publicado el 10 de noviembre de 2009
Lluís Rueda | Basada en el relato de Richard Mateson "Button, Button" (1970) que ya conoció una adaptación como episodio para la famosa serie "The Twiligth Zone" [1], The Box es la más poderosa declaración de intenciones desde que dejara al público con la boca abierta con la irreverencia argumental de Donnie Darko, acaso el definitivo filme moderno sobre el malditismo personal de una generación a la deriva y el equilibrio que asiste el fascismo de las reglas adultas. Para Kelly la esencia del ser humano está más cerca de la metafísica del azar, de la infantilización del colectivo y del beodismo como conspiración siniestra y generalizada. The Box propone otra prueba de calado surrealista, la concepción de un thriller simbolista que se enraíza como una onda expansiva utilizando el cadáver de un thriller al uso. De la dispersión genérica (Ciencia Ficción, drama, horror, retrato costumbrista) surge lo sugestivo de esta propuesta: un tour de force para el espectador dispuesto a aprender, a dejarse seducir y a cohabitar con el impulso onanista de la fuga argumental, a la manera del Lynch burlesque, el más criptico David Cronenberg o el mejor Raoul Ruiz, Kelly, ha regresado para dinamitar convenciones.
Si bien The Box arranca y concluye como un filme de suspense convencional, quizá de acusado nihilismo, poco aportaría a nuestras vidas de no ser por su derroche de insensatez argumental, por su mezcla forzada de filme de ‘auteur’ cabreado con el ser humano y sagaz coleccionista de recortes Sci-Fi, retazos ufológicos, cine de platillos volantes y demás ítems heredados de la fiebre por el invasor que acongojó a Estados Unidos en la década de 1950. A resultas de tan amplio abanico de intereses éticos y estéticos, The Box, que arranca con el sencillo planteamiento de un botón que puede cambiar la vida de una pareja si se relativiza su moral –si accede a cambiar un millón de dólares por la muerte de una persona desconocida- se convierte rápidamente en la extensión minimizada de lo que Kelly ya quiso explicarnos en su ambiciosa Southland Tales. Si en su segundo filme, Kelly, caía en la ambición de retratar las miserias del ser humano a través de la estupidez generalizada de una sociedad post-nuclear seducida por el calado de sus propias heridas –a la manera de un culebrón frívolo que explicase la caída del Imperio Romano-, en esta ocasión, el realizador, se sirve de la ambición de un joven matrimonio perdido en la concepción banal de la idea de la familia norteamericana de clase media. Kelly arremete como un auténtico verdugo contra un estamento que traiciona sus propias virtudes sacramentales y porfía a una deriva existencial todo aquello que un día fue amor o elixir de la bondad. Si en Southland Tales los protagonistas eran amorales, estúpidos y, en cierto modo, robots, en The Box son tan humanos que su sacrificio resulta cruel, casi psicopático.
La figura del Sr. Steward, una suerte de fantasma, hombre de gris, mago, buhonero e incluso predicador de ultratumba podría perfectamente asimilarse al la del ‘Hombre Ilustrado’ de Ray Bradbury; una suerte de jefe de pista que escenifica bajo una carpa grotesta la esencia misma del dolor y la representación del sacrificio – a la manera del oficio en el altar-. Steward, un Frank Langella espléndido, es el catalizador, el mensajero y el ejecutor de una Apocalipsis hogareña que no es sino la certificación de esa ciudadanía enferma que se maneja a impulsos de valores mal asimilados y peor interpretados. La Navidad en el hogar de Norma (Cameron Díaz), Arthur (James Marsden) y su hijo de nueve años es a la postre la contrapartida de los valores que representan filmes como ¡Qué bello es vivir! (1946) de Frank Capra y eso resulta endemoniadamente sugestivo.
Habrá quien critique la impostura de Kelly a la hora de especular con el sinsentido de una invasión extraterrena que posee –literalmente- a los ciudadanos que rodean a la pareja a prueba (aquí el paralelismo con Invasion of the Boddy Snatchers no puede ser más acertado en su uso metafórico). En mi opinión, el realizador de Donnie Darko elabora una trama dantesca que ironiza con los postulados de Arthur C. Clarke, la Nasa, y lo extraterrestre precisamente para confrontar la locura universal que siempre estuvo tras la puerta del hogar de los protagonistas y que ellos se negaban a reconocer en un claro ejercicio de inocencia a la manera de la víctima de Martyrs (2008) de Pascal Laugnier. El Sr. Stewar, como el vampiro que nunca se debe invitar a entrar en casa es el portador de la caja de Pandora y el maestro de ceremonias de un ritual necesario, la exorcización del demonio humano. Así de cruel, interesante y arrollador es el universo de un Richard Kelly que necesita el malabar y el fuego de artificio para mostrar sus cartas con claridad y determinación.
En cierto modo, el mal como plaga endémica que se muestra en una ceremonia cargada de elementos pulp, new age y recursos narrativos contradictorios nos llevan al sinsentido formal, para mi riesgo, de filmes mal comprendidos como El incidente (The Happening, 2008) de M. Nigth Syamalan o propuestas en los márgenes como Halloween 3. El día de la Bruja (Halloween III: Sesion of the Witch, 1982), El príncipe de las tinieblas (Prince of Darkness, 1987) de John Carpenter o, por qué no, la singular, fría y decadente Una historia de violencia (A History of Violence, 2005)de David Cronenberg.
Kelly introduce elementos muy propios del fantástico o el barroco pictórico como los seres acusados de un monstruosa deformidad y los somete a un juicio público, casi una escabechina moral a la manera de las plazas pretéritas y es que la pornografía moral del universo ‘kellyniano’ es abrupta, se concede espacios de delirio colectivo –véase la poderosa escena, carnal, del miembro amputado de Norma ante la gesto lascivo de un alumno-. Tanto verdugo como víctima resultan pues parias del sistema en última instancia y en la desesperanzadora crónica de –una vez más- el fin de los días, incluso los tullidos compiten por el perdón hasta lastimarse entre ellos. Ni el más siniestro cuadro de Caravaggio puede ofrecer tanta sombra y desesperanza. Tal y como se cita en el filme, de puño y letra del propio Stendhal, "el infierno son los demás".
Es posible que a mucha gente le traiga al pairo esta pequeña iniciación al terrorismo cinematográfico de Richard Kelly y simplemente opine que The Box es un thriller fallido y dilatado en un nudo de vergonzante artificio, lo que se suele interpretar como la idea de un buen corto estirada hasta decir basta. Perdonen que discrepe con este análisis de manual, creo que The Box rompe convenciones y es un filme extraordinario.
De igual modo, les invito a adentrarse en Southland Tales, hasta el momento inédita en nuestro país y recuperada en una sesión casi clandestina de una pasada edición del Festival de Cine Fantástico de Sitges.