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publicado el 19 de agosto de 2005

Teratología del sueño

Jean Cocteau (1889-1963) es uno de los artistas más versátiles que ha dado Francia. Su dispersión artística generó dudas acerca de su talento, pero él fue esencialmente un poeta, un poeta que hizo novelas, obras de teatro o películas tan inmortales como La Bella y la Bestia u Orfeo. El símbolo de Cocteau era una estrella con la que rubricaba sus obras, una estrella cuyas puntas simbolizaban cada una de sus facetas artísticas. Esa misma estrella aparece en los títulos de crédito de La bella y la bestia, escrita en una pizarra, mientras una voz en off dice: “…Y para que pueda funcionar la magia de este cuento, dejadme empezar con esas dos palabras que son el “Ábrete, sésamo” de nuestra infancia: "Érase una vez…”.

Lluís Rueda | Tras la segunda guerra mundial, el poeta, novelista, dramaturgo, pintor, cineasta y pensador, Jean Cocteau, realizó algunas de las mejores obras cinematográficas de su carrera. El cine francés encontraría en la figura de Cocteau a un auténtico renovador de los códigos fílmicos, a un auteur capaz de hilvanar un tapiz en el que concentrar cuantas disciplinas artísticas tuviera a mano y todo con un único propósito: buscar en la imagen un poder de sugestión supranarrativo, una puesta en escena hipnótica y cargada de simbolismo. Películas como El Baron Fantasma (Le Baron Fantôme, 1943), El eterno retorno (L´eternel Retour, 1944), La bella y la bestia (La Belle et la Bète, 1946), El águila de dos cabezas (Láigie a deux tétes, 1948) u Orfeo (Orphée, 1950) son algunos ejemplos de su extraordinario legado.

Cocteau es un artista del icono, un mago que ama los parajes misteriosos, los espejos, los bustos de mármol, los cinturones estrellados, los buques, las cajas de música, los maniquíes mecánicos o las bolas de cristal.

Quizás, su filme más reconocible (y el que más ha perdurado en la memoria de los amantes del cine fantástico) sea La bella y la bestia, una cinta de aparente linealidad narrativa (sobre todo si lo comparamos con Orfeo), filme que contiene unos planteamientos estéticos revolucionarios refrendados por una realización cuanto menos valiente).

Jean Cocteu nunca ocultó en sus obras fílmicas su adhesión al movimiento surrealista, filiación que, al igual que Luis Buñuel, iría estilizando en un intento por desmarcarse del cine experimental (o poético-surrealista) de sus primeras obras para tratar de acomodar con menor fiereza (e irreverencia) su imaginario onírico.

Cocteau es un artista del icono, un mago que ama los parajes misteriosos, los espejos, los bustos de mármol, los cinturones estrellados, los buques, las cajas de música, los maniquíes mecánicos o las bolas de cristal. Su arte se nutre de un universo de símbolos y de objetos que ocultan rincones donde proyectar sombras. Quizás la más exacta definición de su cine la encontremos en unas palabras de Georges Allary (1): "En los films de Cocteau la palabra y la imagen no se estorban jamás; sino que se complementan, creando una milagrosa unidad… Se los contempla, se los escucha como las obras maestras de un museo, como se escucha un poema."

No es de extrañar que el realizador francés encontrara en la fábula clásica La bella y la bestia, que data de 1550 y que fue reescrita en el siglo XVII por Madam Le Prince de Beaumont, el vehículo perfecto para condensar su universo. El relato, enriquecido en su origen por el imaginario perverso y cruel del cuento infantil adicional, se antojaba ideal para reformular la estética del argumento e introducir una revisión autoral de la eterna lucha entre el bien y el mal.

El filme de Cocteau nos cuenta la historia de Bella, una joven que vive con sus déspotas hermanas y su hermano, un jugador empedernido que ha arruinado a su anciano padre. Este último, agobiado por las deudas, parte en busca de un cargamento que les ayudará a salir del pozo económico, pero en el camino se extravía y entra en los dominios de un señor que por un hechizo se ha convertido en un monstruoso animal. Como castigo por el robo de una rosa, la Bestia le amenaza con la muerte si no le entrega a una de sus hijas. Al alba, Bella parte hacia el misterioso castillo para enmendar el error de su padre.

Ya en la primera incursión del anciano en el tenebroso castillo de la Bestia, el realizador nos regala unos hermosísimos planos que juegan con apenas cuatro escenarios: el bosque, unas caballerizas, unas ampulosas escaleras y un pasadizo oscuro, iluminado por unas manos que surgen de la nada sosteniendo unos candelabros que alumbran el paso del visitante. Pero como veremos, el suspense que genera en el espectador la visita del anciano al castillo se convierte, a la llegada de Bella al siniestro lugar, en algo mucho más estilizado y teatral.

A la memorable carrera de Bella por el pasillo, filmada al ralentí, en un plano general que recoge un ejército de brazos invisibles acompañándola, hemos de sumar la sugestiva pieza musical de Georges Auric, un trabajo que pasa de la delicaleza más minimalista a la más temperamental pomposidad con la precisión de una piel camaleónica que se ajusta a los designios de las imágenes. El efecto óptico y el sonido conjugan con tal belleza onírica en pantalla que corta la respiración.

El director logra en su filme un domio escénico insuperable con muy pocos elementos, detalle que en el futuro no pasará por alto el canadiense Guy Maddin, un realizador claramente cocteauiano, cuya danza macabra Dracula, Pages from Virgin's Diary (2002) obedece a similares criterios estéticos.

Cocteau, aún siendo partícipe del estilo onírico de Jean Epstein, siempre procura una potente unidad narrativa a las auténticas “performances” visuales que surgen de su talento arrebatado.

La bella y la bestia al igual que La caída de la casa Usher, dirigida por otro ilustre vanguardista como Jean Epstein, sobredimensiona los espacios jugando con los marcos de las puertas (barrocos y flotantes en el vacío) y porfía parte de la delicaleza fotogénica de sus planos a bellos encuadres que juegan con maestria con la luz y con elementos vaporosos tales como tules agitados al viento. Cocteau, aún siendo partícipe del estilo onírico de Epstein, siempre procura una potente unidad narrativa a las auténticas performances visuales que surgen de su talento arrebatado.

Un ejemplo de su precisión en el manejo de los resortes fílmicos lo hallamos en la primera aparición de la Bestia: Bella encuentra al monstruo en los alrededores del castillo, éste a pesar de sus formas airadas muestra una humanidad que nos reconforta, sabemos que la joven no corre peligro de muerte, pero, al instante, el plano americano con el que Cocteau encuadraba la figura de la Bestia, se convierte en un picado de sus “pies”, junto a ellos vemos un cervatillo degollado que nos revela la crueldad del señor del castillo y su inclinación por la sangre.

Hay en toda esta teratología del sueño una voluntad de proyección infinita, de pesadilla lineal que el director refuerza con una inigualable utilización del fundido encadenado. Puertas, paredes y espejos ayudan a puntuar esa unión de secuencias convirtiendo la experiencia visual en pura magia

El director de Les enfants terribles, convierte cada recorrido nocturno de Bella por las estancias del castillo en una experiencia cuasi acuática. El extraño teatro de los sueños ideado por Cocteau está poblado de relojes de pared ominosos, de autómatas, de miradas inquisitoriales que surgen de los bajorrelieves, de los bustos y columnas. Todo se sucede en un tempo suspendido, placentero y sensualmente acuático, sus pasajes parecen inspirados por el sensacional relato de Howard Philip Lovecraft, La Trampa (idea que Cocteau reinventará con igual maestría en las imágenes oníricas de Orfeo).

Hay en toda esta teratología del sueño una voluntad de proyección infinita, de pesadilla lineal que el director refuerza con una inigualable utilización del fundido encadenado. Puertas, paredes y espejos ayudan a puntuar esa unión de secuencias convirtiendo la experiencia visual en pura magia, y es que Cocteau es un mago que transforma los objetos en pasadizos temporales. La sensación de bucle que transmite el filme nos remite a su exquisito montaje, un trabajo de privilegiado artesano, propio de un mago.

La Bestia, interpretada por Jean Marais (que también encarna a su apuesto alter-ego, Aumont), es sin lugar a dudas para aquellos que amamos el cine fantástico, un claro precente licantrópico. No ha de extrañarnos el hecho de que el film Cocteau encuentre en The Curse of Werewolf (1961), de Terence Fisher, casi un remake encubierto. En palabras del propio Fisher, La bella y la béstia fue algo más que una fuente de inspiración para el maquillaje de su atormentado hombre lobo Bertrand. Pero no es este el único filme licantrópico que ha bebido de las fuentes cocteauianas, a mi parecer, una de las cintas más deudoras del clásico francés es En compañía de lobos (The Company of Wolves, 1984). La aventura onírica del británico Neil Jordan (2), surge, como La bella y la bestia, de la antesala del cuento infantil para proyectar con igual determinación el delicado equilibrio entre inocencia y perversión.

Por lo demás, cabe añadir que La bella y la bestia es un filme cargado de optimismo en su mensaje, con un happy end que aunque naif en exceso, provoca un efecto contrario, dejando abierta la puerta a una interpretación mucho más ambigua. No empero, la Bestia muere y la libertad triunfa, y ésta es, sin duda, una máxima que recoje el desenlace de la guerra que un año antes había truncado el sueño de varias generaciones de jóvenes en Europa. Es una de las ilimitadas lecturas, de las delicadas metáforas que ofrece esta auténtica obra maestra del cine fantástico.

La fábula de Beaumont vería una nueva versión cinematográfica de la mano del director norteamericano Eugen Marner en el año 1997 que pasaría sin pena ni gloria por la gran pantalla. Hasta la fecha ninguna adaptación ha superado la obra de Cocteau, ni la amable versión de dibujos animados creada por la factoría Disney, ni la entretenida adaptación televisiva interpretada por Ron Perlman (Hellboy) y Linda Hamilton (Terminator).


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