publicado el 7 de septiembre de 2005
Juan Carlos Matilla | La repercusión que el moderno cine de terror japonés está teniendo en la cinematografía estadounidense está pidiendo a gritos un acercamiento más riguroso y menos enfervorizado que el se puede leer en cualquier publicación especializada de los últimos años. Más allá de los prejuicios de cada cual y de la consabida falta de vergüenza de ciertos productores hollywoodienses, lo cierto es que la factura asiática de ciertos filmes de horror estadounidenses no debería tomarse solamente como una moda coyuntural más y tendría que analizarse desde una perspectiva más objetiva y menos precipitada ya que tanto en los remakes americanos de títulos japoneses (The Ring, The Ring 2 o El grito) como en los filmes originales que contienen una evidente batería de efectos orientalizados (White Noise, La morada del miedo), resulta perceptible la existencia de una nueva categoría del horror made in Hollywood que, a pesar de sus desequilibrios artísticos, empieza a poseer suficiente categoría como para despacharla con unas breves líneas. Por esto, espero que un filme como Dark Water (La huella) (2005), adaptación de la obra homónima de Hideo Nakata que ha dirigido un insospechado Walter Salles, sirva para encender el debate de manera más acertada ya que, sin duda, estamos ante la obra más estimulante que ha dado el puente Hollywood-Tokyo.
La primera ventaja que muestra Dark Water (La huella) respecto al resto de adaptaciones de filmes japoneses es que éste sabe aprovechar la sugestiva planificación y el ritmo moroso característicos del cine oriental de horror. Si The Ring (2002), de Gore Verbinski, supuso una banalización y estandarización de los modos visuales de los Nakata, Kiyoshi Kurosawa o Takashi Shimizu y El grito (The Grudge, 2004), de Shimizu, no era más que una revisión sofisticada de La maldición (Ju-on, 2003), Dark Water (La huella) sabe situarse en un nuevo terreno: respetuoso tanto con los elementos iconográficos nipones (aunque sin llegar a la servidumbre) como con la tradición fílmica estadounidense (a la que remite continuamente como veremos más adelante), y dotado de una puesta en escena que, al igual que las obras asiáticas, utilizan los recursos visuales para subrayar los conflictos internos de los personajes.
Hermoso y denso filme lleno de inspirados destellos macabros y líricos, Dark Water (La huella) es una notable obra de terror sobrenatural que pese a sus evidentes atractivos se queda, por desgracia, bastante lejos de la plena excelencia debido a una serie de errores de difícil justificación (como un desarrollo narrativo algo disperso, la presencia de cierto efectismo en algunos pasajes y de una molesta tendencia hacia la reiteración). A pesar de todo, el filme de Salles tiene a su favor una precisa puesta en escena (del todo inesperada debido al carácter excesivamente realista y académico del cine del creador de Diarios de motocicleta) que sabe extraer las posibilidades expresivas de la narración fantasmagórica (a retener ese magnífico plano final de la protagonista prácticamente anegada en una lluvia de otro mundo, un bello detalle visual dotado de un admirable enfoque abstracto) aunque no evite algunos desmanes formales como el abuso del subrayado, los estridentes efectos de sonido y los convencionales efectos de montaje.
Hermoso y denso filme lleno de inspirados destellos macabros y líricos, Dark Water (La huella) es una notable obra de terror sobrenatural que (...) tiene a su favor una precisa puesta en escena que sabe extraer las posibilidades expresivas de la narración fantasmagórica aunque no evite algunos desmanes formales como el abuso del subrayado, los estridentes efectos de sonido y los convencionales efectos de montaje.
Además, también resulta encomiable la conseguida atmósfera urbana y lánguida (acentuada por la otoñal fotografía de Affonso Beato y la tristísima banda sonora de Angelo Badalamenti), el elevado grado de intimismo del relato y la acertada unión entre melodrama y fantasmagoría, cuya relación se establece tanto en el plano estructural (lleno de segmentos dramáticos, secuencias oníricas y flashbacks lacrimógenos, amén de un bello final redentor) como visual, ya que Salles ha urdido un competente acabado formal en el que brillan tantos los hallazgos puramente fantastique (casi siempre relacionados con las inquietantes presencias espectrales) como aquellos que insisten en la personalidad quebradiza de la protagoniza (una insuperable Jennifer Connelly).
Por último, otro de los atractivos de Dark Water (La huella) radica en la recuperación de cierta tendencia del cine de horror estadounidense de la década de 1970 que se aleja del utilizado por otros autores revivalistas recientes como Alexander Aja, Rob Zombie o Zach Snyder. Si bien estos cineastas prefieren empaparse de las enseñazas splatter de Tobe Hopper o George A. Romero, Salles (y su guionista, Rafael Yglesias) optan por acercarse a un tipo de cine de terror de carácter más urbano e intimista, de factura visual más estilizada y con mayores dosis de ambigüedad en el relato, una tendencia que refleja con mayor exactitud los conflictos del alma humana. Así, la influencia de obras fantasmagóricas y a la vez cotidianas como La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968), de Roman Polanski, Las dos vidas de Audrey Rose (Audrey Rose, 1977), de Robert Wise, Al final de la escalera (The Changelling, 1980), de Peter Medak, o los segmentos menos virulentos de El exorcista (The Exorcist, 1973), de William Friedkin, es recuperada en Dark Water (La huella) para dotar al filme de una irresistible pátina de filme comercial que rechaza conscientemente la vocación de fast food para buscar en su propia tradición fílmica una atmósfera más madura y sobria, adjetivos que, dentro del triste panorama actual del cine de consumo masivo, son toda una bendición.