publicado el 19 de marzo de 2010
Juan Carlos Matilla | Y trabajoso es el paso
de los vivos; pero los muertos
a su regreso, danzan con pies ligeros…
Edward Thomas, “Caminos”
Condenado a cierto ostracismo crítico por una parte del periodismo especializado, la carrera de Martin Scorsese más reciente navegaba a la deriva entre la búsqueda del reconocimiento perdido y la recuperación de su propio estilo virulento y, a la vez, estilizado, barroco y clásico a un mismo tiempo. Por fortuna, un filme tan magnánimo como “Shutter Island” (2010) vuelve a demostrar la importancia artística del cine de su creador amén de suponer la mejor recepción crítica para uno de sus últimos títulos. Sin duda, un triunfo cinematográfico en toda regla.
Más de una vez hemos denunciado en estas paginas los vaivenes de los gustos de la crítica, en algunos casos más condicionados por las modas coyunturales, los caprichos (a veces justificados, otros no tanto) de ciertos popes intelectuales y la enfermiza tendencia a descubrir las últimas y más radicales voces del cine actual para confrontarlas con el corpus fílmico de los alabados autores pretéritos (una pugna que debería complementar discursos distantes y no destruir unas aportaciones para aplaudir otras). Esta situación de desprecio sufrida por Scorsese (extensible a otros autores antes admirados y ahora ya desaparecidos de los gustos de la élite crítica como, entre otros, Arturo Ripstein, Nikita Mikhalkov, Theo Angelopoulos o Atom Egoyan), fue comandada por excelsas publicaciones como Cahiers du Cinéma (1).
Pues bien, en mi opinión la grandeza de Shutter Island, un filme de apariencia comercial pero de turbulento y lírico mundo interior, debería suponer la redención de su cine ante una situación crítica algo injusta (en mi opinión, no todos los juicios que ha recibido Scorsese en los últimos años son errados aunque sí algo exagerados). En este texto dedicado a su última película, intentaré desentrañar cuáles han sido los aciertos de este espléndido thriller psicológico en una serie de ámbitos concretos: su condición de adaptación literaria, su posición frente a cierta tendencia revisionista del cine actual, el análisis de las referencias cinematográficas que contiene y el estudio de sus numerosas dianas formales e, incluso, musicales.
1. Una adaptación en busca de autor
Uno de los motivos más recurrentes y atractivos de la filmografía de Scorsese es su portentosa capacidad para adaptar textos y materiales ajenos con el objetivo de apropiarse de ellos y adecuarlos a su universo personal, a pesar de que no siempre sea el firmante de los guiones (aunque no resulte difícil percibir su implicación en ellos). De esta manera, el director de Taxi Driver (1976) ha conseguido proponer nuevos y estimulantes niveles ocultos de lectura a un gran conjunto de fuentes foráneas. Cabe señalar que, en este aspecto, no me refiero a las repetidas colaboraciones que ha mantenido a lo largo de los años con autores como Paul Schrader (con el que comparte todo un mundo propio) o a sus celebradas aproximaciones al mundo de los bajos fondos y la mafia (escenarios habituales de sus filmes a pesar de la diversidad de escritores que han colaborado con él en estos títulos) sino a las numerosas ocasiones que ha acudido a remakes, biografías, encargos de productoras y adaptaciones de novelas, a priori, muy alejados todos ellos de su ideario ético y estético. En concreto, pienso en obras como La última tentación de Cristo (1988), El cabo del miedo (1991), La edad de la inocencia (1993) o, incluso, Kundun (1998) (todo un póquer de películas excelentes, por otro lado, a pesar de no gozar del reconocimiento crítico que merecen). En todas ellas, Scorsese supo enfrentarse a un conjunto de narraciones alejadas de su universo como creador (en concreto, una polémica obra de Nikos Kazantzakis, un clásico del cine negro de J. Lee Thompson, una novela de Edith Wharton y una biografía sobre la vida del Dalai Lama) para desvestirlas, de una forma muy sutil, de los ropajes más extraños a su mundo con la finalidad de otorgarles una nueva dimensión conceptual, más afín a sus intereses. Así, a pesar de que, por ejemplo, estas películas citadas trataran de revisiones humanistas de mitos universales (germen de La última tentación de Cristo), de acechos a la estabilidad del núcleo familiar por parte de un asesino pedófilo (en el caso de El cabo del miedo), de la hipocresía de las clases altas del fin de siècle (tema principal de La edad de la inocencia) o de la vida de un líder espiritual acosado por la Historia (clave narrativa de Kundun), todas ellas acababan absorbidas por el magma expresivo del realizador estadounidense y, por tanto, se convertían en tensas descripciones de decadentes mundos herméticos al borde de su desaparición, poblados por seres a la búsqueda de una imposible redención íntima, incapaces de transformar una realidad que, aunque intentaran combatirla, acababa consumiéndoles. En resumen, todas estas obras contenían algunas de las más notables constantes del cine de Scorsese más reconocible.
Uno de los motivos más recurrentes y atractivos de la filmografía de Scorsese es su portentosa capacidad para adaptar textos y materiales ajenos con el objetivo de apropiarse de ellos y adecuarlos a su universo personal, a pesar de que no siempre sea el firmante de los guiones (aunque no resulte difícil percibir su implicación en ellos). De esta manera, el director de Taxi Driver (1976) ha conseguido proponer nuevos y estimulantes niveles ocultos de lectura a un gran conjunto de fuentes foráneas.
En mi opinión, Shutter Island vuelve a demostrar el talento del director estadounidense a la hora de vampirizar obras ajenas tal y como lo hizo de forma tan brillante en el pasado. La película es una adaptación de la novela homónima del escritor estadounidense Dennis Lehane. Publicada en 2003, esta obra supuso una ruptura con los títulos anteriores de Lehane, conocido por sus mayestáticos relatos criminales ambientados en modestas barriadas de la ciudad de Boston y marcados por su adusto y, a la vez, ambiguo tratamiento moral de los acontecimientos dramáticos, dotados de un enfoque casi shakesperiano por la intensidad de sus resoluciones argumentales (como se puede percibir en obras maestras como Desapareció una noche y Mystic River, absolutas cimas de la novela negra contemporánea). En cambio, en la novela Shutter Island, Lehane se apartó conscientemente de la narrativa policiaca clásica para acercarse a terrenos indómitos en su trayectoria literaria como el género gótico, el tono fantástico (o, incluso, cercano a la ciencia ficción) y motivos más propios de las obras de la serie B americana, con la intención de urdir una trama donde la investigación de una desaparición en un manicomio penitenciario diera paso a una enajenada historia de conspiranoia, desmoronamientos de la identidad, referencias a la cultura popular estadounidense, escenarios expresionistas y sorprendentes giros finales. A pesar de que fuera una magnífica obra dotada de jugosas aristas estilísticas y oscuros detalles subrepticios, la publicación de Shutter Island dividió a los entusiastas seguidores de Lehane aunque, según mi parecer, esta incursión del autor de Mystic River en los terrenos narrativos más propios de autores como Stephen King o Peter Straub sólo puede considerarse como una apuesta arriesgada de excelentes resultados literarios.
Pues bien, en este momento del análisis, debemos preguntarnos: ¿cuál ha sido la aportación de Scorsese y su guionista Laeta Kalogridis a la obra original de Lehane? Desde mi punto de vista, la intervención de ambos se percibe más en lo que han eliminado de la novela que en lo que han añadido, ya que la película es tremendamente fiel a los acontecimientos narrados en el libro además de respetar aspectos tan definitivos como la línea cronológica, la intención dramática y la descripción de los personajes. Por tanto, ante este aparente respeto a la trama original, debemos analizar cuáles han sido los pasajes escamoteados del libro de Lehane para darnos cuenta de la excelente labor de adaptación que han llevado a cabo Scorsese y su guionista. Pues bien, los principales elementos suprimidos en el filme son aquéllos más relacionados con la trama habitual de encuesta de las narraciones policíacas (como, por ejemplo, la eliminación de varios episodios de interrogatorios, o de numerosos juegos con anagramas y acertijos, o de algunos descubrimientos de evidencias y pistas que pretendían confundir al lector), además de la exclusión de algunos personajes más relacionados con la subtrama paranoica que asomaba entre las costuras de la novela (en concreto, el personaje del senador que despertaba las sospechas sobre la institución sanitaria que asolaban al personaje principal del libro). Por contra, la versión cinematográfica apuesta por una narración más ruda y descarnada que la de la novela y por una estructura menos dada al artificio gratuito y más próxima a la representación de los demonios interiores del protagonista. Además, la adaptación de Scorsese no pretende caer en los convencionalismos del género del suspense ya que lo más importante en este filme no es tanto la intriga criminal que encierra ni los artificios que la sostienen, sino la puesta en imágenes de los fallos de la percepción humana y la constatación de que la inestabilidad de nuestra visión de lo real, de lo aprehensible, puede esconder verdaderos monstruos. Así, la parte más sólida del relato cinematográfico respecto a la novela acaba siendo aquélla que narra la disolución de la mente del protagonista del filme y, sobre todo, la que describe la personal visión del mundo que rodea al personaje de Teddy, encarnado por Leonardo DiCaprio, enloquecida y siniestra al mismo tiempo, noción que pretende superar este mismo actor venciéndola y destapando sus presuntas miserias, como si fuera un acto desesperado que le pudiera otorgar una liberación de su propia culpa ante un hecho de su propio pasado. Éste es, sin duda, el motivo más característico del cine de Scorsese que el mismo director rescata y potencia de forma sugerente a partir relato original de Lehane, más dado al arabesco narrativo y a los laberintos argumentales que el filme del director de Uno de los nuestros (1990).
2. Del solipsismo como una de las bellas artes
A veces, algunos filmes actúan como faros de una cierta tendencia de la cinematografía actual. Aunque sea de manera inconsciente, debido a que no responden a intenciones teóricas muy marcadas o porque no pretenden de antemano ser reflejo de un zeitgeist puntual aplicado al cine contemporáneo, estas películas acaban adquiriendo una pátina de obras referenciales, representantes de las corrientes coyunturales del séptimo arte del siglo XXI a pesar de que no tengan vocación de serlo. Me explico. Desde que el cine más o menos moderno logró la capacidad de reflexionar sobre su misma naturaleza y sus propios límites como vehículo expresivo, accedió a un territorio virgen que le permitió ser valorado como un elemento independiente, más allá de sus intenciones puramente artísticas, para así convertirse en una disciplina que podía recoger la pulsión de ciertos estados de la conciencia humana. En los últimos años, ha habido una serie de directores que, partiendo de esta premisa, han tomado al propio cine (en concreto, las imágenes canónicas que ha generado, amén de sus mitos y principales motivos iconográficos) para dar forma al convulso mundo interior de los protagonistas de sus tramas y, por extensión, para describir el caos de la sociedad que nos rodea y la deriva del espíritu humano acosado por un mundo fantasmal.
De esta manera, recientemente hemos sido testigos de filmes que han partido de formas características del cine clásico para transformarlas de una manera que hasta ahora nunca se había realizado: reducir iconos del cine pretérito en meras manifestaciones de las pulsiones individuales, en reflejos de un mundo subjetivo, en imágenes espectrales, en simples motivos que pierden su esencia colectiva para acabar siendo reducciones mentales o denuncias de la ponzoña que permanecía oculta tras la brillantez de la edad de oro hollywoodiense. En resumen, han convertido las anteriores herramientas narrativas de los géneros clásicos en tropos visuales que alimentan una visión solipsista y casi mortuoria del arte cinematográfico. Así, filmes como Mulholland Drive (2001) o Inland Empire (2006) de David Lynch, Donnie Darko (2001) o The Box (2009) de Richard Kelly, Safe (1995) o Lejos del cielo (2002) de Todd Haynes, Zodiac (2007) de David Fincher, La dalia negra (2006) de Brian De Palma, Teniente corrupto (2009), de Werner Herzog (aunque este último no sea santo de mi devoción) y, ahora, Shutter Island (por citar solo unos cuantos de una larga lista), son obras que utilizan motivos e imágenes extraídas de la tradición del cine negro, el relato de terror o el melodrama clásico, entre otros géneros, con una intención distinta a las corrientes posmodernas convencionales (destinadas a realizar sentidos homenajes al cine pretérito o a conformar un discurso estético a partir de las gestas de obras anteriores).
Recientemente hemos sido testigos de filmes que han partido de formas características del cine clásico para transformarlas de una manera que hasta ahora nunca se había realizado: reducir iconos del cine pretérito en meras manifestaciones de las pulsiones individuales, en reflejos de un mundo subjetivo, en imágenes espectrales, en simples motivos que pierden su esencia colectiva para acabar siendo reducciones mentales o denuncias de la ponzoña que permanecía oculta tras la brillantez de la edad de oro hollywoodiense.
Todas estas películas insisten en que el cine no es sólo un mero arte sino un vehículo aglutinador de numerosas constantes de nuestro entorno. De hecho, una de las cosas que hemos aprendido del cine en las últimas décadas es que las imágenes nunca son inocentes y siempre esconden una multitud de referentes, fantasmas, ecos, reflejos, proyecciones y corrupciones de las sociedades que las han creado. El crítico Carlos Losilla, en una excelente reseña resume este concepto aplicado a Shutter Island de esta manera: “Pues bien, Scorsese manipula todos estos elementos para configurar un rompecabezas apasionante, que constantemente frustra las expectativas del espectador. Y no lo lleva a cabo sólo con la trama, sino también con una elaboración formal altamente arriesgada, capaz de mezclar el cine de terror de serie B de la década de 1950 con el Samuel Fuller de Corredor sin retorno, para acabar más cerca de David Lynch que de cualquier producto típicamente industrial, aunque parezca lo contrario. Porque Shutter Island trata de realidades mentales paralelas, del cine como delirio y búsqueda incesante de un sentido que construya la identidad humana, de las catacumbas manchadas de sangre con las que se construyó la civilización de la postguerra y el Hollywood de la edad de oro. Y, si esto no fuera suficiente, proporciona un nuevo retrato del Homo scorsesianus que lo muestra más trastornado que nunca, embarcado en un viaje sin salida hacia sus peores pesadillas” (2). En resumen, complementando esta cita, lo que quiero señalar es que, en la actualidad, existen ciertas películas que se replantean la tradición no para destruirla sino para mostrarla como un elemento que ya no resulta tan férreo como antaño, que ya no sirve para expresar según qué aspectos de la conciencia humana y, sobre todo, que se ha convertido en materia subjetiva, en un conglomerado de imágenes que pueden ser pervertidas, manipuladas, reelaboradas o maltrechas. Nunca ha estado el cine clásico tan cerca de la fábrica de los sueños que pretendió en su época dorada como es actualmente porque ahora ya se ha convertido en la materia de la que se forman las pesadillas.
3. Sobre el cine demiúrgico
Una vez fijado el marco conceptual del filme, deberíamos pasar a analizar las referencias cinéfilas concretas que Shutter Island recoge y reinterpreta en clave subjetiva. Y es que, como no podría ser de otra manera (conocida la cinefilia desbocada de Scorsese), el filme está plagado de citas, guiños, homenajes y reelaboraciones de una infinidad de obras anteriores: del Robert Wiene de El gabinete del doctor Caligari (1920) al Samuel Fuller de Corredor sin retorno (1963) pasando por el John Frankenheimer de Plan diabólico (1966), todas ellas hermosas y kafkianas exploraciones de los límites de la locura humana, del poder controlador de las élites y de la posibilidad de que nos convirtamos en seres sin conciencia en un mundo controlado por otros. En definitiva, que acabemos como auténticos muertos vivientes dentro de un universo que se convierte en la misma antesala del infierno. Todos estos temas están reflejados en Shuther Island mediante el periplo vital (y fúnebre, a la vez) de Teddy, un personaje que acaba siendo el héroe de un triste réquiem sobre una mente que, aunque parezca resurgir de entre las sombras, en verdad está a punto de claudicar ante ellas.
Además, el filme recoge otros hermosos y evidentes homenajes a secuencias de obras insignes del Hollywood clásico: momentos del cine de Alfred Hitchcock (conseguidos mediante planos saqueados de Psicosis, 1960, y Vértigo, 1958), referencias a las tramas demiúrgicas y envenenadas de Fritz Lang (que recuerdan más a la saga de Mabuse que a los experimentos narrativos tipo Más allá de la duda, 1956), apuntes de la fusión de goticismo y manipulación características de las producciones de Val Lewton (sobre todo, a la poco revindicada Manicomio, 1946, de Mark Robson), menciones a las realidades marcadas por el acecho de la locura inducida tan típicas de Roman Polanski (el de La semilla del diablo, 1968, o El quimérico inquilino, 1976) o, incluso, guiños al Joseph L. Mankiewicz más juguetón, el de los juegos de representación y engaño de La huella (1972).
La apuesta de Scorsese estaría más cerca de mostrar un cierta escenificación de la locura. Por tanto, la intención del creador de Malas calles (1973) sería trasladar este conjunto de citas a obras que versan sobre la representación y sus tramas ocultas para asumirlas dentro de un discurso sobre las trampas de la percepción humana, más cercano al cine de Lynch o al David Cronenberg de Spider (2002).
Observando estas referencias nos damos cuenta de que todas ellas mencionan relatos que tienen como motor la idea de manipulación, de una trama urdida por un demiurgo (ya sea un personaje manejando los hilos del drama o el propio director conduciendo los resortes del mecanismo del suspense), cuando, en mi opinión, la apuesta de Scorsese estaría más cerca de mostrar un cierta escenificación de la locura. Por tanto, la intención del creador de Malas calles (1973) sería trasladar este conjunto de citas a obras que versan sobre la representación y sus tramas ocultas para asumirlas dentro de un discurso sobre las trampas de la percepción humana, más cercano al cine de Lynch o al David Cronenberg de Spider (2002), por ejemplo. De hecho, a pesar de que el filme sabe jugar brillantemente con la ambigüedad (¿es Teddy un hombre cuerdo o loco?, ¿tiene alguna base la trama de complot psiquiátrico del filme o todo es una invención del protagonista?, ¿qué niveles del filme son extrínsecos a la psique del personaje y cuáles no?, ¿el final del filme supone una conclusión o el inicio de un nuevo bucle mental de Teddy?), yo creo que el hecho de que Scorsese parta de estos referentes sobre el cine demiúrgico para subvertirlos y acabar dando más protagonismo a las fugas mentales de Teddy resulta muy esclarecedor. Pese a su ambigüedad (y retomando una idea expuesta en el primer apartado de este estudio), la película no es más que un mosaico sobre la intimidad de un personaje y todos los elementos están supeditados a esta subjetividad. Por tanto, poco espacio queda para la manipulación externa en esta densa trama narrativa.
4. Pasión versus reflexión
Después de analizar este caudal de referencias, habría que señalar de qué manera formal ha concebido Scorsese esta tensa historia de escenificaciones de la locura, conspiranoias encubiertas, epopeyas de muertos en vida y revisiones fúnebres de la época dorada de Hollywood. La puesta en escena del realizador de Alicia ya no vive aquí (1974) siempre se ha caracterizado por las soluciones vertiginosas, los fogonazos de estilo, las decisiones estéticas arrebatadas y frenéticas; en definitiva, por una estructura formal entendida como pasión y no tanto como reflexión, términos que se han de entender de forma metafórica y no categórica, ya que los engranajes narrativos de Scorsese siempre están muy pensados aunque revestidos de un barniz de urgencia.
La puesta en escena del realizador de Alicia ya no vive aquí (1974) siempre se ha caracterizado por las soluciones vertiginosas, los fogonazos de estilo, las decisiones estéticas arrebatadas y frenéticas; en definitiva, por una estructura formal entendida como pasión y no tanto como reflexión.
Así, el corpus fílmico scorsesiano está repleto de esta intensidad estética: la nocturnidad asfixiante de Malas calles y Taxi Driver, el hiperrealismo descarnado de Toro Salvaje (1980), el montaje acelerado y los fallos de raccord de Uno de los nuestros, el lirismo abrupto de La última pasión de Cristo, el uso del negativo fotográfico como recurso de estilo en El cabo del miedo, los fundidos a colores primarios en La edad de la inocencia o la acumulación narrativa y la violencia paroxística de Casino (1995), son sólo algunos de los ejemplos de estos tours de force característicos de la narrativa de Scorsese. En este punto hay que señalar que en los últimos años su cine había perdido gran parte de esta exaltación y se había aproximado en exceso a cierto academicismo formal en unos poco conseguidos frescos de época como Gangs of New York (2002) o El aviador (2004). Tras estos títulos, se estrenó el fibroso thriller Infiltrados (2006) que ya supuso un primer aviso del regreso de Scorsese a su precisión de antaño, una recuperación que definitivamente se confirma con Shutter Island, un filme que encierra un extraordinario trabajo de puesta en escena, tan glacial como intenso.
En concreto me gustaría remarcar el inicio del filme, sublime y terrorífica obertura que supone uno de los más turbadores segmentos del cine contemporáneo: el clarividente primer plano de DiCaprio ante el espejo, temiendo perder su autocontrol; los nebulosos planos del ferry adentrándose en las costas que rodean Shutter Island; los kubrickianos planos aéreos que presentan la malignidad inherente al paisaje de la isla, las metódicas labores de los celadores, la frialdad de los encuadres utilizados para describir el asfixiante ambiente administrativo, los siniestros planos detalle de los internos mirando (¿mirándonos?) al protagonista, avisándole (¿a él o a nosotros?), con una maléfica sonrisa, de los peligros que encierra adentrase en el sanatorio. Sin duda, todo un dechado de soluciones de puesta en escena desasosegantes. Pero, además, se pueden mencionar otros momentos como la atmósfera gótica de las secuencias del mausoleo y las mazmorras, el tenso juego del plano-contraplano en esta última, el uso de los reencuadres y travellings sinuosos; la adopción de símbolos (cuevas, fuego, agua, ratas, faros, escaleras) para acentuar la vertiente enajenada y oculta de la trama; el escenario angosto repleto de pasillos, estancias estancas, puertas secretas y accesos inaccesibles, y, sobre todo, las magníficas secuencias oníricas, que combinan lo arcano y lo esotérico (el cuerpo de la mujer deshaciéndose, hecha cenizas, entre los brazos de Teddy) con lo terrorífico (la utilización del ralentí en las apariciones fantasmales) pasando por lo dramático (el uso del fuera de campo durante la muerte de la familia de Teddy).
5. Una coda final
En fin, reseñar todos los aciertos estilísticos de la película sería una labor titánica debido a la ingente cantidad de hermosos detalles a referir no sólo a nivel de dirección, guión y fotografía sino a otros como la dirección artística o la música. Pese a todo, me gustaría comentar este último aspecto porque me parece uno de los más jugosos de la película. Tras las últimas colaboraciones de Scorsese con el compositor Howard Shore, en esta ocasión ha preferido contar de nuevo con la ayuda del miembro de The Band, Robbie Robertson, como supervisor musical. Aunque el hecho de no confiar en una creación original para una banda sonora y acudir a una selección de pasajes ajenos puede resultar un riesgo para según qué proyectos (debido al manido uso que hacen algunos directores de ciertos temas musicales y a la intrascendencia con las que son utilizadas), éste no es el caso de Scorsese ya que, al igual que otros grandes autores como Stanley Kubrick o Luchino Visconti, es un director extremadamente preocupado en utilizar las piezas musicales foráneas con un sentido narrativo, que apoye y contribuya a dar coherencia al relato y no sólo como un mera solución efectista. En su cine, el score también conforma el esqueleto formal de la película, no sólo lo acompaña.
En Shutter Island, la música es tan protagonista que adquiere un cariz casi de ópera al intensificar los momentos de romanticismo lánguido con piezas de Gustav Mahler y Max Richter, potenciar las secuencias más desgarradas con la intensidad de Giacinto Scelsi, acentuar los momentos de ensoñación de Teddy mediante creaciones de músicos de vanguardia como Philip Vandré y Nam June Paik, y administrar el suspense con segmentos de György Ligeti y Krzysztof Penderecki, protagonista, este último, de la música de la brillante secuencia de obertura que he reseñado anteriormente. En definitiva, todo un mosaico melódico intenso, melancólico y fúnebre, adjetivos que definen a la perfección la nueva y excepcional obra de Scorsese, un autor que gracias a ella vuelve a reivindicar un lugar privilegiado en el panorama cinematográfico actual.