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publicado el 12 de julio de 2010

La plástica del horror


Cineasta imprescindible de las décadas de 1960 y 1970, Mario Bava cultivó con pasión el terror en una serie de títulos irregular pero entre la que se cuentan obras maestras de la talla de La máscara del demonio (La maschera del demonio, 1960), Seis mujeres para el asesino (Sei donne per l’assassino, 1964) y Terror en el espacio (Terrore nello spazio, 1965), pero también dos producciones extraordinarias que aún hoy permanecen inéditas en nuestro país, La frusta e il corpo (1963) y Operazione paura (1966). A la vez diferentes y complementarias, únicas pero inseparables, constituyen probablemente las dos aportaciones al horror más personales y originales de su filmografía y ejercerían una influencia notable –y a menudo no del todo reconocida– en muchas producciones posteriores.

Pau Roig |

1. El final de una época
No habían pasado ni diez años de la eclosión de la llamada “Escuela italiana del cine de terror” con Los vampiros (I vampiri, Riccardo Freda, 1957) y el horror gótico italiano empezaba a dar muestras visibles de decadencia y estancamiento: la saturación del mercado y la sobrexplotación de determinados recursos argumentales y visuales, en menor medida la necesidad imperiosa de agilizar / abaratar los rodajes, hizo declinar con inusitada rapidez la calidad y el interés de las producciones del género a partir de la segunda mitad de la década de 1960. Con el auge del spaghetti western, el cine de acción y espionaje y la definitiva eclosión del giallo con el desorbitado éxito de El pájaro de las plumas de cristal (L’uccello dalle piume di cristallo, Dario Argento, 1970), el terror sobrenatural caería progresivamente en desuso, por no decir en un olvido del que ni siquiera sería rescatado por el aumento, por lo general torpe y exagerado, del erotismo y la violencia (las espantosas realizaciones de Luigi Batzella o Renato Polselli primero, las surrealistas producciones gore de Lucio Fulci después). Operazione paura puede contemplarse no sólo como la última gran película gótica de su autor sino también de todo el cine italiano digamos clásico, gloria compartida con la inferior pero notable La horrible noche del baile de los muertos (Nella stretta morsa del ragno, Antonio Margheriti, 1971) [1]. El mérito de la propuesta de Bava, sin embargo, es doble, ya que supone también la muestra, acaso definitiva, de la maestría de un artesano convertido en Autor en contra de su voluntad (o sin ser consciente de ello), de un técnico extraordinario transmutado en creador único de atmosferas y texturas: obligado de antemano a incorporar la palabra “Operación” en el título, dispuso de apenas dos semanas de rodaje y de un presupuesto ridículo para rodar un guión que parece ser que contaba con tan sólo treinta páginas y que se acabó improvisando sobre la marcha [2]. Unas circunstancias en las que cualquier otro director se hubiera limitado a resolver la papeleta sin demasiado interés y con la mínima implicación, todo lo contrario que Bava: si a nivel argumental Operazione paura resulta un imaginativo pero un tanto absurdo refrito de personajes y situaciones recurrentes del género, a nivel visual y de puesta en escena constituye un prodigio de inventiva sin parangón y que ni siquiera tendría continuidad en la filmografía posterior del director; así lo ejemplifican Cinco muñecos para la luna de agosto (5 bambole per la luna d’agosto) y Un hacha para la luna de miel (Il rosso segno della follia), de 1970, en menor medida también Bahía de sangre (Reazione a catena, 1971) y Orgía de sangre (Gli orrori del castello di Norimberga, 1972), la única que podría inscribirse, aunque de manera tangencial, en el subgénero gótico.

2. Fotografiando el miedo
El inicio de Operazione paura, de una contundencia sorprendente para la época, puede contemplarse ya como toda una declaración de intenciones: un plano general de una mansión medio abandonada perdida en una remota zona rural de atmósfera turbia y fantasmagórica, un grito desgarrador, una mujer que corre despavorida intentando escapar de una amenaza que no podemos ver y que muere pocos segundos después al caer sobre una verja rematada por clavos puntiagudos… Remata la escena la sonrisa inquietante de una niña rubia que no tardará en corporeizarse en el lugar de la tragedia: de larga cabellera rubia y grandes ojos azules, lleva entre las manos una pelota blanca y en los minutos posteriores será protagonista de algunos de los momentos de terror más intensos del cine europeo de la época. Con aparente sencillez, Bava sintetiza en apenas dos minutos las principales señas de identidad, el espíritu genuino del horror gótico, sublimándolo con una de las representaciones más turbadoras del Mal (o del Diablo, o de la Muerte) de la historia del cine, recreada (¿copiada?) poco después por Federico Fellini en el episodio “Toby Dammit” de Historias extraordinarias (Histoires extraordinaires, 1968). El director nos introduce de entrada y a la fuerza en un mundo de pesadilla en el que nada es lo que parece y en el que todo es posible, en un ambiente de miedo y superstición en el que la verosimilitud e incluso la lógica no tienen ninguna importancia. Más quizá que en resto de sus incursiones en el género, aquí la manera, el estilo, se impone(n) claramente por encima el contenido, pero al mismo tiempo forma(n) parte inseparable de él: todos los aspectos técnicos de Operazione paura van destinados a la plasmación del horror, de un Horror en mayúsculas que trasciende las limitaciones –más o menos evidentes, peor o mejor disimuladas– del guión firmado por el director con la colaboración de Romano Migliorini y Roberto Natale. Ambientada en un pequeño pueblo de Transilvania aislado del mundo exterior y azotado por una terrible maldición, la historia de Operazione paura se desarrolla en una sola noche y centra su interés en las investigaciones que el médico procedente de la ciudad Paul Eswai (Giacomo Rossi-Stuart) realiza para aclarar una misteriosa cadena de muertes que los habitantes de la zona atribuyen al fantasma de Melissa Graps, una niña asesinada años atrás sin que ninguno de ellos le prestara ayuda: embestida por el caballo de un jinete borracho durante las fiestas del pueblo (y no atacada por un maníaco, como se ha escrito en numerosas ocasiones), la pequeña se encerró en el campanario de la iglesia del pueblo y tocó las campanas antes de morir desangrada; por este motivo, ahora las campanas repican misteriosamente cada vez que alguien está a punto de morir de forma violenta. Requerido por un descreído inspector para que realice la autopsia de la mujer fallecida / asesinada en la escena pre-créditos ya apuntada, el Dr. Eswai se verá rápidamente atrapado en un abismo de secretos, mentiras y descubrimientos que desafían la razón, en un cúmulo de coincidencias que “se entrelazan entre sí de forma tan prolongada y enmarañada que resultan absurdas si se analizan” [3], cierto, pero que acaban resultando decisivas para la consecución del clima de pesadilla sobrenatural / irracional pretendido.

La película juega en muy pocos momentos la baza de la ambigüedad porque la relación de oposición entre el pragmatismo y la racionalidad que encarna Eswai (en menor medida también del comisario encargado de las investigaciones, pronto desaparecido en misteriosas circunstancias) y la superstición y el miedo de los habitantes del pueblo deja de tener sentido a los pocos minutos del inicio del acción. De manera especial, por la intervención de dos personajes que ejercen de vaso comunicante entre ambos opuestos: el burgomaestre Karl (Luciano Catenacci, oculto tras el seudónimo de Max Lawrence) y la misteriosa hechicera Ruth (Fabienne Dali), unidos además por una relación amorosa que se revelará fatal: ambos personajes conocen la existencia real del fantasma de la niña y de la maldición, pero son incapaces de hacerle frente; sus intentos para minimizar sus efectos no ayudarán prácticamente en nada al resto de sus compatriotas, sombras de las personas que un día fueron, fantasmas, almas en pena que esconden su mala conciencia tras puertas y ventanas cerradas incapaces de hacer frente a sus propios miedos. Karl, así, no conseguirá retener en el hostal a las personas que el inspector Kruger (Piero Lulli) quiere entrevistar y acabará confesando al policía la maldición que pesa sobre el lugar en una escena oportunamente elidida por Bava. Ruth, por su lado, no podrá evitar con sus pobres hechizos y remedios paganos la muerte de la hija del posadero (Micaela Esdra) después que ésta haya (entre)visto a Melissa a través de una de las ventanas de la fonda; la muchacha morirá al clavarse la afilada punta de un candelabro en la garganta en un plano insoportable en su mixtura de cruel sadismo y sobrecogedora belleza. La galería de protagonistas se completa con dos personajes femeninos más, decisivos para la resolución de los acontecimientos: Monica Shuftan (Erika Blanc), una mujer que ha regresado al pueblo después de pasar varios años en la ciudad y que ayudará a Eswai con la autopsia del cadáver de la primera víctima, y la Baronesa Graps (Gianna Vivaldi), una médium decrépita que vive encerrada en la decadencia de su castillo tras la muerte de su pequeña Melissa y la separación forzada de su primera hija –la propia Monica–; el odio terrible que ha ido acumulando contra el pueblo y todos los que lo habitan ha permitido que el espíritu vengativo de la niña pudiera corporeizarse a través de sus poderes sobrenaturales: “Soy la víctima de fuerzas irresistibles, es de mí de quién sacan la fuerza para sobrevivir” exclamará poco antes de morir a manos de Ruth, que sacrificará su vida para poner fin a la maldición.

3. (Re)Inventando el género
El portentoso trabajo de puesta en escena no subraya sino que amplifica, magnifica el mundo ominoso descrito en un libreto plagado de ideas fascinantes y de una exacerbada truculencia: la actitud más que hostil de los fantasmales pueblerinos ante la llegada del médico, las monedas de oro que Ruth introduce en los corazones de las víctimas de la maldición para procurarles descanso eterno, el cilicio que el matrimonio que regenta al hostal colocará a su hija adolescente para impedir que el fantasma de la niña se la lleve… La llegada de Eswai al pueblo revela ya de manera ejemplar esta inmersión violenta y sin vuelta atrás en lo sobrenatural, ejerciendo la función de puente, o mejor de puerta de entrada (es la única secuencia del filme que transcurre a la luz del día y en localizaciones naturales): “Éste es un sitio maldito, olvidado de Dios” advertirá al médico el cochero que lo ha llevado tras ver, enmarcada en el horizonte, la siniestra silueta de un grupo de hombres que con un ataúd sobre sus espaldas corren como si los persiguiera el mismo Diablo, brillante homenaje a La chute de la maison Usher (Jean Epstein, 1928), quizá también a Nosferatu, el vampiro (Nosferatu, eine symphonie des grauens, F. W. Murnau, 1922). Eswai se adentrará a continuación en un laberinto de calles tortuosas y de casas medio derruidas atrapadas en un siniestro pasado y dominadas por las ruinas de una imponente iglesia románica. La rápida caída de la noche otorgará a tan desolador lugar su sentido último y definitivo, y es que lejos de convertirse en un hándicap, el rodaje en estudio permite a Bava controlar hasta el más mínimo detalle todos los aspectos de la iluminación, la fotografía y la escenografía, consiguiendo un clima asfixiante y enrarecido imposible de conseguir en escenarios reales. La utilización nunca tan atmosférica como aquí de filtros de colores azules, amarillos, verdes y rojos y el recurso prácticamente constante a la cámara móvil remarcan / realzan en todo momento la irrealidad de la historia, punto éste último subrayado también no tanto por la situación de los actores en el encuadre como por la disposición, nunca regular ni ordenada, del mobiliario y el atrezzo: abundan a lo largo del metraje, así, planos filmados a través de rejas polvorientas y viejas telarañas que aprisionan a los actores y las actrices. En Bava el horror es una cuestión de clase, de un estilo particular definido de manera espléndida por Juan Antonio Molina Foix como “barroquismo crepuscular a lo Max Öphuls” [4], no muy lejos de las más contundentes realizaciones firmadas por Terence Fisher en la misma época en el seno de la Hammer Film: no por casualidad, Operazione paura es una de sus cintas más admiradas en Gran Bretaña, dónde es conocida con los títulos Kill, baby, kill y Curse of the dead.

Sin dejar de aglutinar referencias, ideas y elementos de producciones anteriores (ya sean del género o no), Bava va un paso más allá de la mayoría de los cineastas italianos de la época volcados al género (los ya citados Freda y Margheriti, también Massimo Pupillo, Mario Caiano o Camillo Mastrocinque) con hallazgos y experimentos de puesta sorprendentes pero casi siempre geniales. Así, para simbolizar la amenaza que representa el fantasma de Melissa es capaz de convertir un plano subjetivo en objetivo: un travelling hacia adelante combinado con un zoom rápido representa los movimientos de un columpio que se balancea, es decir, responde a la visión de la pequeña; la extrañeza que provoca la imagen se rompe apenas unos instantes después con la irrupción en el encuadre de los pies de Melissa, momento en el que la cámara deja de balancearse. Del mismo modo y con la misma efectividad o más, el director italiano se revela un verdadero maestro de la sinécdoque, una figura ideal para la creación de inquietud pero pocas veces utilizada de manera tan sugerente. Aunque parezca lo contrario, la niña apenas aparece a lo largo del metraje: Bava sugiere su presencia y su terrible amenaza mostrando tan sólo su pelota blanca (prácticamente fluorescente por efectos de la iluminación) rebotando por el suelo –recurso del que tomaría buena nota Peter Medak para su excelente Al final de la escalera (The changeling, 1979)–, una mano pequeña apenas entrevista en el vaho de una ventana, un rostro difuminado tras unos cristales en el que sólo se distingue una larga cabellera rubia... Lo sobrenatural deviene surreal en algunos de los momentos culminantes del clímax final, ambientado en el interior y en la cripta mortuoria del viejo castillo de la familia Graps: véase el plano recurrente pero nunca cansino de esa estrecha escalera de caracol que parece no tener fin, mostrada incluso a través de una panorámica circular, o el momento en el que Giacomo Rossi-Stuart cruza repetidas veces la misma estancia, cada vez más deprisa, persiguiendo a un hombre misterioso que resultará ser él mismo, quizá la proyección de su terror.


  • [1]. Carlos Aguilar apunta acertadamente en este sentido que la filmografía del director italiano “entraña virtualmente el origen, la efervescencia y la agonía de la etapa dorada del cine italiano de género” (“Mario Bava. El arte, la magia, la libido”, en Quatermass nº 7, Granada, noviembre de 2008, pág. 80).

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  • [2]. Véase MOLINA FOIX, Juan Antonio (1997): “Mario Bava. El fotógrafo del miedo”, en Cine fantástico y de terror italiano,: Donostia Kultura / Semana de cine fantástico y de terror de San Sebastián, págs. 135 y ss. Parece ser también que la productora de Operazione paura se quedó sin dinero antes del fin del rodaje y que éste sólo pudo completarse cuando los técnicos y el reparto decidieron seguir trabajando sin cobrar.

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  • [3]. NAVARRO, Antonio José (2005): “Mario Bava. El arte de la inquietud”, en Dirigido por nº 346, Barcelona, pág. 65.

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  • [4]. “Mario Bava. El fotógrafo del miedo”, Op. Cit., pág. 136.

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    FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA

    Italia, 1966. 82 minutos. Color. Director: Mario Bava Producción: Luciano Catenacci y Nando Pisani, para FUL Films Guión: Mario Bava, Romano Migliorini y Roberto Natale Fotografía: Antonio Rinaldi [Mario Bava] Música: Carlo Rustichelli Montaje: Romana Fortini Intérpretes: Giacomo Rossi-Stuart (Dr. Paul Eswai), Erika Blanc (Monica Shuftan), Fabienne Dalí (Ruth), Piero Lulli (Inspector Kruger), Max Lawrence [Luciano Catenacci] (Karl), Micaela Esdra (Nadienne), Valerio Valeri (Melissa Graps), Gianna Vivaldi (Baronesa Graps).


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