publicado el 9 de septiembre de 2005
Lluís Rueda | El último juguete fílmico de Tim Burton hipnotiza, seduce y atrapa al espectador gracias a un espectáculo visual abracadabrante. Bastaría este titular para borrar de un plumazo todas las dudas que a uno le sobrevienen al pensar en un producto tan lisérgico y colorista como, a su vez, vacío y acartonado en su pedigrí dramático. Burton ha llegado con este filme a unas cotas impensables de sofisticación kitsch, de egolatría pop, pero en el empeño de ser fiel al particular mundo literario de Roald Dahl ha olvidado su propia identidad como director. El cineasta de Burbank parecía haber tocado techo con la excelente Big Fish (2003), es decir, había alcanzado el equilibrio perfecto entre su portentoso talento visual y su condición de narrador, de cineasta con mayúsculas.
El film, sin embargo, tiene una primera parte espléndida que nos lleva en volandas desde los magníficos títulos de crédito que muestran la cadena de montaje de la fábrica de chocolate hasta el “expresionista” hogar donde vive Charlie con su familia. Estamos ante unos minutos que además de situarnos en un territorio idóneo para satisfacer nuestras expectativas, nos retrotraen a la magia de Eduardo Manostijeras (Edward Scissorshands, 1990). Los primeros minutos del filme beben del aliento poético de Big Fish y de la densidad visual de Sleepy Hollow (1999). Toda la puesta en escena del dickensiano universo que rodea Charlie es magistral, al igual que la presentación de los niños ganadores del concurso, un paradigma de dosificación narrativa en toda regla. En la misma línea brillante se encuentra toda la planificación de la entrada al recinto del chocolatero Willy Wonka, instante que también supo subrayar con brillantez Mel Stuart en su versión de 1971. Las expectativas que genera la sombría fábrica de chocolate en el espectador son altas, la extraña mezcla de catedral gótica y mastodóntico edificio languiano se nos antoja una guarida perfecta para un inadaptado, un monstruo, un ser atemporal como, y me perdonarán, Eduardo Manostijeras.
Lo cierto es que pronto adivinamos que las entrañas de la fábrica son un juguete de irresistible vistosidad en manos de Burton, pero de la misma manera que el diseño de producción del filme nos deja boquiabiertos echamos en falta un perfil algo más denso, enigmático e incluso perverso.
Johnny Depp, maestro en el arte de crear excéntricos personajes, no está a la altura en esta ocasión, su actuación resulta cargante, histriónica y sospechosamente deudora del estilo de Jim Carrey. Depp parece haberse visto de arriba a abajo El Grinch (How the Grinch Stole Christmas, 2000), de Ron Howard, Una serie de catastróficas desdichas de Lemony Snicket (Lemony Snicket's A Series of Unfortunate Events, 2004), de Brad Silberling, para confeccionar el perfil de Willy Wonka, un personaje con muchas más posibilidades de lo que aparenta.
Burton ha llegado con este filme a unas cotas impensables de sofisticación kitsch, de egolatría pop, pero en el empeño de ser fiel al particular mundo literario de Roald Dahl ha olvidado su propia identidad como director. (...) Nada hay de nuevo en Charlie y la fábrica de chocolate, estamos ante un producto que recicla con furia una iconografía que ya pudimos rastrear en sus comedias pasadas.
Un ejemplo del poco provecho que Burton le ha sacado al personaje se puede constatar en los flashbacks que recogen la infancia de Wonka. Resultan poco sugerentes, si los comparamos con aquellos instantes que hacen referencia a la niñez de Ichabod Crane (interpretado por el mismo Depp) en Sleepy Hollow es evidente que aquéllas eran secuencias magistrales con una espléndida concepción de la poética de lo siniestro.
Podría citar algunos errores más que convierten a Charlie y la fábrica de chocolate en un producto irregular, en una ruleta vertiginosa y efímera, y es que el filme es un esplendoroso parque temático, algo que sin duda debería tener una réplica en algún lugar del planeta generando millones de dólares al estilo Disney y que quizás calmaría la anarquía psicodélica que de tanto en tanto recorre la pulsión creativa del eterno enfant terrible de Hollywood.
Nada hay de nuevo en Charlie y la fábrica de chocolate, estamos ante un producto que recicla con furia una iconografía que ya pudimos rastrear en sus comedias pasadas (Pee Wee o Bitelchús, dos productos menores, de atractiva envoltura pero de endeble arquitectura).
No será el que escribe estas líneas el que les recomiende no ir a ver este auténtico festival de LSD llamado Charlie y la fábrica de chocolate, pues con todas sus carencias es un filme tan adictivo como alternativo. Si pueden soportar los delirantes números musicales de los singulares Oompa-Loompas, lo demás será coser y cantar.