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publicado el 11 de mayo de 2010

El precio de la inmortalidad

Desconocida aún por el gran público y menospreciada por no pocos sectores de la crítica, The man who could cheat death es una obra mayor dentro de la cinematografía de un cineasta imprescindible y una de las propuestas más arriesgadas, a distintos niveles, de la justamente mítica compañía Hammer Film. Adaptación de una obra teatral de Barré Lyndon ya llevada al cine con anterioridad –The man in Half Moon street (Ralph Murphy, 1945)–, se aleja de los mitos arquetípicos de la literatura y el cine de horror para proponer una reflexión sobre los límites de la ciencia y la atracción irresistible del Mal que entronca y en determinados momentos supera algunas de las obras más reconocidas de Terence Fisher, como la larga serie protagonizada por el Barón Frankenstein o la posterior Las dos caras del Doctor Jekyll (The two faces of Dr. Jekyll, 1960).

Pau Roig |

Fisher acometió el rodaje de The man who could cheat death en uno de los momentos álgidos de su filmografía y en una de las etapas más dulces y fructíferas de la Hammer, hecho que puede explicar –pero no justificar– el olvido y/o el escaso reconocimiento del que ha sido objeto. En apenas cuatro años y a un ritmo de prácticamente tres títulos por año Fisher firmaría algunas de sus obras más recordadas: La maldición de Frankenstein (The curse of Frankenstein, 1957), Drácula (Dracula) y The revenge of Frankenstein, en 1958, El perro de los Baskerville (The hound of the Baskervilles) y La momia (The mummy), en 1959, Las novias de Drácula (Brides of Dracula, 1960) y La maldición del hombre lobo (The curse of the werewolf, 1961). Títulos que, a diferencia del que nos ocupa, se enmarcan en una profunda renovación de los principales personajes de la literatura y el cine de terror instaurados por la Universal durante la década de 1930, un terreno perfectamente acotado y (re)conocido por el gran público y con un margen más bien escaso para la experimentación. De hecho, la modestia técnica y la aparente falta de pretensiones de The man who could cheat death, junto con el escaso renombre de la obra teatral de Barré Lyndon en la que se inspira [1]. parecían condenar de antemano la producción a un segundo o tercer plano que se revela del todo injusto, más aún si comparamos los resultados con una de las inmediatas –y peores– realizaciones del cineasta, The stranglers of Bombay (1960). Todo lo contrario que The man who could cheat death: como se ha apuntado numerosas veces, el filme comparte numerosos elementos con la serie de películas que Fisher realizó en torno a la figura del Barón Frankenstein, compuesta por los dos títulos ya citados más Frankenstein creó a la mujer (Frankenstein created woman, 1967), El cerebro de Frankenstein (Frankenstein must be destroyed, 1969) y Frankenstein y el monstruo del infierno (Frankenstein and the monster from hell, 1973), aunque con algunas diferencias notables que acaban por situarla, en determinados aspectos, por encima de ella.

Más fascinante que el amoral Dr. Frankenstein interpretado por Peter Cushing, el médico y escultor Georges Bonnet (Anton Diffring, 1918-1989, en un papel ofrecido primero a Cushing) es “El hombre que pudo engañar a la muerte” del título, un científico que gracias a un revolucionario sistema de cirugía desarrollado juntamente con el prestigioso profesor Ludwig Weiss de Viena (Arnold Marlé, 1887–1970) ha conseguido la inmortalidad: pese a tener más de cien años de edad su cuerpo es el de un joven de treinta y tantos que nunca ha contraído ninguna enfermedad. Pero Bonnet no es autosuficiente, otra diferencia sustancial respecto a las producciones centradas en el personaje de Mary Shelley: para mantener su condición debe operarse cada unos cuantos años (cuanto más se retrase la operación más vulnerable se vuelve su cuerpo) y es en el deterioro de su relación con Weiss, ya demasiado viejo para operarlo de nuevo, dónde mejor se aprecia su creciente egoísmo y su vanidad, su progresiva conversión en un monstruo –más en el sentido metafórico que en el literal– capaz de cometer los actos más horribles en nombre de una ciencia que sólo utiliza en beneficio propio. Bonnet es sin duda una de las creaciones más fascinantes de Fisher y probablemente el mejor papel de la carrera de un actor imprescindible demasiado pronto atrapado en la serie B. Fascinante y repulsivo, fuerte y frágil, poderoso y débil, sensible y depravado, el personaje no mantiene más que una relación tangencial con la figura recurrente del mad doctor o científico enloquecido: a medio camino entre los protagonistas de 'El Dr. Jeckyll y Mr. Hyde' (1886) de Robert Louis Stevenson y 'El retrato de Dorian Gray' (1890) de Oscar Wilde, aunque dotado de una capacidad sobrehumana (o sobrenatural, según se mire) que lo emparenta con el Conde Drácula, Bonnet es una suerte de vampiro emocional atrapado en la lucha sadomasoquista entre un poder al que no quiere renunciar y una necesidad desesperada de amor, un miedo atroz a la soledad que le obliga a ir cambiando de identidad y de ciudad dejando tras de sí las amantes que ha asesinado para evitar verlas envejecer irremisiblemente a su lado; conserva en cambio sus bustos, que ha esculpido mientras duraba la relación amorosa en un vano intento de atrapar la efímera belleza de la vida.

Las hábiles manos de Bonnet moldean la piedra con exquisitez pero también con tristeza, conscientes del inexorable paso del tiempo, de la fugacidad de un instante de felicidad que se antoja ridículo delante de la eternidad. “El hombre que pudo engañar a la muerte” es un semidiós que no tiene nada de divino porque sigue siendo un hombre, un ser humano progresivamente atrapado en la locura que supone imaginar una vida sin fin. Fisher, así, lleva más lejos que nunca su pesimismo moral, mostrando no sólo la corrupción que puede llegar a esconder la Belleza más atractiva, sino también la incapacidad del ser humano para acceder a un estatus de superioridad que le es negado por su propia condición.

Perfectamente estructurado, el guión de Jimmy Sangster plantea casi de entrada las pulsiones y las relaciones entre los principales protagonistas de la trama: la acción empieza durante la presentación en sociedad de una nueva escultura, el busto de su nueva –y ya casi finiquitada– amante. En su propio consultorio, Bonnet coincide con Janine Dubois (Hazel Court, 1926-2008), con quién poco tiempo atrás estuvo ligado por una relación sentimental que prefirió cortar de raíz antes de terminar el busto de la mujer, que sigue perdidamente enamorada de él. Sus gestos y sus miradas así lo confirman, especialmente en comparación con el trato sólo correcto que dispensa a su acompañante, el Dr. Pierre Gerard (Christopher Lee), un hombre pragmático y de fuertes convicciones pero a años luz de la brillantez y poder de fascinación de Bonnet. Un triángulo emocional desequilibrado y peligroso que adquirirá su sentido último y definitivo con la llegada a París de Ludwig Weiss al día siguiente: las manos del cirujano ya no pueden operar y tras una agria discusión Bonnet no tendrá más remedio que poner fin a su vida. Weiss quiere terminar de una vez por todas un experimento que atenta contra las leyes divinas: “¿Qué es la muerte para tenerle tanto miedo?”, afirmará horrorizado al descubrir que su colega ha recurrido al asesinato para conseguir la glándula paratiroides superior que le proporciona la eternidad, “¿Te volviste Dios de repente para juzgar que eres más importante que los demás?”. Weiss tratará incluso de destruir el extraño líquido verdoso que Bonnet debe ingerir para recuperar durante unas pocas horas la apariencia joven y fuerte que lo caracteriza.

Cuanto más se retrase la sustitución de la glándula, más cortos y defectuosos son los efectos de una pócima que en lugar de desatar los aspectos inconfesables del ser humano –como Jeckyll y Hyde– los amordaza, impide temporalmente que salgan al exterior. Desesperado y muerto de miedo, Bonnet acabará estrangulando a su socio, amigo y compañero con una frialdad y una falta de escrúpulos que hielan la sangre. Ahora Gerrard es la única persona que puede realizar la intervención, pero el médico –más aún tras la desaparición de Weiss, según Bonnet por motivos de trabajo– pronto empezará a desconfiar de él y tratará sin ningún éxito de apartar a Janine de su lado. Toda la acción de The man who could cheat death transcurre en interiores (y en su mayor parte en la residencia de Bonnet), herencia evidente del origen teatral de la historia, pero lo que en manos de otro realizador podría haber sido una limitación insalvable en las manos maestras de Fisher se convierte en una virtud: el realizador utiliza la planificación y el sobrio trabajo de dirección artística de Bernard Robinson para realzar las relaciones entre los distintos personajes dependiendo de la mayor o menor tensión de cada momento.

Los diálogos llevan todo el peso dramático del relato pero el juego de miradas, los oportunos y milimétricos movimientos de los actores en el mismo plano y a lo largo de una secuencia entera y la distribución del atrezzo, junto con una hábil dosificación de la información, mantienen en todo momento la atención de los espectadores. No por casualidad, una de las únicas escenas que transcurren en el exterior es la de los títulos de crédito, al principio del metraje: Fisher muestra el asesinato de un transeúnte anónimo entre la oscuridad y la niebla sin que podamos apreciar bien el rostro del asesino, creando unas expectativas narrativas que ya no decaerán hasta el final.

Mucho más interesado en el Mal interior que en el exterior, el director británico filma los ambientes opresivos de las distintas habitaciones de la mansión de Bonnet a través de una paleta cromática menos forzada pero igual de simbólica que en algunas de sus películas más recordadas (en especial sus tres aproximaciones al mito vampírico); una cierta voluntad naturalista domina la dirección de fotografía Jack Asher, de marcada influencia pictórica y al mismo tiempo profundamente respetuosa en la recreación de la ciudad de París de finales del siglo XIX. Sólo en momentos puntuales el director subraya la condición digamos sobrenatural de Bonnet, otorgando a los planos en los que el médico y escultor bebe en secreto la pócima secreta que mantiene cerrada en una caja fuerte un tono deliberadamente irreal, forzado. El fluido burbujeante emite un intenso resplandor verde que transforma por completo no sólo la estancia en la que transcurre la acción sino también el personaje interpretado por Driffing, con el rostro desencajado ante los primeros síntomas de corrupción de su cuerpo. Pese a las advertencias de Gerrard, Janine será incapaz en ningún momento de ver, ni siquiera de sospechar, la naturaleza verdaderamente monstruosa de Bonnet, quién trata también de engañarse a sí mismo con la idea que el amor de la mujer puede salvarlo de su trágico destino. Llegará incluso a secuestrarla para obligar al cirujano a realizar la operación que debe prolongarle la vida unos años más, aunque su objetivo inmediatamente posterior es convertirla en su compañera eterna.

El vigoroso clímax final de The man who could cheat death se articula así a partir de un preciso montaje paralelo que muestra por un lado el resultado de la operación (Gerrard hará ver a Bonnet que le ha sustituido la glándula cuando en realidad sólo le ha hecho un corte y lo ha vuelto a cerrar), y por el otro el descubrimiento por parte de Janine del secreto más escondido de Bonnet: encerrada en un lóbrego sótano de un barrio de los suburbios de París, descubrirá horrorizada las esculturas que su amado ha ido realizando de sus amantes a lo largo de los años, una galería fantasmal de bustos de piedra que en lugar de representar un instante de belleza / felicidad ya pasado son la prueba definitiva de un delito innombrable. Rescatada a tiempo por Gerrard, un personaje muy del gusto de Fisher (hombre de acción gris y no especialmente seductor pero dotado de una gran confianza y convicción, un poco a la manera del cazavampiros Van Helsing), Janine será testigo de la muerte de Bonnet en un final terriblemente coherente con todo lo expuesto hasta entonces por Fisher y Sangster. La última de sus amantes (Margo Philippe), completamente fuera de sí tras haber sido encerrada en condiciones infrahumanas en una mazmorra del sótano, lanzará una lámpara de aceite hirviendo sobre el personaje: “El hombre que pudo engañar a la muerte” experimentará en pocos segundos todas las enfermedades, todo el dolor que no había sufrido a lo largo de una vida que en realidad no era tal.

  • [1]. Barré Lyndon fue el seudónimo del escritor británico Alfred Elgar (1896–1972). Periodista y escritor antes que autor teatral, se mudó a Los Angeles poco después del éxito de The amazing Dr. Clitterhouse (Anatole Litvak, 1939), adaptación de uno de sus relatos cortos protagonizada por Edward G. Robinson, Claire Trevor y Humphrey Bogart. Entre 1941 y 1966 escribió o colaboró en más de una veintena de guiones cinematográficos entre los que destacan títulos imprescindibles como Jack el Destripador (The lodger, 1944) y Concierto macabro (Hangover square, 1945), dirigidos por John Brahm, El mayor espectáculo del mundo (The greatest show on earth, Cecil B. de Mille, 1952) o La guerra de los mundos (The war of the worlds, Byron Haskin, 1953).

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    FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:

    Gran Bretaña, 1959. 86 minutos. Color. Director: Terence Fisher Producción: Michael Carreras, para Hammer Film Guión: Jimmy Sangster, sobre la obra teatral homónima de Barré Lyndon Fotografía: Jack Asher Música: Richard Bennett Diseño de producción: Bernard Robinson Montaje: John Dunsford Intérpretes: Anton Diffring (Dr. Georges Bonnet), Hazel Court (Janine Dubois), Christopher Lee (Dr. Pierre Gerard), Arnold Marlé (Profesor Ludwig Weiss), Delphi Lawrence (Margo Philippe), Francis De Wolff (Inspector LeGris), Gerda Larsen (La chica de la calle), Ronald Adam (El doctor).


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