boto

estrenos

publicado el 19 de noviembre de 2009

El ocaso de la imaginación

Pau Roig | Tras el fracaso de la excelente e incomprendida Tideland (Id., 2005), el director norteamericano Terry Gilliam regresa a los terrenos que mejor conoce y en los que más cómodo se siente: El imaginario del Doctor Parnassus es un espectacular pero destartalado canto al poder de la fantasía y la imaginación, una obra delirante y barroca que aglutina ideas, elementos y recursos habituales de su filmografía –nos encontramos en un imposible punto intermedio entre Las aventuras del Barón Munchausen (The adventures of Baron Munchausen, 1988) y El rey pescador (The fisher king, 1991)– pero que, paradójicamente, funciona mejor en los momentos en los que más se desmarca de los hallazgos de su obra anterior.

Para bien y para mal, El imaginario del Doctor Parnassus es una película de Terry Gilliam, con sus virtudes y sus defectos, sus excesos y sus genialidades, fruto, como casi todas sus realizaciones, de un proceso de producción plagado de problemas: es de sobras conocido que el actor australiano Heath Ledger (1979–2008) murió antes de haber finalizado el rodaje y que la película, en consecuencia, estuvo a punto de no existir. Gilliam decidió continuar adelante, pero tuvo que reescribir diversas partes del guión y de solucionar la ausencia de Ledger con una pirueta narrativa tan arriesgada como coherente con el resto del filme: Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell sustituyeron al actor fallecido en las tres escenas que quedaban por rodar. Resulta casi imposible imaginar cómo hubiera sido la película inicialmente prevista de no haber fallecido Ledger, que parece ser que hizo tan suyo a su personaje que llegó a improvisar más de la mitad de sus diálogos; el actor, de hecho, se erige de manera progresiva pero decidida en protagonista indiscutible de una trama que gira alrededor del doctor Parnassus del título (un extraordinario Christopher Plummer. Genio o embustero, mago o charlatán (puede que sea todo esto y muchas cosas más), el doctor afirma tener más de mil años de edad y en el Londres contemporáneo regenta una suerte de teatro / barraca ambulante –el Imaginario del título– en el que hombres y mujeres pueden vivir sus sueños y sus fantasías si se atreven a cruzar un espejo mágico. Desde el escenario, el hombre contempla con desencanto el ocaso de su vida y los profundos cambios sociales, económicos y de todo tipo que han llevado la Imaginación, así, en mayúsculas, a una suerte de callejón sin salida. El desprecio que la gente, incluso los niños y niñas dispensan a su trasnochado espectáculo, sin embargo, no es la principal preocupación de Parnassus: miles de años atrás hizo una apuesta con el misterioso Mr. Nick (Tom Waits, en su salsa), trasunto del Diablo, con la que ganó la inmortalidad. Siglos después, el amor de una mujer le hizo pactar de nuevo con el misterioso personaje, cambiando la vida eterna por juventud a un precio terrible: su hija Valentina (Lily Cole) pasaría a ser propiedad de Mr. Nick cuando alcanzara los 16 años de edad. Quedan pocos días para la fecha fatal y el amor de Parnassus por su hija es prácticamente lo único que le queda. La chica lo acompaña siempre allí donde va como actriz / bailarina del Imaginario, en el que participan también el enano Percy (genial Verne Troyer) y el joven Anton (Andrew Garfield), locamente enamorado de la chica.

Los tiempos han cambiado mucho, demasiado en los últimos siglos y la Fantasía que ofrece y que representa el doctor ya no está de moda, no interesa a (casi) nadie. Mucho mejor le van las cosas a Mr. Nick, que persigue y presiona incansable a Parnassus para que siga disputando con él la afrenta en la que hace siglos que están envueltos: ambos compiten para conseguir antes que el otro un grupo determinado de almas, ya sean de buenas o malas personas. Nada se explica del origen o los motivos de esta apuesta con visos de lucha no del todo amistosa, pero toda la película se articula en a partir de la idea de choque, de dualidad irresoluble: en un momento u otro del relato, todos los personajes deberán elegir entre dos posibilidades, dos opciones que a primera vista podríamos considerar el Bien y el Mal, incluso Dios (Parnassus) y el Diablo (Mr. Nick), pero que en realidad constituyen dos caras de una misma moneda. Así lo ejemplifica también el espejo mágico utilizado por Parnassus en su Imaginario: las personas que pasan a través de él en cuando el doctor está en trance penetran en su propia Imaginación (en la imaginación de Gilliam, podríamos decir: su obsesión con 'Alicia en el país de las maravillas' de Lewis Carroll es digna de un estudio), en un mundo o universo paralelo en el que cualquier cosa es posible pero en la que también acecha la sombra negra e inescrupulosa de Mr. Nick: son los propios participantes los que deberán decidir en qué bando quieren quedarse, de parte de quién están. Tony, el personaje que interpreta Ledger será quien acabe decantando la balanza hacia uno de los dos lados; su apariencia atractiva, su capacidad de seducción y su labia prodigiosa esconden el alma corrompida de un empresario sin escrúpulos volcado a una fundación benéfica que es la tapadera de una red de tráfico de órganos de niños dirigida por la mafia rusa. Rescatado por los miembros del Imaginario de una muerte segura, el personaje en un principio no recuerda o finge no recordar nada de su vida anterior, pero su entrada al espectáculo supondrá una bocanada de aire fresco y el inicio de tiempos mejores para el Imaginario, aunque también el principio de su fin: intentando escapar de su pasado en una huida hacia adelante, Tony cree que ayudando a Parnassus se ayudará a sí mismo cuando en realidad ambos son las marionetas de un trágico destino.

Más rebuscado que complejo, más efectista que efectivo, el conjunto pronto se revela descompensado, irregular en el peor sentido de este término, incluso más de lo que es habitual en Gilliam. El cineasta parece encontrarse incómodo y no encuentra el tono ni el ritmo adecuado para explicar una historia que se mueve en la frágil frontera que separa la delicadeza intimista y el delirio pasado de vueltas, el drama decimonónico y el humor grueso. Las escenas ambientadas en el carromato viejo y destartalado que ejerce al mismo tiempo de escenario y de hogar para las pobres criaturas que viven atrapadas en él, así como la visión nada complaciente de los bajos fondos y las miserias del Londres contemporáneo, tienen garra, nervio, pero las “fugas imaginarias” imprescindibles en el realizador y esta vez justificadas desde el punto de vista narrativo, lucen forzadas. La riqueza visual desbordante de estas escenas entre oníricas y surrealistas, con su acumulación de citas y referencias pictóricas y literarias, impresiona en un primer momento pero su intercalación en la acción real la mayoría de las veces chirría y lo que es peor, llega a resultar repetitiva porque Gilliam no quiere o no puede ir más allá de su condición de juego. Por desgracia, la misma constatación puede aplicarse a las entregadísimas intervenciones de Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell: interpretan a un Tony imaginario en tres escenas que tienen lugar dentro del espejo –es decir, fuera del mundo real– pero que, a excepción de la última (cuando es revelada precisamente la verdadera naturaleza del personaje), muy poco o nada aportan al conjunto. Estos y otros momentos acaban por constituir pequeñas set-pieces autoconclusivas, casi a modo de divertimentos, que desvían la atención sobre la figura de Parnassus, en menor medida también de Mr. Nick, de quién nos quedamos con ganas de saber mucho más. La tendencia al exceso de Gilliam, que nunca ha sido ni tiene por qué ser necesariamente un defecto, se traduce esta vez en un metraje exagerado –la película va más allá de las dos horas–, al mismo tiempo que molestos guiños a su obra anterior entorpecen el desarrollo de no pocas escenas: el momento en el que un grupo de mafiosos rusos que se introducen dentro del espejo para atrapar a Tony y son perseguidos por un delirante escuadrón de policías (medio) disfrazados de mujeres podría haber formado parte de la mítica serie de televisión Monty Phyton’s Flying Circus (1969–1974) pero introducido aquí luce fuera de tono, grosero. Sin acabar de perfilar (casi) ninguna de las situaciones y de las preguntas planteadas, parece como si en determinado momento Gilliam no se hubiera atrevido a explotar a fondo las posibilidades de la trama que se traía entre manos, una historia que a medida que se acerca al final se enreda en sí misma y va perdiendo fuerza y poder de convicción.


archivo