publicado el 17 de mayo de 2010
Pau Roig | (Amando de Ossorio, 1972-1975)*
Reconocido internacionalmente como una de las figuras más destacadas del cine de terror español de la década de 1970, el director Amando de Ossorio fue víctima de un olvido injusto que lo persiguió hasta su muerte, ocurrida en 2001 y acogida con la misma falta de interés que ahora suscita su obra, en la que la tetralogía de los templarios formada por La noche del terror ciego (1972), El ataque de los muertos sin ojos (1973), El buque maldito (1974) y La noche de las gaviotas (1975) ocupa un lugar destacado. Sólo tres títulos de su filmografía –quince películas a lo largo de casi treinta años de dedicación profesional al cine– están disponibles en el mercado español del dvd, aunque muchos de ellos pueden encontrarse de importación, incluso en ediciones de lujo.
La noche del terror ciego es la obra más conocida de Ossorio y supuso en su estreno uno de los mayores éxitos comerciales del terror español en Europa, incluso en Estados Unidos, aprovechando la brecha abierta poco tiempo antes por La noche de Walpurgis (León Klimovsky, 1970). Es la época del espectacular boom del cine de género español, que surge en un principio, como señala Carlos Aguilar, de la confluencia entre azar y necesidad: “Cineastas sinceramente apasionados por el horror y dispuestos a cultivarlo sin descanso, por un lado; urgencia industrial, por otra parte, de un género tan barato como exportable, de fácil consumo interno y externo”. El esplendor del género en España, más cuantitativo que cualitativo –entre 1971 y 1973 se ruedan la friolera de ochenta horror movies– coincide además con el declive en el extranjero del horror supeditado a la tradición gótica y los mitos arquetípicos (la producción de la compañía británica Hammer Film, esencialmente), de manera que “el Terror hispano de los primeros años setenta representó, de puertas afuera, una curiosa prolongación/canto del cisne de una concepción clásica del género, a punto de sucumbir como estilo prioritario bajo el empuje de una nueva generación de cineastas especializados”. Del mismo modo, la eclosión del género en España introdujo una fugaz variante del concepto de serie B implantado tiempo atrás por Hollywood: “Producción sistemática de filmes de coste mínimo y género universal, realizados e interpretados por profesionales recurrentes con destino al consumo indiscriminado en salas de programa doble y circuitos rurales” [1]. Son años de reformulación de algunos de los géneros tradicionales del cine clásico estadounidense: no es sólo el caso del terror, también del spaghetti-western e incluso del giallo, ambos subgéneros de procedencia italiana. Tampoco debe extrañar a nadie la coincidencia, a veces terrible, entre el destape y el cine “S” y el auge de las producciones de terror en España, contempladas desde esta perspectiva no tanto como el coletazo final de una determinada manera de entender/abordar el género sino como una perversión, o mejor, una degradación, de sus esquemas tradicionales, evidente en la cada vez más explícita y descarnada conjunción erotismo/vampirismo. Las coproducciones internacionales también están al orden del día, fruto de una especial coyuntura política y socio–económica que se alargará en mayor o menor medida hasta principios de la década siguiente. Ossorio, por ejemplo, colabora decisivamente en los efectos especiales de una de las primeras coproducciones fantásticas entre España e Italia, la simpática pero ridícula El valle de los hombres de piedra (Perseo l’invincibile, Alberto De Martino, 1963), régimen en que rueda poco tiempo después su primera incursión en el género, la fallida Malenka, la sobrina del vampiro (1968), con Anita Ekberg de estrella indiscutible y en la que estuvo a punto de participar Boris Karloff, protagonista ya de una de las más infames coproducciones de la época, esta vez entre España y Estados Unidos, El coleccionista de cadáveres (Santos Alcocer, 1966).
Pero si Malenka, la sobrina del vampiro era una irrelevante aproximación al mito vampírico perjudicada por absurdas dosis de humor que intentaban emparentarla con El baile de los vampiros (The fearless vampire killers, Roman Polanski, 1967), La noche del terror ciego constituye uno de los intentos más interesantes de reconvertir un mito tradicional del terror (en este caso, las películas sobre muertos vivientes) en un acontecimiento geográficamente identificable. Partiendo de una leyenda tradicional de la Bretaña francesa, inspirada a su vez en la secta de los caballeros templarios (orden creada en el siglo XII con el fin de defender Jerusalén del ataque de los musulmanes), Ossorio construyó un mito exótico, netamente ibérico, el de los templarios diabólicos que salen de sus tumbas para vengar su muerte, muy atractivo de cara al mercado internacional. El proyecto, sin embargo, no fue fácil de llevar a cabo: “Nadie estaba interesado en hacer esta película”, explica el director. “El principal motivo era que se trataba de personajes nuevos, no eran los clásicos vampiros u hombres-lobo que ya conocía el público. Al ver el rechazo de los productores, tuve que ponerme a realizar varias pinturas para que pudieran comprobar su presencia física” [2]. Se trata, no obstante, de un exotismo relativo, basado en la explotación más o menos descarada de éxitos anteriores –La noche de los muertos vivientes (Night of the living dead, 1968) es un referente inmediato de la serie de los templarios– y que no descuida una estética heredera del estilo de los cómics norteamericanos de la E.C. (en especial la celebrada serie Tales from the crypt), pero que adopta, además, ideas y elementos procedentes de algunas de las más célebres 'Rimas y leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer' (1836-1870), especialmente 'El monte de las ánimas' y 'El Miserere'. De ellas toma Ossorio ideas y referencias visuales, como el diseño y la apariencia de los templarios momificados –“Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, entre los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos dientes las oscuras cavidades de los ojos de sus calavera” escribe Bécquer en 'El Miserere' a propósito de los esqueletos de los monjes [3].– o la articulación de la trama alrededor de las ruinas de un monasterio medieval, en una zona rural prácticamente deshabitada sobre la que se terroríficas leyendas y por la que sólo pasan las vías del tren. El argumento, sin embargo, va por otros caminos, y responde a la voluntad de explotar elementos y recursos de probado éxito del cine de la época, hecho que se traduce tanto en la contudencia y el sadismo quizá exagerado de algunos de los ataques de los templarios como en la introducción torpe a más no poder de notas de erotismo (escena lésbica entre las dos protagonistas femeninas incluida), así como una cierta internacionalización que afecta tanto a personajes y situaciones como a las localizaciones (rodada en su mayor parte en las afueras de Madrid, la historia se desarrolla en Portugal). Y ello a pesar que Ossorio, en un principio, quería ambientar la trama en Galicia: “Me dijeron que si yo hacía una película con muertos que salen de sus tumbas por la noche y demás en un lugar que entonces estaba siendo promocionado por Fraga para atraer turismo, me la podían prohibir (...) Además tomé otras medidas para evitar problemas con la censura. El emblema que llevan los espectros en mi película no es el auténtico de los caballeros templarios, sino la cruz egipcia como símbolo de la vida eterna. Evité la cruz de los templarios porque era muy parecida a la de la Orden de Calatrava y me temía que una vez rodada la película tuviéramos que retirar todos los planos de los caballeros, destrozando la obra”. En la misma entrevista, el director llega a afirmar que el filme “en realidad no era una coproducción, es que necesitábamos ampararnos. En la película aparece acreditado Víctor Da Costa, un gran realizador de cortos publicitarios, pero lo único que pusieron los portugueses fue la cámara, el segundo de cámara y no sé si los transportes. Constando como coproducción no nos la iban a prohibir”.
En consecuencia, la trama de La noche del terror ciego, hasta cierto punto ecléctica, oscila de manera titubeante y no del todo satisfactoria entre sus diferentes puntos de interés, quedándose a medio camino de sus propuestas. Empieza como un ridículo triángulo amoroso con toques lésbicos: el detonante de la acción –el reencuentro en la piscina de un hotel de Lisboa de Virginia (Helen Harp: María Elena Arpón) y Betty Turner (Lone Fleming), antiguas compañeras de estudios y ex-amantes– resulta, así, perfectamente prescindible. Virginia presenta a Betty a su actual novio, César (Roger Whelan), que propone que los tres salgan de excursión al campo, quedando citados al día siguiente en la estación del ferrocarril. A partir de aquí, la cosa se anima considerablemente: celosa de César y angustiada por el recuerdo de su romance con Betty –explicitado por un infame flashback ambientado en la habitación que ambas compartían en una residencia femenina– Virginia salta del tren en marcha y pasa la noche en un pueblo en ruinas, Berzano, coronado por una siniestra abadía. Allí, cada noche, los caballeros templarios de una orden del siglo XIII condenados a la horca por la Inquisición por sus prácticas satánicas y sacrificios humanos resucitan y salen de sus tumbas para vengar su muerte. Virginia se da cuenta demasiado tarde del error que ha cometido y, aunque consigue eludir momentánemante la implacable persecución de los templarios huyendo a caballo, éstos la persiguen hasta dar con ella y devorarla en una escena filmada y planificada de manera sospechosamente similar a la carrera a caballo de Arwen y Frodo, perseguidos por los temibles Nazgul, en la primera entrega de El señor de los anillos (Lord of the rings, Peter Jackson, 2001). A partir de aquí, la trama cambia nuevamente de rumbo para adquirir la forma de un relato detectivesco bastante previsible que se desarrolla lejos de Berzano: Roger y Betty empiezan a investigar la desaparición de Virginia –sólo los espectadores saben de su terrible muerte– y cuando la policía encuentra finalmente su cadáver, horriblemente mutilado, se niegan a creer que haya sido atacada por algún tipo de animal salvaje. Un historiador, el profesor Cantell (Francisco Sanz), les ha advertido de la existencia de los templarios, aunque no es hasta la misteriosa desaparición del cadáver de Virginia del depósito de cadáveres y del asesinato de su vigilante que empiezan a dudar realmente sobre su existencia. Para resolver el misterio, Betty y Roger deciden ponerse en contacto con el jefe de un grupo de contrabandistas, Pedro (Joseph Thelman), hijo del profesor Cantell, de quién la policía sospecha que utiliza la leyenda de los templarios como coartada para poder cometer impunemente sus fechorías. Betty, Roger y Pedro acuerdan pasar una noche en el pueblo maldito, donde descubrirán la existencia real del ejército de muertos vivientes y acabarán sucumbiendo a su poder en una sádica matanza. Betty, herida de gravedad, conseguirá llegar hasta las vías del tren, pero los templarios la alcanzarán para acabar primero con los dos maquinistas y luego con todos los pasajeros. En el final previsto por Ossorio, se veía llegar de lejos el tren a una estación, los pasajeros subían y se oían los gritos de la gente asustada: la falta de luz, quizá también de presupuesto, impidió el rodaje de la escena tal y como estaba pensada, resuelta finalmente a partir de planos congelados, un primer plano de Lone Fleming dando un grito y la imagen de una mano momificada.
Ossorio parece no acabar de encontrarse cómodo con el cóctel de elementos característicos del género y de ideas de cosecha propia que propone. La noche del terror ciego avanza a trompicones, saltando del terror más o menos gráfico y explícito a la intriga con reminiscencias del giallo: el ataque de Virginia a la ayudante de Betty en una de las habitaciones del taller de maniquíes en el que trabajan remite a Un hacha para la luna de miel / Il rosso segno della follia (Mario Bava, 1969), incluso a Necronomicon / Succubus (Jesús Franco, 1967). La delectación morbosa en la violencia en algunas escenas, como la muerte del vigilante del depósito de cadáveres a manos de la resucitada Virginia (La noche del terror ciego és la única de las cuatro películas de la serie en la que los mordiscos de los templarios provoca la conversión de la víctima en muerto viviente, acercándose más a la concepción clásica del vampirismo), o las gotas de sangre de una madre cayendo sobre el rostro de su hija durante el ataque de los templarios a los viajeros del tren, también parece herencia del cine de Bava, aunque de un sadismo inédito para el cine español. Las escenas de sexo, como la secuencia lésbica ya apuntada, parecen simplemente intercaladas en la historia, sin ningún tipo de justificación narrativa: la violación de Betty poco antes del clímax final carece de sentido, igual que los flirteos entre César y la amante de Pedro (la caracterización descuidada e incluso negativa de los personajes es otra constante del filme, hasta el punto que los espectadores no pueden identificarse con ninguno de ellos). De la misma manera, el origen de la maldición de los templarios se explica de manera efectista en un violento flashback ambientado en el siglo XIII donde los miembros de la orden flagelan sin piedad y desangran lentamente a una joven doncella (inesperada aparición de Britt Ekland, medio desnuda ya en su primer papel en la gran pantalla) para después beber su sangre en un rito satanista. Sorprende un poco, sin embargo, la ausencia de motivaciones sexuales en los sacrificios realizados por los templarios: éstos en ningún momento abusan carnalmente de sus víctimas, lo que puede interpretarse como un dato a favor de las teorías que apuntan que son en realidad un símbolo del puritanismo y “que su ataque contra todo lo que simboliza erotismo y provocación física induce a pensar en que esta congregación sacralizó el celibato y la contención sexual entre sus miembros, siendo toda una alegoría de las fuerzas represoras religiosas de la España franquista” [4].
Paralelamente a las irregularidades del guión y de la puesta en escena, no obstante, Ossorio introduce en la trama elementos interesantes: la voluntad de construir una mitología alrededor de las figuras de los caballeros templarios, en ningún momento contemplados como simples zombies, le lleva a dar un protagonismo bastante destacado a un eminente profesor que explica a los desorientados protagonistas el origen y las características de la secta a la que tienen que hacer frente (personaje que, de hecho, tendría cierta continuidad en las posteriores entregas de la serie, como ejemplifica el experto oceanógrafo de El buque maldito, película cuyo argumento está basado nuevamente en una leyenda): la ceguera de los templarios está justificada, ya que obedece al hecho que después de ser ahorcados por orden de la Inquisición los cuervos se comieron sus ojos, aunque en El ataque de los muertos sin ojos, se explica una versión distinta (los habitantes de un pueblo atacado por los caballeros habrían quemado sus ojos en venganza). La visualización de los monjes resulta totalmente convincente, y es, sin duda alguna, una de las razones que explican el éxito y el prestigio de la serie. Sus apariciones puntuales, avanzando lentamente pero con paso seguro hacia sus víctimas, son mostradas generalmente a cámara lenta, dándoles un aire entre onírico y surreal de inusitada eficacia y generando en el espectador una verdadera sensación de terror (“lo de la cámara lenta es por la cosa del espacio-tiempo. Han dominado el tiempo, logrando la inmortalidad, pero se han perdido en la dimensión espacio”, explica Ossorio), aunque es justo reconocer que su imponente presencia no sería la misma sin la música de Antón García Abril. A medio camino entre el gregoriano y los cantos fúnebres, la banda sonora acompaña, o mejor marca los pasos de los caballeros templarios dotando el conjunto de un aire casi alucinado. Sobre el procedimiento que utilizó para conseguir ese particular efecto de ultratumba circulan numerosas teorías, aunque la más extendida es la relatada por el propio director: “Solamente eran dos cantantes, que García Abril dobló para que pareciera un coro, metió unos efectos, eco y demás (...) Grabó las voces al revés y lo que cantan en realidad es el nombre del jefe de producción, Pérez Giner, como una especie de broma”. La falta de recursos y de medios técnicos tampoco es ajena a la consecución de la peculiar atmósfera que respira la película, dándole, por decirlo de algún modo, un toque artesanal. Ésta es otra característica determinante del cine de Ossorio, en el que la ambición y la espectacularidad, o en todo caso la voluntad de hacer algo distinto, personal, no siempre se veía recompensada en la pantalla. Es el caso de la escena final, ya apuntado, pero también de otros momentos determinantes de la serie, como el incendio del galeón en el clímax final de El buque maldito, resuelto por medio de una desangelada maqueta, o incluso el precipitado desarrollo final de La noche de las gaviotas. La imposibilidad de trabajar con presupuestos más o menos generosos, ajustados a las pretensiones de los guiones propuestos, perseguiría al director hasta su última realización, Serpiente de mar (1984), monster movie a la española rodada con un presupuesto casi cien veces inferior al requerido.
La verdadera importancia de La noche del terror ciego, ya lo hemos apuntado, reside en la creación de un mito terrorífico específico en el contexto del cine europeo de género de la época, mito que tendría continuidad a lo largo de tres nuevas películas que, por sus características, constituyen mucho más entregas de una serie que no secuelas de un filme de éxito. Dejando a un lado El ataque de los muertos sin ojos, continuación estricta del primer título, las dos siguientes propondrán historias nuevas y originales sin más relación con el título fundacional que la presencia, siempre silenciosa e inquietante, de los caballeros templarios. Así, El buque maldito presenta a un grupo de personajes atrapados en un galeón fantasma del siglo XVI que dicta sus propias normas espacio-temporales, tripulado por los cadáveres momificados de los templarios que cada noche salen de sus ataúdes en busca de sangre, mientras que La noche de las gaviotas constituye una adaptación libre del relato 'La sombra sobre Innsmouth' del escritor norteamericano H. P. Lovecraft: siete días seguidos cada siete años, los habitantes de un pequeño pueblo pesquero ofrecen mujeres jóvenes a la secta de templarios diabólicos que habitan un castillo próximo, que las sacrifican en honor a una antigua divinidad submarina y dan sus cuerpos a los crangejos para que se los coman; sus almas, después, poseen los cuerpos de las gaviotas de la zona. En esta última entrega, a diferencia de las anteriores, los heroicos protagonistas, un médico que acaba de ser traslado al pueblo (Víctor Petit) y su mujer (María Kosty), conseguirán acabar con el terrible maleficio al destruir la estatua a la que rinden culto los templarios, provocando así su muerte definitiva. El éxito de la serie propiciaría, además, el rodaje de La cruz del diablo (1975), presunta adaptación libre del cuento homónimo de Bécquer firmada por el director británico John Gilling y coescrita por Jacinto Molina / Paul Naschy que no resiste en ningún momento la comparación con las películas de Ossorio.
FICHA TÉCNICA Y ARTÍSTICA:
España / Portugal, 1972. 102 minutos. Color. Dirección y guión : Amando de Ossorio Producción: Plata Films / Interfilme Director de fotografía: Pablo Ripoll Música: Antón García Abril Diseño de producción: Manuel Amigo y Victor Da Costa Montaje: José Antonio Rojo Intérpretes: Lone Fleming (Betty Turner), César Burner (Roger Whelan), Elena Arpón (Virginia White), Joseph Thelman (Pedro Cantell), Rufino Inglés (Inspector Olivero), Verónica Llimera (Nina), Francisco Sanz (Profesor Cantell), María Silva (María).
* Nueva versión de un artículo publicado originalmente en “DATA” nº 20 (Algeciras: verano de 2002), págs. 19–23.