas, hay una profunda frustración y cobardía, ya que el joven es, en realidad, prisionero de su propia condición de niño imperecedero. Wendy (encarnada por la actriz Rachel Hurd-Wood, que parece la hermana pequeña de la Scarlett Johansson de Lost in translation) es el contrapunto ideal de esta visión, su personaje encarna a la perfección las contradicciones de los preadolescentes, tan interesados por la inquietud y el estímulo que producen las experiencias adultas como por la seguridad que ofrece el mundo infantil. En cambio Peter no cede al deseo, reniega de su lado adulto, lo rechaza sin contemplación y con ello pierde el contacto con todo lo que le rodea (de ahí el final, tan triste como hermoso, en el que Peter contempla desde la ventana de la casa de Wendy la alegría de sus compañeros en la vida real mientras él, fiel a unos principios temerosos, se quedará al margen de cualquier atisbo de madurez y de felicidad plena). Peter prefiere vivir en su mundo infantil de por vida aún a sabiendas de que la eternidad también es un castigo (como muy bien apunta el personaje de Wendy en una de los memorables diálogos del filme, aquél en el que Peter intenta convencerla para que lo acompañe al país de Nunca Jamás diciéndole que allí nunca tendrá que preocuparse por los adultos y ella le replica con un contundente "nunca es muchísimo tiempo").
Consciente del evidente contenido erótico del relato, Hogan ha sabido sacar a la luz los numerosos elementos de iniciación sexual de la historia de una manera elegante y sabia: la sensual atracción que siente Wendy por Peter desde que éste se le aparece en su dormitorio, la reacción escandalizada de la maestra cuando descubre los dibujos que ha hecho la muchacha sobre la visita del joven, las referencias al futuro matrimonio de Wendy que vierte entusiasmada la tía Millicent (encarnada por una divertida Lynn Redgrave), los susurrantes diálogos de la pareja, la confusión atemorizada de Peter ante los deseos de Wendy, los celos de una voluptuosa Campanilla (sensacional Ludivine Sagnier), la carnalidad de los personajes (el físico de los actores no tiene nada que ver con el canon habitual de los intérpretes infantiles), la bella secuencia del baile de los protagonistas acompañados por las hadas o el papel determinante que tiene en el filme la consecución de un beso entre la pareja son algunos de los detalles del filme que subrayan la sensualidad del relato.
A todo esto, hay que señalar el excelente diseño de producción, modesto y a la vez rico en escenarios imaginativos y barrocos. La excentricidad y afectación de algunos pasajes (como el alucinado viaje interplanetario de los protagonistas, el cielo azucarado del país de Nunca Jamás o el onírico skyline de Londres) tiene un acabado más logrado y poético que los de otras marcianadas recientes como las discutidas obras de Baz Luhrmann (Romeo y Julieta o Moulin Rouge), aunque compartan el mismo director de fotografía (Donald McAlpine). También brilla con luz propia el intenso y romántico score firmado por James Newton Howard y algunos apuntes pavorosos de puro cine de terror como las ominosas apariciones de las sirenas y el cocodrilo, el brazo cercenado de Hook o el espectral barco donde los piratas planean atrapar a su sempiterno enemigo. Aciertos continuos que hacen que este nuevo Peter Pan sea muy superior al clásico animado de Walt Disney o al fallido intento de revitalización del mito que llevó a cabo Steven Spielberg en la anodina Hook (1991). A ver sin reservas.